Del ciudadano indignado al líder impaciente: la mutación del populismo en el siglo XXI. El espejo de Donald Trump y Nayib Bukele. El desafío democrático.
Como hizo Javier Milei en la Argentina de 2023, el “outsider” político se presenta como antídoto contra el sistema, como el salvador que llega desde afuera para barrer con la “casta” y devolver la voz al pueblo. Sin embargo, con el correr de su gestión suele convertirse en aquello que condenaba y, también, iniciar una deriva autoritaria.
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El outsider no abre caminos colectivos, sino que concentra poder en la figura de un individuo que se proclama intérprete único de la voluntad popular y, contrariamente a lo que se cree, no destruye la política: la reemplaza por un espectáculo de control emocional y tecnocracia personalista.
La revolución digital ha desintermediado la política. El algoritmo reemplazó al comité partidario, el influencer le rodea la manzana al dirigente barrial, la inmediatez al tiempo largo de la deliberación. Es una cultura del presente: emocionalidad, sobreinformación y urgencia constante. La crisis de representación se convierte en crisis del tiempo político: ya no hay paciencia para los procesos, solo ansiedad por resultados inmediatos.
En este ecosistema, los outsiders encuentran terreno fértil. Su discurso disruptivo encaja con la lógica de las redes: frases cortas, gestos extremos, indignación permanente. En este sentido, podríamos pensar a los outsiders como un eufemismo de marketing para identificar aspirantes a autócratas en tiempos de plataformas digitales. Estos Autócratas 2.0 tiene varios puntos en común: llegan por elecciones, gobiernan por algoritmos y comunican por emociones. Para ellos, la disrupción genera legitimidad: “romperlo todo” sustituye a “transformarlo juntos”.
El caso de Milei es paradigmático: la antipolítica convertida en política de choque permanente, donde cada medida, cada discurso y cada gesto se inscriben en una lógica de confrontación sin tregua ni lugar para “coalition building”.
Autócratas eficientes vs. Javier Milei
A diferencia de los llamados “autócratas eficientes” - aquellos que logran traducir su control político en resultados económicos palpables y que, por esa vía, consolidan su legitimidad en las urnas - la experiencia de Milei se mueve en un terreno mucho más incierto.
Donald Trump en Estados Unidos, Nayib Bukele en El Salvador o incluso líderes asiáticos con fuerte impronta tecnocrática han sabido capitalizar mejoras en seguridad o crecimiento para reforzar su poder. Milei, en cambio, apuesta a la disrupción permanente como sustituto de resultados concretos: su capital político se sostiene más en la intensidad emocional de sus seguidores y en la narrativa de la confrontación que en indicadores de bienestar.
El riesgo es evidente: sin logros económicos sostenibles que respalden su liderazgo, la teatralización del poder puede agotarse rápidamente, dejando tras de sí un vacío institucional y social aún más profundo.
La fórmula de Javier Milei: panelismo y vetocracia emocional
El investigador argentino José Luis Fernández lo definió con precisión: el panelismo es la teatralización del conflicto, un simulacro de deliberación. La política argentina lo encarna a diario: paneles televisivos cosplayers del antiguo Milei convierten la discusión pública en un ring de gritos y chicanas. La política representativa cede paso a la política performativa.
pagano lemoine
Marcela Pagano y Lilia Lemoine: duelo de lives.
Los efectos son claros: debate superficial y confrontativo, opinión como sustituto del argumento, polarización afectiva y desaparición de la deliberación. La política se convierte en talk show y el ciudadano, en espectador cautivo a la espera de la próxima disrupción que en el extremo es fractura del sentido y la atención.
Es cierto que la disrupción trae beneficios: abre el sistema político, visibiliza nuevos actores, sacude estructuras anquilosadas... Pero el riesgo es alto: personalismo, desinstitucionalización y erosión del consenso democrático, que necesita gobernanza, no solo espectáculo.
El riesgo de la “vetocracia emocional” es evidente: sociedades indignadas pero sin proyecto, que denuncian, pero no enuncian, atrapadas en la lógica del veto y la cancelación, mientras que las sociedades democráticas requieren instituciones capaces de aprender, adaptarse y dialogar. Por ello, la transformación digital debe ir acompañada de ética, regulación y participación inclusiva. Si no, la disrupción se convierte en un atajo hacia el autoritarismo.
Javier Milei y Donald Trump: la foto como política
La reciente reunión bilateral entre Milei y Trump en la Casa Blanca fue presentada como “histórica” por el gobierno argentino. Los mercados reaccionaron con entusiasmo inmediato: en la previa subieron los bonos, se habló de auxilio financiero y de una alianza estratégica. Tras la advertencia de Trump de que, si el oficialismo pierde las elecciones, no será "generoso" con la Argentina, la volatilidad volvió a asomarse. Pero, detrás de la foto, lo que se consolida es otra cosa: la diplomacia convertida en espectáculo, la política exterior como panelismo global.
MIlei Caputo Trump
Javier Milei y Toto Caputo, con Donald Trump en la Casa Blanca.
Más que un acuerdo concreto, lo que se buscó fue un gesto de legitimidad mutua: dos outsiders que se reconocen en el espejo del poder digital. El riesgo es que la política internacional se reduzca a un intercambio de símbolos y emociones, mientras los problemas estructurales - deuda, desigualdad, gobernanza regional - quedan sin respuesta.
¿Más allá de los outsiders?
Milei no es el último outsider. Es, apenas, el capítulo más reciente de una saga, retratada en la obra de Giuliano Da Empoli, que recorre el siglo XXI: líderes que se presentan como ajenos al sistema, pero que terminan colonizándolo con prácticas autoritarias y personalistas. La pregunta no es si habrá más outsiders, sino si nuestras democracias serán capaces de construir instituciones que resistan la tentación del espectáculo y recuperen la promesa de la política como proyecto común.
Aquí surge un interrogante, más allá de las recomendaciones recurrentes que los estrategas de marketing político suelen plantear a dirigentes de todos los espacios: ¿no sería más sensato apostar por políticos profesionales, conocidos en sus territorios, con capacidad de rendir cuentas y sostener proyectos colectivos, antes que por outsiderscuya única credencial es la novedad?
La democracia necesita menos fuegos artificiales y más responsabilidad institucional. Tal vez el verdadero desafío no sea encontrar al próximo outsider, sino volver a confiar en liderazgos que, con sus virtudes y defectos, se construyen en la cercanía, en la gestión concreta y en la rendición de cuentas ante la ciudadanía real, no solo ante la audiencia digital.