Como todos los rituales, las elecciones y, más específicamente, sus análisis en caliente suponen rutinas cuyas bases, a pesar de resultar tantas veces erróneas, no se suelen discutir. Se tiende a hablar de "lo que dijo la gente" –como si el electorado fuera un cuerpo homogéneo–, del "mensaje de las urnas" –como si cada segmento social no enviara uno diferente– y del valor predictivo del resultado de cara al mediano plazo. Esto último es particularmente importante en los comicios de mitad de mandato, que se elevan a la categoría de oráculo sobre lo que puede ocurrir en la presidencial siguiente a pesar de que las cosas no siempre funcionan de ese modo. Dado el resultado de este domingo –una derrota algo más digna por la mejoría en la provincia de Buenos Aires, pero derrota al fin para el Frente de Todos–, ¿puede todavía el panperonismo aspirar a jugar un segundo tiempo a partir de 2023? A eso apuntó el discurso de la noche de este domingo del presidente, Alberto Fernández: hacer borrón y cuenta nueva, replantear los objetivos económicos y políticos y relanzar el Gobierno.
En ese sentido, hay que recordar que el kirchnerismo ganó en 2005 para repetir en la presidencial de 2007, pero que se impuso –y a lo grande– en 2011 a pesar de haber perdido en la provincia de Buenos Aires en 2009.
En tanto, la derrota de 2013 se prolongó en 2015, pero el éxito de la entonces alianza Cambiemos de 2017 no fue el preludio que se suponía de la reelección de Mauricio Macri. A no engañarse: el futuro está escrito en el agua.
Lo anterior es el primer consuelo de una noche triste para el oficialismo: su suerte en 2023 dependerá más de lo que logre hacer en el ejercicio del poder en los próximos dos años que de los vaticinios de una noche aciaga. Que sea de nuevo con Fernández o con otro candidato es harina de otro costal.
La derrota del 14N se vincula íntimamente con la marcha enclenque de la economía, primero por el arrastre dejado por el macrismo y, enseguida, por el impacto de la pandemia. Los errores no forzados del Presidente –la exagerada extensión del confinamiento y su impacto socioeconómico, por caso– y de sus ministros –la subestimación que hizo Martín Guzmán de la inflación de este año, lo que lo llevó a pisar los ajustes salariales y el consumo popular– se sumaron al fracaso del Frente de Todos para institucionalizar sus desacuerdos. El voto castigo fue proporcional a la decepción con un Gobierno que había venido a "poner de pie a la Argentina" y a aportar "dinero al bolsillo" de los trabajadores y las trabajadoras y no lo logró.
La sensación térmica vinculada con el rebote de la actividad tras el Gran Confinamiento no llegó a tiempo a la calle. Sin embargo, además de la estadística sobre el pobre poder predictivo de las elecciones de mitad de mandato, ese –el crecimiento de la economía– es el principal activo del panperonismo para ser mejor en los próximos dos años y encarar la pelea grande de 2023 con posibilidades.
Guzmán elevó al 9% su pronóstico de rebote para el año, lo que permitiría recuperar en un solo ejercicio prácticamente la totalidad del 9,9% perdido en el 2020 pandémico, algo que hasta hace pocos meses parecía imposible. Aquella proyección viene con unos cuantos bonus tracks: los indicadores de sectores clave, como la industria, ya mejoran la realidad vigente en 2019, el agro sigue ayudando con cotizaciones importantes en productos clave como la soja y el trigo y hasta el mero arrastre estadístico hace pensar que tanto el Fondo Monetario Internacional (FMI) como el consenso del mercado pecan de avaros cuando pronostican para el año que viene un crecimiento del 2,5% y del 2,3%, respectivamente. En ese sentido, el 4% incluido en el proyecto de Presupuesto enviado por el ministro al Congreso no parece desmesurado.
Los peros
Que el crecimiento –y el propio proyecto político oficial– no se manquen y se traduzcan en mejoras en el empleo y en las condiciones de vida entre la derrota del 14N y 2023 tiene, a su vez, condiciones.
La primera de ellas es que el Frente de Todos no se vuelva a embarcar, como después de las primarias, en la minería de miserias a cielo abierto y, mucho menos, que ponga en riesgo su unidad.
La segunda condición para que el Gobierno logre sacar la cabeza de las profundidades del agua es que la conducción económica de los próximos dos años logre hacer algo más eficaz contra una inflación que, más allá de los dibujos presupuestarios de Guzmán y el voluntarismo controlador de precios del cristinismo, no deja de volar a un ritmo del 50%. Cualquier pretensión de mejorar en serio una distribución del ingreso históricamente mala chocaría contra semejante número.
Tercero y de la mano de lo anterior, alguien debería avisarle al ministro de Economía que plantear en su Presupuesto una inflación para el año que viene del orden del 33% equivale a tropezar en la misma piedra con la que ya se estroló: cualquier política de ingresos –"conducción" de las paritarias privadas y actualización de los salarios en el Estado– compatible con ese número implicaría un riesgo elevado de volver atrasar los ingresos de la población –ya por quinto año consecutivo–, de ponerle freno de mano al principal motor de la economía –el consumo popular– y a comprometer el crecimiento futuro. Por otra parte, ¿qué ha cambiado para que esa calamidad rebelde se reduzca casi 20 puntos porcentuales de un año para el otro?
El cuarto requisito para que la derrota del 14N no selle el futuro de Todos es, a la vez, el puente que se angosta y en el que comienza también el campo minado de los dos próximos años: un acuerdo con el FMI. Eso, por encima de cualquier otra cosa es lo que anunció el presidente en su mensaje, algo que se verá reflejado en el envío al Congreso de un plan económico con metas plurianuales pactado con el organismo y validado por la Cristina Kirchner y Sergio Massa.
Los osados que plantean desde el propio oficialismo la posibilidad de defaultear esa deuda de 44.000 millones de dólares contraída por el macrismo para que pague toda la argentinidad por muchos años parecen ignorar que el Fondo es un organismo que tiene como accionistas a todos los países del mundo. Así, colgar esos compromisos implicaría un divorcio sin ventaja alguna respecto de toda la comunidad internacional y, entre otras consecuencias, deterioraría gravemente la confianza en la capacidad del Gobierno para mantener la gobernabilidad, desquiciaría el mercado cambiario y privaría al país de recibir crédito de todos los organismos multilaterales, desde el Banco Mundial (BM) al Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y la Corporación Andina de Fomento (CAF). Un desastre.
Además, una falta de acuerdo gatillaría una reacción fatal del mercado que llevaría al país a defaultear la deuda arreglada con esfuerzo con los acreedores privados tanto por la Nación como por varias provincias.
Con todo, con el Fondo hay más para perder que para ganar: la mayor ventaja, como se dijo, es esquivar los efectos adversos de una ruptura. Lo demás es discutible.
Una refinanciación de esa deuda tendría como contrapartida compromisos por parte del país, medibles en un sendero de reducción del déficit fiscal –título grande que puede traer letra chica desagradable en materia jubilatoria, por ejemplo–, en un cierre de la brecha entre los dólares libres y el oficial y en pautas de financiamiento del Banco Central al Tesoro que limitarían la posibilidad de gastar. He ahí el resumen de las dificultades por venir y de las reyertas que deberá dirimir, se espera que más discretamente, el Frente de Todos.
"Los peronistas son como los gatos: cuando parece que se están peleando, en realidad se están reproduciendo", definió alguna vez Juan Perón. Si él lo dijo, así debe ser. Al menos cabría pedirles desde este lunes que cierren la ventana.