Los hongos fueron brotando de a poco, por manchones y a lo largo de los años, como si, de modo anárquico, hubiesen decidido hacer suya una pared vieja y llena de rajaduras. Primero, curiosamente, en la Francia de las vanguardias, de la mano de un animal prehistórico llamado Jean-Marie Le Pen. Luego, en otros países de Europa, desde los rezagados del Este postsoviético hasta la reincidente Alemania, pasando por Holanda –una cuna del capitalismo–, Italia y hasta España, que de pronto se dio cuenta de que “El Generalísimo” no se había ido para siempre.
Finalmente aterrizó en América, como un capricho absurdo, nada menos que en Estados Unidos y, poco después, acá nomás, en el Brasil otrora amable y sonriente. Ahora que Donald Trump se fue y lo reemplazó Joseph Biden –aunque el trumpismo queda–, que Jair Bolsonaro oscila en las encuestas pero mantiene buenas chances de pelear su reelección el año que viene y que el Gobierno de Alberto Fernández acumula dificultades para “poner de pie” al país y cada vez más fuego amigo, recobra relevancia la pregunta de si la Argentina va en camino a contraer ese otro virus global del siglo XXI.
Largamente consideradas respuestas retrógradas a la globalización triunfante, esas caras de la derecha dura demostraron ser una alternativa, si no deseable, al menos apta para este tiempo. Reactiva, sí, pero no por eso condenada al fracaso.
Antes que a ella, lo que la globalización había dado por muerto fue el Estado nación. Prematuramente, claro, porque no podían quedar sin reacción los dolores que su imposición generó en amplias capas de la humanidad, ya sea en forma de pérdida de empleos de viejo cuño y desempleo abierto, caída de ingresos de sectores medios que sostuvieron patrones de consumo en base a un endeudamiento intenso, degradación de los servicios públicos y la calidad de vida, anomia, inseguridad y –no menos importante– pérdida de estatus y reconocimiento. Con lo nacional como último refugio, la réplica llegó en la mayoría de esos casos –Brasil es un ejemplar curioso– en forma de soberanismo, proteccionismo, rechazo a la integración regional –el brexit– y America first. En tanto más restauradora que revolucionaria y centrada en valores, la misma nunca abjuró del capitalismo financiero; he ahí la condición que la hizo viable y hasta deseable para el sistema y, por otro lado, su mayor limitación hacia el futuro.
“No podemos tener amor sin amantes ni sumisión sin señores y siervos”, dijo el historiador inglés E. P. Thompson en el prólogo de libro La formación de la clase obrera en Inglaterra, con lo que le señaló al marxismo tradicional el error de ignorar las particularidades culturales y el de elaborar análisis satelitales, inútiles para entender las peculiaridades del tiempo y el espacio. En esa línea, la nueva ultraderecha adoptó en cada lugar el rostro posible, pero, en general, se la puede caracterizar como conservadora por su apego a pilares como la familia, la religión, la patria o la etnia dominante, el orden y las fuerzas de seguridad. La novedad es que, tras un brusco viaje al pasado, volvió con un envoltorio discursivamente populista: nosotros o ellos.
En Estados Unidos fue hija del largo proceso de involución de los sectores medios, que fueron perdiendo la fe en el “sueño americano” desde los años 80 y que tocaron fondo en la crisis de las hipotecas de 2008. En tanto, aterrizó en Brasil cuando se acabó el viento de cola externo hacia 2010.
En el primer caso llegó de la mano de un magnate libertino en lo privado y conservador en lo público como Trump, improbable campeón de las causas populares; en el segundo, con un militar evangelizado como Bolsonaro, que devolvió a la luz a un sector conservador de la sociedad que solo se había agazapado durante los años de alternancia entre el liberalismo y la izquierda.
Al mirar el fenómeno desde abajo, cabe preguntarse cómo se han conformado las bases electorales de uno y otro. Aunque más transversales en términos de ingresos y nivel educativo que lo que se suele señalar –si no fuera así, ninguno habría podido ganar en su momento–, la diferencia que les permitió llegar a lo más alto se fundamentó en buena medida en la adhesión de hombres blancos, de escolarización media y con ingresos medio-bajos que cambiaron de camiseta política. Esto resultó más claro en el caso del brasileño –algo natural dado su irrupción fulminante–, mientras que el estadounidense contó, de movida, con la base republicana tradicional.
Encuesta de Datafolha previa a las elecciones brasileñas de 2018. (Fuente: O Globo).
¿Y por casa cómo andamos?
Aunque el fenómeno de ningún modo se reduce a ellos, el foco debe ponerse en los sectores medios empobrecidos.
Resulta interesante en este sentido el Termómetro de la clase media de enero, elaborado por el Grupo de Opinión Pública y Trespuntozero (cualitativo en base a cuatro focus groups, alcance nacional, con cuestionario estructurado, online, con un error muestral de +/-2,3% y un nivel de confianza del 95%).
Fuente: Termómetro de la clase media - enero de 2021 (Grupo de Opinión Pública y Trespuntozero).
Dada su tradición antiperonista, no sorprende que, según el estudio, el 70,3% de la clase media-alta piense que la gestión de Fernández es mala o muy mala, pero es un dato que haga lo propio el 58% de la media-baja, que acompañó en buena medida ese proyecto en las urnas y que se vio tan golpeada como auxiliada en la pandemia. El trabajo registra un alejamiento de sectores que “hoy no encuentran argumentos para una afinidad oficialista”.
Algo más claro aparece cuando la pregunta apunta a los que creen que el país va en una dirección incorrecta: 70,1% y 63,7%, respectivamente.
De acuerdo con el estudio, en el total de la clase media, el 25,5% se siente identificado con el Frente de Todos, el 23,5% con Juntos por el Cambio, el 5,4% con Despertar –el emprendimiento de José Luis Espert – y un llamativo 33% con ningún partido o alianza. He ahí un electorado vacante para diferentes aventuras.
Fuente: Termómetro de la clase media - enero de 2021 (Grupo de Opinión Pública y Trespuntozero).
El propio Espert y los economistas que lo acompañan, así como macristas como Patricia Bullrich, entre otros, entienden que allí hay una cuerda a la espera de ser pulsada. De ahí que, cada uno con su libreto –apuntándole al establishment de sindicatos y políticos, al Estado que cobra impuestos o a la inseguridad en clave de manu militari–, pretendan convertirse en el Bolsonaro argentino. El programa, como en Brasil, es de un libre mercado predemocrático.
Bullrich y otro aspirante al sitial, el ministro de Seguridad bonaerense, Sergio Berni, dieron el fin de semana otra muestra de su puja por el favor de los uniformados, pero aún les cuesta dar el paso siguiente en busca de uno más amplio en una sociedad que, pese a todo, conserva algunos anticuerpos contra el autoritarismo.
Los intentos aún son embrionarios y no es para nada seguro que prosperen, pero, en el fondo, lo más relevante pasa por la existencia de una clientela disponible. Los liderazgos, se sabe, surgen y se construyen.
Si se trata de las crisis como terrenos fértiles, del empobrecimiento de sectores medios, de un racismo y una xenofobia latentes, de un clamor por la mano dura, de un sentimiento de desorden y de falta de rumbo nacional, la Argentina, que ya superó una década de estancamiento económico y hoy lucha contra la depresión pandémica y una pobreza superior al 40%, parece comprarse todos los números del sorteo. Este no tiene por qué realizarse mañana o pasado, pero amenaza con llegar.
Esto es así especialmente cuando el progresismo –ya de matriz peronista-kirchnerista, ya social-liberal– se entretiene con sus viejas reyertas, no atina a superar sus taras, no da respuesta a la necesidad –a esta altura hiriente– de generar un modelo de crecimiento que conviva con el propósito de redistribuir el ingreso, ignora problemáticas como la inseguridad y no se muestra capaz de ofrecer una épica de reconstrucción a una sociedad que se percibe en una decadencia sin fin.
Pareciera que el tiempo de reaccionar es este. Antes de que sea demasiado tarde.