Alberto Fernández y Martín Guzmán han prometido largamente que los salarios le ganarían este año a la inflación. No costaba creerles, ya que la convivencia social y la necesidad de que el consumo pusiera en marcha la producción demandaban ponerle fin a un deterioro de tres años, lo mismo que una estrategia estándar en un año electoral. Sin embargo, haber subestimado la disparada inflacionaria pone en peligro aquel objetivo y obliga al Gobierno a promover de apuro reaperturas de paritarias. El malhumor empresarial parece un mal menor en la coyuntura: el problema real para el Presidente y el ministro de Economía es que la corrección del rumbo podría resultar en un paliativo insuficiente y que muchos trabajadores y muchas trabajadoras volverían a perder, por cuarto año en fila, la carrera con los precios.
En los últimos días, se promocionó que el Gobierno ha validado los incrementos del 43% y el 45% logrados, respectivamente, por bancarios y camioneros, algo descripto como un abandono del tope del 30 al 32% sostenido hasta hace poco. La nueva política se traduce en un respaldo oficial a la reapertura de las negociaciones cerradas en torno a estos últimos números, algo que genera sentimientos encontrados en cámaras empresariales que ven alteradas sus proyecciones anuales de costos, pero que, a la vez, entienden que sin consumo no hay paraíso. ¿Qué explica el cambio de estrategia?
Un informe reciente de la consultora Ecolatina ilustró con números el brete oficial: a pesar del cierre de numerosas negociaciones salariales, el consumo privado sigue 6% por debajo del nivel prepandemia. Influyen en ello, por abajo, el resultado magro de esos diálogos y, por arriba, la demora en la recuperación del empleo, lo que constituye una Doble Nelson contra la masa de dinero que se vuelca al consumo.
"La recuperación de la masa salarial todavía no es total: se encuentra 9% por debajo de 2019. Con los números del mercado de trabajo del primer trimestre, se verifica que en un año se perdieron casi 500.000 empleos, a la vez que el salario real de los trabajadores registrados está 8% por debajo del arranque de 2020", indicó el trabajo.
Ese panorama completa la foto grande de un deterioro que, posiblemente, complete en 2021 el cuarto año de retroceso de los ingresos. De acuerdo con otro informe, en este caso del Instituto Argentino de Análisis Fiscal (IARAF), "si se toman como referencia a los salarios de marzo de 2018, se aprecia que tres años después su valor real se redujo un 15,6% para el sector privado registrado, 20,7% para el sector público y 25,9% para el sector privado no registrado". ¿Se viene el cuarto? Probablemente.
Más allá del empuje del Gobierno, cabe esperar que solo los sindicatos con gran poder de fuego –además de camioneros y bancarios, los aceiteros, los mercantiles y alguno más– logren completar aumentos anuales que puedan hacerle frente a una inflación que apunta, como mínimo, al 45%. Los que pertenecen a categorías productivas que siguen en crisis o que recién comienzan a salir de ella, los gremios medianos y pequeños y, sobre todo, el 45% de la fuerza laboral que sobrevive en la informalidad enfrentarán un futuro difícil.
Además del hecho de que, en un régimen de alta inflación, los ingresos a la larga pierden con los precios, en lo inmediato la madre del borrego es un error de cálculo que muchos le facturarán a Guzmán si el Frente de Todos se complica en las urnas: la subestimación de la inflación.
El Gobierno se cebó con la reducción del índice del año pasado –36,1%– e incluyó en el Presupuesto de este año una continuidad de esa tendencia: 29%. Fue algo difícil de entender, ya que resultaba esperable que el final del Gran Confinamiento devolviera al país a la velocidad crucero de un avance de los precios de entre el 45 y el 50% que Mauricio Macri había dejado en herencia.
Con todo, Guzmán trabajó para reducir la inflación. Atendiendo las causas "ortodoxas" del fenómeno, realizó en los primeros cinco meses un fuerte ajuste, con menor gasto real en jubilaciones y salarios del sector público y con mayor recaudación en base a las retenciones de la supersoja y a la contribución extraordinaria a las grandes fortunas. Así, cerró el período con un déficit primario –antes del pago de deudas– de apenas 0,5% del producto bruto interno (PBI), un colchón mullido para enfrentar el mayor gasto preelectoral. De la mano de ese ahorro, la emisión monetaria distó de la descontrolada del peor momento de la pandemia en 2020, cuando el Gobierno debió financiar el sostenimiento de familias y empresas ante la paralización de la actividad.
Para abordar las causas "heterodoxas" de la inflación, el jefe del Palacio de Hacienda acudió a los recursos conocidos de atrasar el tipo de cambio oficial y, no sin ruidos internos en el Frente de Todos, terminó por aceptar una actualización de tarifas muy por debajo de la inflación.
Así y todo, los precios se desmadraron, sin que alcance la explicación oficial del impacto de los precios internacionales de la carne y los granos. Además de eso, Argentina sufre una inercia brutal que hace inexplicable que el Gobierno nunca haya cumplido con su promesa de la campaña de 2019 de activar de verdad un Consejo Económico y Social que, más que un ámbito para gestionar la puja distributiva, ha derivado en un estéril foro de debate. En esas condiciones, la política de ingresos nunca se adecuó a lo que pasaba en las góndolas de los supermercados.
El cambio de postura oficial en torno a los paritarias será parcial y, acaso, no llegue a tiempo para que un cambio de humor se exprese en votos. Zafarán los trabajadores y las trabajadoras que gozan de mejores ubicaciones en la escala salarial, categoría que también recibirá el alivio de la reducción del impuesto a las Ganancias. La franja más desfavorecida, que votó al Frente de Todos hace casi dos años por la "promesa del asado", se quedará atrás. Un fatal error de cálculo obligará al Gobierno simplemente a pedirle un voto de confianza.