Cavilar sobre el mundo pospandemia es la nueva jactancia de los intelectuales en las horas perdidas de la cuarentena. Las miradas a veces se ceban y acercan demasiado tendencias que apenas se otean, pero el histeriqueo de un virus que amaga con llevarse puesto todo, que enferma y mata, luego se retrae y más tarde emprende la gira de despedida de Los Chalchaleros invita a recalcular. ¿Qué mundo cabe esperar en los próximos dos o tres años, el cultivo en el que prosperará o languidecerá el proyecto de poder de Alberto Fernández?
Los razonamientos trazan dos escenarios: uno, en el que el SARS-CoV-2 pasa al stock de los virus derrotados por el ser humano y la economía internacional toma altura rápidamente desde simas no visitadas desde la Gran Depresión; otro, de aperturas y confinamientos sucesivos, un irritante stop and go que solo permite a la producción y el comercio globales volar a la altura de las gallinas. En la jerga de los economistas, la salida de la pandemia será en V –rápida– o en U –más morosa–.
El año está jugado para el país. El deterioro de las proyecciones se refleja cada mes en el Relevamiento de Expectativas de Mercado (REM) que elabora el Banco Central en base a pronósticos privados. Según la última edición, realizada con los oráculos recabados en mayo, el producto bruto interno (PBI) caería 9,3%, 2,5 puntos más que lo esperado apenas un mes antes. Todo indica que 2020 se mirará en el espejo roto de 2002: -10%, 40%, 50%, es decir caída de actividad, inflación y pobreza, respectivamente. No habrá proyecto de poder posible para Fernández si no ofrece a los argentinos una veloz fuga hacia adelante.
Después de 2002 llegó 2003 y después de Eduardo Duhalde, Néstor Kirchner, con Fernández como jefe de Gabinete. ¿Es posible que en 2021 se produzca una salida tan vertical como aquella, la que consolidó la identidad K?
El REM prevé un rebote que solo llevaría recobrar dos tercios de la riqueza que se perdería este año: 4,6% en 2021 y 2,1% en 2022. Los analistas más audaces, en tanto, mencionan la naturaleza procíclica de la economía argentina y apuestan a una V que permitiría desandar en los dos próximos años todo el camino al abismo. Que rija un escenario u otro hace una gran diferencia al imaginar de qué humor irán los argentinos a las urnas para elegir presidente en octubre de 2023, entre otros factores desde ya.
Si 2020 se parecerá a 2002, algunos hechos hacen pensar que 2021 no será como 2003. Entonces la crisis era toda nuestra, mientras que la de hoy en endógena y también global. Era, además, financiera, en tanto que la actual es hija de una disrupción generalizada. Por último, la pandemia apura cambios tectónicos en lo productivo y en lo comercial.
China fue la zona cero del virus SARS-CoV-2. Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), este año crecería un magro 1,2%, un número muy malo pero que tendría el mérito de ser el único azul entre las grandes economías. En tanto, en 2021 lo haría un 9,2%. Fantástico, si no fuera porque atisbos de una segunda ola de COVID-19 dejan ese pronóstico entre paréntesis.
Fuente: Fondo Monetario Internacional.
Formadora de los precios de los productos de exportación más importantes del país, los del complejo sojero, China y su futuro son fundamentales para la Argentina. Además de las dudas sobre el curso que la pandemia seguirá allí, la crisis actual pone en evidencia su talón de Aquiles. En tanto eje excluyente de las cadenas globales de valor –que se forman a partir de la integración de insumos y productos que se extraen y elaboran en diferentes países y etapas–, crece la tentación de Estados Unidos y otras potencias de reducir esa dependencia relocalizando aspectos centrales de las mismas. Si China frena, como ocurrió este año, se frena la economía internacional y nadie quiere que eso se repita.
Ese argumento da combustible a dirigentes como Donald Trump, impulsores de una reorganización de las cadenas globales de acuerdo con objetivos nacionales. La idea, que comienza a tener correlatos en Europa, se hará más atractiva en la medida en que sea necesario reducir tasas de desempleo que se han disparado. Desde ya que esa mudanza no se producirá de la noche a la mañana, pero, si se consolidara como tendencia, reforzaría las tendencias proteccionistas y entorpecería cualquier estrategia exportadora para países como Argentina.
Donald Trump y Xi Jinping, presidentes de Estados Unidos y China.
Un partido clave al respecto se jugará en noviembre, cuando los estadounidenses elijan entre el Trump conocido y el Joseph Biden por conocer. En medio de los casi 120 mil muertos por una pandemia mal manejada, sus provocaciones a una sociedad harta de racismo y un desempleo que saltó del 3,5% al 13,3% entre febrero y la actualidad, las encuestas muestran al republicano perdiendo dos a cero. Sin embargo, el segundo tiempo se jugará en los términos que surjan del impredecible mix entre una economía que se normaliza y un virus que se reactiva en varios estados. El mercado financiero apuesta a un rebote veloz, pero el titular de la Reserva Federal, Jerome Powell, para la pelota y avisa que hará falta volcar varios cientos de miles de millones de dólares más para hacerle RCP a la economía.
Para mejorar sus chances de inserción en cadenas globales de valor en posible mutación, una Argentina de escaso volumen necesitaría reflotar su alianza con Brasil, socio comercial privilegiado y destino principal de sus exportaciones industriales. El problema es que la “estrategia” de Jair Bolsonaro de privilegiar la economía por sobre la salud resultó tan ruinosa en términos de vidas –se perdieron ya más de 50 mil– como de producción: la actividad se desplomó un 15% interanual en abril, pero la pandemia no tocó piso ese mes y sigue causando estragos. Para peor, el vecino se dirige a una crisis institucional tal que pone en duda la propia supervivencia de su democracia.
Con un comercio mundial que puede seguir aletargado, el temor a una segunda ola de contagios en China y Estados Unidos y un Brasil que en vez de ir “hacia Venezuela” va hacia Guatepeor, la incertidumbre es extrema.
En el mundo hostil que viene habría, al menos, una ventaja para el país: la persistencia de tasas de interés bajas.
Después de domesticar una macroeconomía inefable, el desafío excluyente para la Argentina de los próximos años es un despegue exportador, pero, como se dijo, en el corto y mediano plazo solo cabe apostar a las ventas de siempre, los alimentos.
Hay un consuelo: esos productos son menos elásticos que los commodities minerales y energéticos a los ciclos internacionales y sostienen mejor su demanda y precios. Sin embargo, el mantenimiento de statu quo augura que la disponibilidad de dólares seguiría siendo limitada y, con ello, que los controles cambiarios tenderían a persistir, aunque es de esperar que del modo menos destructivo posible para la economía.
Un default duradero dejaría a un Gobierno todavía joven sin herramientas para intentar un despegue económico.
En el mundo entre incierto y hostil que viene habría, por lo menos, una ventaja clara: la persistencia de tasas de interés bajas, producto de la necesidad que seguirán teniendo los países centrales de volcar más y más fondos para sostener sus economías. Para que la Argentina pueda aprovecharla, deberá ordenar la casa y resolver su cesación de pagos. De esto depende que pueda recuperar en los próximos dos años lo que se perderá en este 2020 malhadado.
En medio de los ruidos recientes, podría pensarse que a Fernández le convendría firmar lo último que los bonistas estén dispuestos a aceptar, de modo de que el Estado, las provincias y las empresas recuperen el crédito antes de, digamos, un año. Si así no lo hiciere, el camino se angostaría para un proyecto que, justamente, hizo de ese trámite su base excluyente. Fue también la necesidad de resolver el drama de la deuda, el gran condicionante de la etapa, lo que en parte decidió a Cristina a darle a Alberto Fernández la 10 de Diego.
Diego Maradona y Alberto Fernández.
Es cierto que la Argentina vive –por darle un nombre a su día a día– sin crédito y que un default duradero simplemente extendería ese estado de cosas. No sería la muerte, pero dejaría a un Gobierno todavía joven sin herramientas para intentar un despegue económico y la consolidación de su proyecto de poder. Lo acecharía, además, una posible tormenta económica perfecta. Sin un acuerdo, lo insustentable ya no sería la deuda sino un proyecto superador de país.
Antes de 2023 viene 2021, con las elecciones intermedias, pero no hay que sobreestimar el calendario. Cristina perdió en 2009, pero arrasó en 2011; Mauricio Macri ganó en 2017, chocó la calesita en 2018 y se fue a su casa en 2019. Para Fernández se trata, justamente, de que la calesita siga girando en 2023.
Expresidente Mauricio Macri. (Foto: Big Bang News).
Conseguir eso implicaría la amarga proeza de restaurar las variables económicas y sociales de diciembre de 2019, de por sí malas, pero acaso suficientes, entre otros factores que el futuro irá revelando, para aspirar a permanecer, hacerse dueño del peronismo y ser más eje y menos articulador de las facciones que lo rodean. Así, cuatro años después de lo esperado, acaso pueda poner en marcha de una vez la aventura de su vida.