Más allá de sus objetivos económicos y financieros, el anuncio sobre la intervención y expropiación de la firma Vicentin también tuvo para el Gobierno una lógica política: reafirmar su iniciativa en un momento en el que las preocupaciones económicas se filtran por los intersticios del objetivo de cuidar la salud pública y, a la vez, consolidar la imagen de Alberto Fernández como un presidente protector de una sociedad indefensa, que no termina de salir de una crisis antes de caer de bruces en una nueva.
La enredada trama en torno a la cerealera –en la que intervienen factores políticos nacionales y de pago chico, así como los intereses de gigantes globales que tienen su gran expertise en el aceite–, hace imprevisible su desenlace. Sin embargo, vale la lectura política cuando comienza la transición entre la agenda de la pandemia y la de la economía problemática que viene, que implicará un barajar y dar de nuevo: para el Gobierno, prácticamente asumir de nuevo, con los costos de un semestre durísimo a sus espaldas; para la oposición, dirimir, si le es posible, sus reyertas y buscar su lugar bajo un sol que no se sabe si calentará más a los halcones o a las palomas.
En ese contexto, Fernández constata una primera paradoja. Acaso sin ser lo que fue en el momento de mayor temor social al COVID-19, su popularidad sigue siendo muy alta, superior al 70%. Sin embargo, sabe que en ello hay mucho de espuma y que cuando pase la cruzada nacional por la salud sus guarismos volverán a ser terrenales, en el mejor caso similares a los que lo llevaron al gobierno. De la mano de eso, reedita el desafío de construir una base de poder propia, que se asocie a las que aportan Cristina Kirchner, sobre todo, además del peronismo del interior y del massismo, pero sin simplemente depender de estas.
Hay, además, una segunda paradoja para el Presidente. Si lo que hizo volar su imagen fue la impronta paternal que le dio al combate contra el nuevo coronavirus, ¿cómo prolongar esa luna de miel cuando la agenda vira aceleradamente del temor a la enfermedad hacia la constatación del daño que esta dejará en el tejido económico y social?
Si se la considera bien, la ofensiva oficial en torno a Vicentin se corta sobre el mismo molde protector: Fernández eligió realizar personalmente el anuncio a pesar de los riesgos que eso conllevaba y lo fundamentó en la necesidad de cuidar a los trabajadores y a los cooperativistas que recibieron solo papelitos y no dinero de Vicentin y, algo más vaporoso, en la “seguridad alimentaria” del país cuando intereses extranjeros parecían cernirse sobre la cerealera en proceso de desguace.
La movida, sin embargo, tropezó con diferentes realidades, desde las manifestaciones en Avellaneda y Reconquista (Santa Fe) a favor de una empresa vidriosa que no se sabe si existe o ya es un fantasma, la crítica de un sector importante de la prensa y hasta cacerolazos en balcones capitalinos que piensan en Venezuela cada vez que se acuerdan de las arepas.
Dichas reacciones fueron muy ponderadas en los análisis, incluso en el de la Casa Rosada, que además debió prestar atención a sus errores legales de implementación de la intervención. Sin embargo, la pueblada santafesina se alimenta tanto de una desconfianza irremontable hacia el peronismo de ciertos sectores vinculados a la ruralidad del centro de la Argentina como de los lazos comunitarios y comerciales tejidos durante décadas por Vicentin en la zona, lo que impide nacionalizar su lectura. Por repetida, la diatriba sobre los medios ya resulta cansadora. Y la perpetua rebelión de los balcones – impulsada en las redes por reductos subterráneos y alentada por figuras nacionales– se vincula con la grieta, con ese cuarto de la argentinidad, sobre todo pero no solamente metropolitana, que es recalcitrantemente antiperonista y que verá en cada acción del Gobierno una amenaza a sus valores. Si las cacerolas suenan por los salarios de los legisladores y ministros, por las excarcelaciones de presos en el marco de la pandemia, por la falta de servicio de justicia, por el encierro forzado, por la “infectadura” y por la expropiación de una cerealera de la que muchos ni habían oído hablar, el análisis es más freudiano que político: el objeto de deseo es lábil, variable, y si algo tiene de permanente es, simplemente, la voluntad de cacerolear.
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El país pospandemia será tanto o más frágil que el actual, el que no tiene defensas frente al nuevo SARS-CoV-2. La recesión, la inflación y la pobreza serán propias del 2002 fatídico –¿10%, 40%, 50%?– y una salida ordenada no es un horizonte que pueda darse por descontado. Los argentinos seguirán necesitando un padre protector y allí estará Alberto Fernández, calculan.
Sin embargo, una cosa es proteger la salud a través de un confinamiento y otra es proveer el día a día a través de subsidios directos que parecen cada vez más insostenibles. ¿O es otra cosa lo que explica que se estudie la racionalización de siglas como IFE y ATP? ¿Es algo más, acaso, lo que lleva a tolerar hoy un nivel de contagios y hasta muertes superior al que, casi tres meses atrás, justificó un encierro masivo?
El Presidente protector pisa terreno incierto.