Frutos del vivero cristinista del Senado como María Teresa García y Juliana Di Tullio, más la diputada Cecilia Moreau, quien metió en la bolsa también a Matías Kulfas, se sumaron esta semana al ministro bonaerense de Desarrollo de la Comunidad, Andrés Larroque, en una andanada que pasó, como un rayo, del cuestionamiento crudo a pedir la cabeza de Martín Guzmán. El último, obsesionado y que no aclara si habla a título personal, en nombre de La Cámpora o representando a Axel Kicillof, señaló que el Frente de Todos no puede ser "rehén" de alguien a quien “nadie votó". A esta altura, después de que el sábado Máximo Kirchner se incorporara al pelotón de fusilamiento, lo único que falta es que Cristina Fernández de Kirchner suelte, como una lágrima, una de sus temibles cartas públicas, que bien podría titularse "Él o yo". En otro contexto, más de uno se desgarraría las vestiduras hablando de "actos destituyentes". Ante ese estado de cosas, ¿por qué no se va el ministro de Economía? ¿Qué le pasa por la cabeza? ¿Qué motivos lo llevan a asimilar los golpes, sin responder y atrincherándose en una resistencia estoica que atiza la imagen robótica que le adjudican sus enemigos?
"No se trata de que sea un patriota, pero Martín siente que tiene un compromiso con el país y va a seguir en su cargo mientras el Presidente quiera", afirman en el Palacio de Hacienda. "Una aspiración electoral está totalmente fuera de su mapa", aclaran.
Si de respaldo presidencial se trata, los más suspicaces notan que Alberto Fernández lo avala, pero a través de la doctrina Paul Anka, a su manera: sin polemizar y ponderando los resultados de la política de su ministro –la suya propia–, pero sin llegar a ratificarlo con nombre y apellido. El default de liderazgo agrava los dramas del momento.
Guzmán resiste la andanada con su modo imperturbable, algo que irrita todavía más a los críticos. Quienes lo frecuentan ponderan sus cualidades intelectuales, pero se asombran –no necesariamente para bien– de su autocontrol. Conjeturan que descarga broncas trotando –su actividad física principal– o pateando pelotas y pegando raquetazos, dado que se entrega al fútbol con sus amigos en La Plata, al tenis y al pádel cada vez que la agenda se lo permite.
Los rasgos de carácter que más llaman la atención a quienes lo escrutan todo el tiempo son una seguridad rayana con la terquedad, una concentración en sus focos lindante con la obsesión y una hiperactividad difícil de seguir para quienes lo acompañan.
Guzmán no deja que nadie hable por él. La información que emana del Palacio de Hacienda se limita a sus instrucciones y sus subordinados solo se refieren a sus funciones específicas. Ocurre, sin embargo, que el disfuncional loteo horizontal que el Frente de Todos perpetró en los diferentes ministerios permite rebeldías como las del subsecretario de Energía Eléctrica, Federico Basualdo, un funcionario de tercer nivel que desafía en público políticas que, se supone, se definen más arriba. "La gestión va a continuar con los funcionarios que estén alineados; esa es la decisión del Presidente", dijo Guzmán en una de sus últimas apariciones públicas. Hoy, le reprocha a Fernández haberle hecho aseverar en público algo que el jefe de Estado no se decide a aplicar.
Amparado en la endeble protección que le da un paraguas político de esos que no aguantan ni una brisa, el ventarrón obliga a Guzmán a hacer garabatos en el cuaderno de la política. Un ejemplo de eso fue su anuncio –impreciso y de viabilidad cuestionable– de un impuesto a las ganancias inesperadas por el contexto bélico internacional, algo que no le sirvió para contener los ataques cristinistas. "Fue un globo de ensayo", lo interpretan, sin admitir la pinchadura de un proyecto que activó los reflejos del campo antinacional y antipopular y que todas las usinas oficiales, incluso las amigables, desdibujan varias veces por día.
Guzmán cree que el boicot de sus enemigos íntimos enturbia resultados económicos alentadores en materia de crecimiento e, incluso, de empleo, aunque este ya pida a gritos un ciclo fuerte de inversión para subir su techo. El planteo le sirve también para explicar el daño que el fuego amigo hace sobre expectativas que calientan la inflación, pelea que asume como central, pero que debe librar armado con un escarbadientes: el propio acuerdo con el FMI lo privará de usar las anclas cambiaria y tarifaria para calmar, aunque sea, el corto plazo.
Las falencias del mencionado paraguas político que lo cubre poco y mal explica otros de sus tropiezos. Guzmán es un ministro al que el Congreso ni siquiera le votó el Presupuesto de este año, hecho que anticipó las detonaciones actuales cuando el entonces jefe de la bancada oficialista Máximo Kirchner torpedeó el reenvío del proyecto a comisión con un discurso incendiario y fuera de contexto. Ahora se sabe: aquello fue sabotaje, no impericia.
Guzmán sabe que Cristina no es su única amenaza y anota en la misma columna a Sergio Massa. La pinza está: otra ley que el Congreso le mantuvo cajoneada fue la de hidrocarburos, su nueva obsesión. Después de haber renegociado la deuda y mientras hace lo que puede con la inflación, está entregado a poner en valor la reservas de petróleo y, sobre todo, de gas de Vaca Muerta. Guzmán está convencido de que esta última, la segunda del mundo en magnitud, es la clave para que la Argentina cambie su paradigma económico y supere problemas que parecen no tener solución.
Este año, el país ubérrimo en hidrocarburos no convencionales deberá hacer frente a una factura de 5.000 millones de dólares –el triple que el año pasado– para importar gas natural licuado (GNL), producto del alza de precios que provoca la guerra en Ucrania y, más en el fondo, del fracaso en materia de energía de los gobiernos de Cristina Kirchner, durante los cuales se perdió el autoabastecimiento. Eso, que agudiza hoy el problema fiscal y el de falta de divisas, podría cambiar en muy pocos años.
En primer lugar, gracias al avance del gasoducto Néstor Kirchner, que permitirá, por etapas, ir reduciendo importaciones hasta abrir el mercado brasileño a exportaciones estables y crecientes. Según le dijeron fuentes del sector a Letra P, con inversiones adecuadas, en un lustro la Argentina podría exportar 35.000 millones de dólares por año, casi dos complejos sojeros de la actualidad.
«La Argentina tiene una oportunidad enorme de cambiar su destino en un plazo que todos y todas –si hay salud– podremos vivir.»
A eso se suma la oportunidad de industrializar el insumo, convirtiéndolo en GNL, capaz de llegar por barco a destinos tan lejanos como la Europa que hoy busca con desesperación superar la dependencia de Rusia.
En función de lo que considera "una oportunidad histórica", Guzmán viajó en marzo a Houston para tejer lazos en el principal evento mundial de energía, momento en el que empezó a trabajar en un proyecto para eximir del cepo a las empresas que aporten inversiones en hidrocarburos, algo que –promete– anunciará "en los próximos días". Asimismo, esta semana dijo en una jornada organizada por el Instituto para el Desarrollo Empresarial de la Argentina (IDEA) que hay que salir a buscar inversiones por 10.000 millones de dólares, lo que permitiría exportar GNL por unos 15.000 millones hacia 2027.
Explotar urgentemente un recurso que el cambio de paradigma ambiental hará obsoleto en pocas décadas podría mover la actividad, hacer pagable la deuda y liquidar el drama de la escasez de divisas que impide financiar el desarrollo. Esta columna, que tantas veces encuentra motivos para el desánimo, esta vez resalta la oportunidad enorme que tiene la Argentina de cambiar su destino en un plazo que todos –si hay salud– podremos vivir.
A Guzmán se le pueden reprochar cosas y también reconocerle méritos, pero, aunque siga o se vaya, lo más importante que dejará es esa visión sobre el salvavidas energético que la naturaleza le vuelve a arrojar a la Argentina.
Por favor, que esa prioridad no se hunda silenciosamente en el pantano de la política brutal. No importa para eso que Guzmán cumpla su deseo de ser ministro hasta el final del mandato del presidente ambivalente.