Cómodamente sentados en las dos márgenes del río, los cultores de la disputa ideológica se arrojan las piedras de sus respectivos fracasos. Lo concreto es que unos y otros, distributivistas a ultranza y liberales dogmáticos, logran, alternativamente, establecer una cabecera de playa en territorio rival y gobernar el país sin dar nunca solución a una tendencia de largo plazo a la producción en serie de rezagos sociales. El grito de la garganta de Ramona Medina ante las canillas secas del barrio 31 se hizo más poderoso desde su muerte por COVID-19.
El producto bruto interno (PBI) viene de caídas de 2,5 y 2,2% en 2018 y 2019, que revirtieron con creces el repunte de 2017, posterior a un 2016 también recesivo. Antes de Mauricio Macri, el segundo mandato de Cristina Kirchner fue un serrucho permanente en torno a cero. En tanto, la pandemia condenará a Alberto Fernández a padecer en su primer año un derrumbe digno de 2002. La grieta arde, pero solo eterniza el drama de fondo.
Crecimiento del PBI nacional entre 2005 y 2015. (Fuente: INDEC).
La abstracción del PBI cae pesadamente sobre los más humildes como una inmoralidad filosa. Según un informe de la consultora CERX en base a datos oficiales, más de 15 millones de argentinos no tienen cloacas, 7,5 millones malviven sin saneamiento, 1,5 millones deben buscar agua potable fuera de sus casas y 3,6 millones están asentados cerca de basurales.
El dilema del desarrollo no es solo de orden económico y su solución no depende del alumbramiento de un plan brillante. La salida es política y se vincula a la generación de una alianza social que respalde una inserción ventajosa en la división internacional del trabajo, que entienda que un país de 45 millones de habitantes no puede prescindir de un modelo industrial, pero que, a la vez, este debe ser viable.
El propio Juan Domingo Perón ensayó el viraje al desarrollismo cuando el crecimiento basado en distribución intensa y gasto público se agotó hacia fines de la década del 40 y los términos de intercambio del país se deterioraron tras la bonanza de la segunda posguerra. Una serie de sequías empeoraron el panorama, el déficit fiscal y la inflación escalaron y el Segundo Plan Quinquenal invirtió los términos del modelo clásico: congeló la puja distributiva, buscó estimular las exportaciones agrícolas en lugar de usarlas como herramienta de financiamiento de políticas distributivas y apostó a la inversión externa para impulsar la industrialización pesada. Con todo, fue el modelo de los “años felices” el que consolidó al peronismo en la memoria popular, limitando su evolución.
El historiador Juan Carlos Torre trató largamente las insuficiencias de la alianza social peronista, la que, a diferencia de lo planeado por el fundador del movimiento, se quedó corta en términos de apoyo empresarial y de sectores medios y excesivamente dependiente del factor sindical. Ese condicionamiento y la grieta social que reconfiguró incidieron en el colapso de ese plan desarrollista y del propio peronismo por los 18 años que siguieron al golpe de 1955.
Más tarde, Arturo Frondizi desde 1958 y la dictadura militar que lo reemplazó en 1962 intentaron sostener el rumbo, pero, con el peronismo proscripto, no hubo alianza social suficiente, la puja distributiva persistió y se fue consolidando una deriva hacia políticas de ajuste y mano cada vez más dura.
El contexto de soja cara y crecimiento a tasas chinas se agotó hacia 2011, cuando Cristina Kirchner obtuvo su reelección. Así, el peronismo recreó su dilema de 1952.
Décadas después, el peronismo tropezó con la misma piedra. Tras el interregno de Eduardo Duhalde, a Néstor Kirchner le tocó lidiar con la catástrofe social que había dejado la crisis de 2001 y la mejora de los términos de intercambio le permitió financiar otra vez una imprescindible distribución progresiva del ingreso.
Sin embargo, el contexto de soja cara y crecimiento a tasas chinas se agotó hacia 2011, cuando Cristina Kirchner obtuvo su reelección con el 54% de los votos. Así, el peronismo recreó su dilema de 1952: la economía se estancó, la inflación y el déficit fiscal crecieron, el saldo comercial se deterioró, las divisas se hicieron escasas y el cepo se instaló. Aunque este se hizo cada vez más duro, no evitó a la postre una devaluación en 2014.
Fue así que entre fines de 2011 y comienzos de 2012 la entonces presidenta habló de “sintonía fina”, de reorientar subsidios, de descongelar las tarifas de servicios públicos y de su deseo de “seguir siendo compañera y no cómplice” de los sindicalistas que castigaban con paros a los usuarios de servicios esenciales. Además, llamó a empresarios y trabajadores a un acuerdo para el crecimiento y, más relevante, mencionó la palabra “maldita”, la que anuncia la abolición de la puja distributiva: productividad.
Más allá de las diferencias históricas, acaso su “momento desarrollista” haya chocado contra el mismo témpano que el de Perón: la grieta y la imposibilidad de anudar un acuerdo social a la altura de las necesidades, más cuando ya estaba enfrentada con el sindicalismo moyanista. O tal vez solo haya buscado evitar el estallido del modelo distributivo, sin pretender avanzar hacia uno nuevo. Lo cierto es que esas intenciones quedaron en amagues y el cristinismo llegó a 2015 con una economía estancada y maniatada, un INDEC afiliado a la literatura fantástica latinoamericana y un agotamiento político que derivó en un nuevo viaje del péndulo hacia la derecha.
Alberto Fernández busca reflotar su propuesta de diálogo social. Ubicado en el centro ideológico del Frente de Todos y confiado en que Cristina Kirchner lo ayude a mantener a raya a los cultores del keynesianismo utópico, restaura la idea de una alianza social amplia, apta para inaugurar un nuevo ciclo político y económico
La pandemia tomó por asalto el primer año de Alberto Fernández y la necesidad económica y política lo lleva a dar señales de la pospandemia. Así, se apura en arreglar el problema de la deuda, imagina esa salida como un punto de partida para un ciclo de inversión y crecimiento, promete a los empresarios que las restricciones al acceso a divisas para importar insumos serán pasajeras y cavila sobre el modo de lidiar con la expansión fiscal y monetaria que impuso la cuarentena.
En paralelo, reflota su propuesta de diálogo social. Ubicado en el centro ideológico del Frente de Todos y confiado en que Cristina Kirchner lo ayude a mantener a raya a los cultores del keynesianismo utópico, restaura la idea de una alianza social amplia, apta para inaugurar un nuevo ciclo político y económico.
Alberto Fernández recibió la semana pasada a un grupo de empresarios en la Quinta de Olivos.
Si lo consiguiera, la ideología no desaparecería, sino que reaparecería en el marco de la discusión de la meta colectiva del desarrollo. En tal caso, por llamarlos de algún modo, el progresismo propondría toda la redistribución posible que no ahogue la inversión y el crecimiento y el conservadurismo presionaría por la mayor tasa de retribución del capital que no dé por tierra con los equilibrios sociales mínimos que sostengan el pacto.
La situación en la que Fernández recibió el país era muy mala y el COVID-19 la empeoró. Si, cuando deje de atajar penales y comience de verdad su gestión, primaran los tropiezos, quedaría fijado en su rol inicial de ceo de un directorio compuesto por los liderazgos variopintos del Frente de Todos. Por el contrario, si sus aciertos fueran más, su vocación de mutar esa posición en un liderazgo sobre el panperonismo ganaría terreno.
En el segundo caso, tal vez la palabra ausente, la que empieza con D, aparezca con mayor frecuencia en su discurso. Si así fuera, ¿tendría éxito en lo que el propio Perón intentó y no pudo lograr? La figura del general no tiene paralelos posibles en el movimiento, pero tantas décadas de frustración y la pandemia de estos días, al menos, sirvieron para dejar más claro el diagnóstico: el reto es el desarrollo.