El poder siempre tiene planes para los pobres. Se trate de Cristina Kirchner o de Mauricio Macri. Se trate de Paolo Rocca, Jorge Bergoglio o del narco. Distintos planes, seguramente.
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El poder siempre tiene planes para los pobres. Se trate de Cristina Kirchner o de Mauricio Macri. Se trate de Paolo Rocca, Jorge Bergoglio o del narco. Distintos planes, seguramente.
Eduardo Duhalde también los tuvo. Instalado en la Casa Rosada e inspirado en sus manzaneras bonaerenses, en abril de 2002 impulsó el plan Jefes y Jefas de Hogar para atajar la avalancha de desposeídos que detonó el estallido de 2001 y se empollaba desde unos cuantos años antes.
Dos meses después, la quiso encorsetar en sus propios términos, pero aquel plan falló. El operativo para ponerle un freno a las movilizaciones populares se convirtió en una cacería. Un 26 de junio, hace exactamente 20 años, la represión policial causó la muerte de los militantes Maximiliano Kosteki (22) y Darío Santillán (21) en puente Pueyrredón.
El vigésimo aniversario de la masacre de Avellaneda coincide con el clímax del debate sobre la ayuda social en la Argentina. La vicepresidenta le subió el volumen político a la discusión y cada quien tiene su enfoque. El radicalismo, los halcones del PRO, Javier Milei y el Círculo Rojo ya los expresaron, antes y después del discurso de CFK en el plenario de la CTA. Como se dijo, el poder siempre tiene planes para los pobres. Ahora, ¿los pobres tienen un plan para el poder?
Para la mayoría de varias generaciones de argentinos y argentinas ese plan, con su arena y su cal, siempre tuvo un nombre: peronismo. Por eso el debate que se impone en la escena pública y arde en el atribulado Frente de Todos impacta como un pelotazo en la boca del estómago en la fuerza política que hoy gobierna y teme dejar de hacerlo el 10 de diciembre de 2023 producto de sus propias contradicciones, impotencias y torpezas.
La disputa sobre la administración de los planes sociales en manos de los movimientos o de las autoridades provinciales y municipales tensa al peronismo no solo por el control de los fondos para asistir a los sectores humildes en la previa de un año electoral, sino porque pone en cuestión la representación, simbólica y concreta, de su electorado natural.
En esa encrucijada, Cristina plantea el dilema. Un Estado que regule las relaciones laborales en un modelo industrialista que genere empleo y motorice el consumo interno o uno que apueste a las commodities como fábrica de dólares mientras la asistencia social contiene a un mar de personas excluídas. La mejor política social es una buena política económica predicaba con espaldas anchas el kirchnerismo original en épocas de superávit gemelos.
En medio del golpe por golpe de los lanzallamas de un bando y del otro, el debate público de los últimos años normaliza a quienes reciben beneficios sociales como una clientela sin voluntad ni dignidad. En unos casos, una masa que puede ser arreada a la marcha de turno. En otros, una planilla que aglutina CBU para que los dineros estatales aterricen sin escalas en la tarjeta de débito de quienes más lo necesitan.
En el abismo que se abre entre la tercerización de los planes y la bancarización de la pobreza, el valor de la organización popular como herramienta de transformación se pierde por la canaleta de la interna, las cuentas públicas y el ajuste fiscal. Un hándicap que el peronismo debiera cuidarse de regalar, aún más en tiempos donde no le sobra nada.
Mientras se muerde la cola rescatando fetiches del pasado en el intento siempre vano de conjugar el verbo “volver”, el peronismo tramita su propia crisis en un sistema político que no logra resolver una injusticia social lacerante y en aumento. Si revertir esa debacle no fuera la razón de ser de la fuerza política a la que hoy le toca ser oficialismo, le tocaría la misma porción de responsabilidad que al resto.