AMÉRICA PARTIDA

Juncal y Uruguay, la batalla local de la Grieta Grande

La polarización crece en la región y se hace crónica. "Brasil o comunismo", dijo Bolsonaro. El problema de ver al adversario como enemigo.

La batahola política que generó la actualidad judicial de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner y la tensión del último fin de semana en los alrededores de su casa de la Recoleta, en la esquina de Juncal y Uruguay, no es una excepción local, sino una muestra doméstica de un fenómeno continental que, incluso, encuentra ramificaciones mundiales: la construcción política y la identificación partidaria hacia un proyecto de país a partir de la polarización extrema con fuerzas opositoras que, por momentos, encuentra mecanismos de discusión institucionalizados pero, a veces, los supera y se manifiesta en la calle a través de la violencia. 

 

“Son ellos o nosotros”, tuiteó el diputado Ricardo López Murphy cuando la tensión aún sobrevolaba la Ciudad de Buenos Aires. Del otro lado de la valla, el kirchnerismo dividía entre “Cristina” y “el quilombo que se va a armar”, en caso de que sea condenada a 12 años de prisión e inhabilitación perpetua para ocupar cargos públicos por la causa Vialidad. Días antes, en Brasil, en plena campaña electoral para las elecciones presidenciales de octubre, Bolsonaro aseguraba que una parte de la sociedad quiere “un futuro verde y amarillo” que represente la “identidad” de los “brasileños” contra quienes “quieren rojo, con división, corrupción y autoritarismo”. La escenificación hardcore de la polarización, que convierte al rival político en un adversario a quien ya no hay que respetar sino derrotar a cualquier precio, corre los límites de lo permitido y del juego político a márgenes que ya se creían superados.

 

El presidente brasilero es la máxima expresión de este fenómeno que se extiende por la región. “Vamos a fusilar a todos los petistas de Acre”, dijo en su primera campaña presidencial mientras imitaba disparar un rifle con un trípode de una cámara de fotos. Cuatro años después, en junio de este año, el agente penitenciario Jorge José da Rocha Guaranho asesinó a tiros al militante del Partido de los Trabajadores (PT) Marcelo Arruda al grito de “Bolsonaro presidente”. “No tengo nada que ver”, dijo el mandatario días después. De forma directa no, claro, pero sí de manera indirecta tras haber extendido los márgenes de lo legal y de la discusión política. Durante estos meses de campaña, su principal rival, Lula da Silva, apareció en público con chaleco antibalas y uno de sus actos fue atacado con explosivos caseros. Mientras tanto, el jefe de Estado se desliga de responsabilidades a pesar de esgrimir un discurso violento, machista y misógino que amenaza con desconocer los resultados electorales. Si el PT no es un rival, sino un enemigo, ¿por qué reconocer una eventual derrota?  

 

El paraíso liberal de la estabilidad de Chile también exhibe sus pasiones. El estallido de 2019 rompió la alternancia tradicional entre derecha y centroizquierda y colocó, en la última segunda vuelta, de un lado a José Antonio Kast, un defensor de la dictadura de Augusto Pinochet; y del otro al actual mandatario, Gabriel Boric, el jefe de Estado más progresista desde el golpe de Estado perpetrado contra Salvador Allende en 1973.

 

El proceso constituyente que se lleva a cabo, que este domingo someterá a un plebiscito a la nueva Constitución, es otra muestra. Ante los nuevos derechos conquistados por la Convención Constituyente, algunos sectores desechan la propuesta porque, sin mayores fundamentos que la propia imaginación, sostienen que la misma acaba con la “propiedad privada”, le abre las puertas al comunismo y busca destruir a la “familia”. Mientras tanto, Kast afirma que el país está en “guerra” con las organizaciones mapuches del Sur. En una guerra no se discute, se mata. 

 

Si de guerra se habla, Colombia es el caso más emblemático y otro ejemplo de la polarización que crece. Al igual que en Chile, su modelo económico entró en crisis por la fuerte desigualdad que creó durante las últimas décadas y a la última segunda vuelta llegaron candidatos por fuera de los partidos tradicionales: desde la izquierda, el actual mandatario, Gustavo Petro, y desde los márgenes de la política, Rodolfo Hernández.

 

Durante su campaña, el ahora jefe de Estado también vistió chaleco antibalas y su compañera de fórmula, Francia Márquez, fue retirada de emergencia de un escenario luego de ser apuntada por un láser. A este escenario se le suma el accionar de grupos armados irregulares y narcotraficantes, lo que contribuye más aun a la violencia como mecanismo de resolución de conflictos.

 

El caso más extremo es, hasta el momento, el golpe de Estado perpetrado contra Evo Morales en Bolivia. En aquellas jornadas de octubre, este portal relató cómo algunos sectores opositores al Movimiento Al Socialismo (MAS) aprovecharon la convulsión para atacar locales partidarios y a distintas figuras del partido junto a la quema de sus insignias. En aquellos meses, hubo un intento de borrar las huellas evistas de la historia local a través de distintos mecanismos: la violencia, la propagación de mentiras y engaños o la proscripción política.

 

Por estos meses, al igual que el oficialismo argentino, la tropa del actual presidente, Luis Arce Catacora, se movilizó en todo el país para denunciar un nuevo intento de desestabilización por parte de los mismos sectores que hace tres años ingresaron al Palacio Quemado con las botas puestas y una Biblia en la mano. 

 

Antes de competir por el sillón de la Casa Blanca, el presidente Joe Biden reconoció que lo movía el temor a la polarización y la violencia emprendida por su antecesor inmediato, Donald Trump, quien aún hoy denuncia un inexistente fraude electoral en su contra.

 

Fernando Cerimedo, asesor de Javier Milei acusado de conspirar contra el gobierno de Lula da Silva.
Carolina Cosse y Yamandú Orsi, una izquierda moderada para gobernar Uruguay.

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