El desafío para ella, que hasta debió acudir al arriesgado salvavidas de mostrarse junto a Mauricio Macri, no es ganar. Al final, probablemente lo haga, tanto en las primarias –frente a las listas ultraliberal de Ricardo López Murphy y "radical progresista" (sic) del exministro/secretario de Salud Adolfo Rubinstein– como en la elección abierta de noviembre. Con todo, está por verse a qué nivel de erosión del voto posmacrista en la Ciudad de Buenos Aires le pondrá la cara. Si lograra evitar el daño, su sueño presidencial seguiría vigente a la espera de una paritaria chiquita, entre cuatro paredes, con su mentor Horacio Rodríguez Larreta; si no lo hiciera, su expectativa tal vez debería adecuarse a la escala municipal.
Es posible que en las próximas semanas y en los próximos meses, esto es, tras las PASO, que la grieta se devore a Milei como a otros anteriores a él en el altar del voto útil anti-K, pero ese destino no es ineluctable.
Eso es así, en primer lugar, porque el economista no solo abreva en el odio al peronismo sino, también, en la memoria de lo que Juntos por el Cambio perpetró en el gobierno de Macri. Segundo, porque podría compensar una eventual fuga de votos útiles con los que deje en el camino López Murphy en la interna de la alianza. Tercero y más importante, porque, a diferencia de lo que ocurre en bolsones amplios de JxC y del Frente de Todos, el del libertario es un voto convencido, militante y hasta entusiasta. Ese es un activo que hoy escasea y que hace pensar que la ola no alcanzó aún el pico de sus posibilidades.
Resultó sorprendente, en ese sentido, el acto que Milei encabezó el sábado 7 pasado en Plaza Holanda, de Palermo. La concurrencia fue considerable, pero llamó más la atención su convicción. Frente a ella, el economista llegó –como es habitual– con el pelo prolijamente desordenado, con una campera de cuero y una remera negra, al estilo de un rock star. El modo agresivo, el grito constante, los insultos y la voz aguardentosa terminaron de conformar la estética que encanta a muchos jóvenes.
Al cabo de casi media hora de violencias verbales, gritó: "¡Esta no es una tarea para tibios, no es una tarea para cobardes, para los políticamente correctos! ¡Yo no me metí acá para estar guiando corderos, yo me metí para despertar leones! ¡Quiero escucharlos rugir! ¡Viva la liberad, carajo!". Abajo, claro, los félidos ardían.
Antes de ese cierre, se destacaron mensajes contra la "casta política" a la que "vamos a sacar a patadas en el culo", contra los "zurdos genocidas", contra los "asesinos hijos de puta" de la Casa Rosada que –de acuerdo con su opinión– manejaron mal la pandemia y destruyeron la economía y hasta contra los macristas que, con su "fatal arrogancia" y su amor a la creación de impuestos, hicieron "revolcarse en su tumba al pobre Friedrich von Hayek". El efecto de tanto odio alcanzó incluso para sostener la tensión de la audiencia cuando el discurso se metió en meandros de teoría económica que ningún asesor le recomendaría recorrer, bache salvado también con su promesa de "quemar el Banco Central". Porque no se trata de ponerlo bajo control o, en un extremo, de cerrarlo. No. Hay que prenderle fuego.
Todo eso, claro, en nombre de la libertad –¡carajo!–, tal la bandera de un libertarismo que encuentra el paraíso en el capitalismo más salvaje que pueda imaginarse, incluso –o especialmente– si este corre en dirección opuesta a la democracia. No todo el universo de votantes de Javier Milei estará integrado por ciudadanos y ciudadanas que saben de la Escuela Austríaca o de personajes como Murray Rothbard, para quien la democracia liberal significaba poco o nada. Para la audiencia menos avisada, la consigna de la "libertad" puede funcionar como sucedáneo suficiente de una idea de democracia que su candidato no defiende ni defenderá jamás.
El libertarismo –en versión paleo, esto es, reaccionaria– podría, en efecto, convertirse en un fenómeno para los portales de noticias del lunes 13 del mes que viene, por lo que conviene anticiparse. El de Milei hace pinza, a prudente distancia, con el que encarna otro economista, José Luis Espert, en la provincia de Buenos Aires.
El paleolibertarismo criollo se caracteriza, por ahora, por ofrecer una mirada nacional –esto es, de un contenido que excede lo local y apunta a la economía, a una prédica radicalmente hostil contra el Estado y a una organización social conservadora, hecha de denegación de derechos como el aborto y de mano dura–, pero que se limita a la Ciudad de Buenos y a ciertos bolsones acomodados del conurbano bonaerense. Sus patas, así, parecen algo cortas para correr más allá de las provincias centrales, en las que la extensión del mercado es considerable. Por el contrario, sería más complejo hacer campaña prometiendo, por ejemplo, despedir a un millón de empleados públicos, como ya hizo Espert en la elección anterior, en distritos donde el Estado se extiende para abarcar lo que el mercado no incluye.
Con todo, su proyección no está necesariamente condenada al fracaso y dependerá de lo que pase con el país entre hoy y 2023 e incluso más allá.
Un rasgo que nunca hay que perder de vista de la coyuntura es que el antiperonismo –2015-2019– y el peronismo –desde entonces y hasta hoy– han pasado por el poder con dosis elevadas de fracaso. La pandemia excusa en buena medida al segundo, pero es difícil pedir demasiada comprensión cuando la mitad de la población se hunde en la pobreza y buena parte de ese sector debe estirar sus ingresos en dietas de baja calidad para no caer en la indigencia.
Por eso, manda la decepción. La dirigencia todavía puede volver de ese estado de relación con la sociedad, pero las cosas se pondrían más ásperas si ese sentimiento terminara de mutar en ira. A este último escenario apunta la retórica furiosa de Milei y compañía.
Las únicas encuestas que parecen interesar a tres semanas de las PASO son las de intención de voto, pero hay otras que entregan claves acaso más interesantes. Según esos estudios, el sentimiento social respecto de la grieta se parece más al habitual en los años pares, menos intenso, que al de los electorales. Es decir que esa puja interesa hoy menos que lo esperable y que la política se muestra cada vez menos eficaz para ordenar el debate en torno a ese eje capcioso.
Es posible que, bombardeo proselitista mediante, esto cambie en lo inmediato lo suficiente como para que la grieta vuelva a diluir terceras opciones, entre las que hoy se destaca la libertaria. Si eso ocurriera, la dirigencia habrá logrado detener el derrame del venenito de la decepción.
El Frente de Todos –en especial, en sus alas albertista y massista– y JxC –básicamente, el larretismo y sea lo que sea que venga a expresar Facundo Manes– tienen un interés común en que no se evapore el centro que hace posible una versión acotada de la grieta.
Tras la votación de noviembre, se abrirían dos escenarios posibles, le dijo a Letra P un consultor de primera línea. “En uno, la política de cierta moderación a la que apuestan Alberto Fernández y Rodríguez Larreta seguiría vigente y les permitiría mantener la lógica de ocupar el centro para hacerse con una mayoría. En el otro, el crecimiento de los sentimientos antipolítica amenazarían con achicar al Frente de Todos y volver a convertirlo en un Frente para la Victoria, y, en el caso de la oposición moderada, la aparición de fenómenos como Milei la obligarían a realizar la tarea difícil de atender a la vez demandas de centro y de derecha dura”.
En el segundo caso, podría suponerse, tal vez 2023 o acaso más adelante, la grieta se desplazaría a un nuevo eje "casta"/antipolítica y podría ofrecer un mapa electoral ya no bicoalicionista como el de hoy, sino uno fragmentado, al estilo de 2002, en el que más de un candidato o candidata podría llegar al veintipico por ciento de los votos con un discurso más sincero –menos catch all– y resultar competitivo incluso diciendo barbaridades. Si ese ocurriera, se constataría que el sistema ya está roto.
Más vale prestar atención: puede que eso ya sea así y todavía no nos hayamos dado cuenta.