La idea de salir de recorrida surgió en una conversación con Santiago Cafiero después de la crisis fenomenal que forzó el cambio de gabinete, hace dos semanas. El ahora ministro de Relaciones Exteriores le sugirió al Presidente que eliminara las mediaciones y recuperara el contacto directo con la gente, tal como lo había hecho en aquella campaña de 2019 en la que el estilo de Alberto Fernández irrumpió como una novedad. Dos años después, con el desgaste de la gestión en pandemia, la derrota electoral y las divisiones en el Frente de Todos, el efecto no puede ser el mismo. Sin embargo, en las cercanías del Presidente, están más que conformes por los resultados que viene dando la estrategia publicitaria del Alberto posderrota.
Como parte de un diseño que busca bajar al territorio, Fernández ya estuvo con distintos grupos de vecinos en Pilar, Ituzaingó, Dock Sud, Lanús, Merlo y Ensenada. El cuaderno en el que anota las críticas y sugerencias de las personas con las que se reúne pretende transmitir la señal de que el Presidente está escuchando. En su microcampaña, lo escolta un grupo de colaboradores de su íntima confianza, parte del equipo que trabajaba para Cafiero en la Jefatura de Gabinete y ahora lo sigue acompañando, desde otro lugar. Fernández los conoce a todos desde hace tiempo. En las recorridas no hay funcionarios conocidos y el profesor de Derecho Penal aparece solo, como si fuera un hombre común y no un presidente que viene de experimentar el doble shock que le provocaron el fracaso electoral y la extrema tensión con la vicepresidenta y sus incondicionales.
Sometidos a un escrutinio público que se expresará en las elecciones generales, los cambios son elocuentes y dan cuenta de un gobierno reseteado que se abre al poder territorial del peronismo real. Mientras José Manzur irrumpe como primer ministro producto de la crisis y aparece como el encargado de darle aire a la gestión hasta el 14 de noviembre, el Presidente entra en una metamorfosis profunda que puede advertirse en la reducción abrupta de su exposición pública. Alberto hizo después del 12 de septiembre lo que no quiso hacer durante un año y medio en el que algunos de sus colaboradores le recomendaron, sin éxito, cuidar la autoridad presidencial y no desgastarse al extremo en conversaciones innecesarias con periodistas amigos o discursos diarios y redundantes. Una economía de recursos forzada por la paliza que se comió el peronismo unido.
Sin protocolos
El Presidente ya no tiene margen para que su palabra se siga devaluando. Por eso, la intención es recuperar el vínculo directo con la sociedad a partir de ese activo que tuvo hace una vida el Fernández taquillero, aquel al que no le costaba mezclarse con la gente común. Es eso que le reconocen incluso algunos cristinistas, una facilidad para relacionarse que tuvo Néstor Kirchner pero no tuvieron Cristina Fernández ni Mauricio Macri. Es probable que sea tarde, pero a eso está apelando el círculo íntimo de Fernández con el operativo de última hora. Veinte sillas, el Presidente sentado casi como uno más, el cuadernito y la escucha como elemento distintivo. “Él habla con la gente y no tiene problema en que lo critiquen. Esa empatía no es impostada, está en su esencia y es algo que está retomando”, le dijo a Letra P un sobreviviente del gabinete que se reconoce amigo de Fernández.
Después de las diferencias públicas que escalaron hasta tocar el nivel de la crisis institucional, volaron las facturas internas y cada grupo hizo su propio balance. Atada con alfileres, la unidad siguió en pie, pero las discrepancias no se extinguieron: solo quedaron entre paréntesis hasta nuevo aviso. En el entorno del Presidente, están convencidos de que uno de los errores fue haberse aislado en el Palacio y haber perdido la temperatura de la calle. En un intento inviable de conformar a todos, Alberto dedicó infinidad de tiempo a conversar con la dirigencia política de la coalición oficialista y resignó aquel activo del que se jactaba. La política de los protocolos que llegó con la pandemia lo terminó encerrando por demás en Olivos, rodeado de un séquito de síalbertistas. Ese razonamiento es el que explica el tour presidencial por las calles del conurbano bonaerense. “Él no quiere vallas ni intermediarios. Nadie vio venir la derrota en la provincia de Buenos Aires. Ni los intendentes ni los movimientos sociales ni el gobernador. Por eso, él quiere ir a escuchar”, agrega uno de los funcionarios que no se despega del Presidente.
El albertismo nonato
Desde el minuto cero del experimento del Frente de Todos en el poder, Alberto quiso pararse por encima de las distintas tribus y presentarse como el garante del todismo, pero se topó con por lo menos dos dificultades: la construcción maciza del cristinismo que respira a través de La Cámpora en el Estado y la ilusión de una liga de funcionarios y dirigentes que lo empujaban a construir el albertismo como contrapeso. El Presidente vetó ese operativo de los propios y se quedó flotanto, en medio de la tempestad y abrazado al tronco de la unidad. Pero que la colectora de Fernández no haya alcanzado a ver la luz como proyecto superador -y que haya perdido incluso su oportunidad histórica- no quiere decir que no exista. Aunque muy disminuida, todavía está viva. Para algunos, es una corriente de opinión; para otros, un grupo de afinidad.
Por eso, la microcampaña de Fernández trasciende la estrategia de un presidente que busca mostrarse activo en un marco de debilidad múltiple. El Presidente intenta reposicionarse para seguir gobernando, con Manzur como interventor de facto y el cristinismo expectante. Sin embargo y pese que fue sacrificado con el cambio de gabinete, el albertismo sigue existiendo y está activo. Cafiero pasó a Cancillería, pero sigue siendo el funcionario de mayor confianza de Fernández junto a Gabriel Katopodis y Juanchi Zabaleta, los ministros que vienen de la fugaz experiencia randazzista. El reemplazante de Felipe Solá trabaja junto a Cecilia Todesca, otra de las economistas que proviene de la escuadra del Grupo Callao. El secretario general de la Presidencia, Julio Vitobello, permanece como la sombra de Alberto durante casi todo el día y Vilma Ibarra sigue a cargo de cuidarle la firma al Presidente.
Tanto Ibarra como Juan Manuel Olmos, el jefe de asesores de Fernández que proviene del PJ porteño, salieron fortalecidos de la crisis frente a la mirada del cristinismo, que les desconfiaba: los dos buscaron desactivar al ala que promovía la ruptura y militaba por la emancipación albertista frente a la presión de Cristina. Olmos hasta puso la casa para que Cafiero, Eduardo De Pedro y Máximo Kirchner se reunieran a juntar los pedazos de la unidad en los momentos más dramáticos.
“Ese grupo sigue estando, con otras funciones. Es el dispositivo de confianza de Alberto. Con funciones o sin funciones, va a seguir al lado de él”, le dijo a Letra P uno de los ministros que busca mantener cierta equidistancia.
La baja más importante del albertismo fue la del vocero, Juan Pablo Biondi, eyectado después de que la vicepresidenta pidiera su cabeza en la carta pública que difundió el jueves 17 de septiembre. Según publicó Clarín, Biondi regresó a la burbuja de Olivos en los últimos días y mantiene la relación con el Presidente. El exsecretario de Comunicación perdió influencia, pero no resignó su credencial de albertista del entorno. Se fue en buenos términos con todo el círculo de confianza del profesor de Derecho Penal. Por ahora, no puede asomar la cabeza pero, según piensan sus amigos, en algún momento volverá. La epopeya albertista, esa que se inspiraba en la quimera de la primera victoria peronista en 16 años en la provincia de Buenos Aires y fantaseaba con la reelección, está agonizando, pero los incondicionales del Presidente todavía no se rinden.