Si no es un Brasil en tránsito traumático de izquierda a derecha, es la Venezuela chavista. Y, si no, el Ecuador del presidente de nombre bolchevique y praxis conservadora. Ahora le toca a Chile, acaso la víctima menos esperada de la tendencia. Poco a poco, país por país, Sudamérica parece caer en el efecto dominó de la crisis social, cuyo molde no parece ajeno a ninguno de ellos: nostalgia de los buenos y viejos años del auge de los precios de las materias primas, ajuste de un gasto público que se hace insostenible en tiempos de menor crecimiento, expectativas frustradas y estallido. Mientras, la Argentina dirime sus pujas de poder y sus carencias profundas en las urnas. Que los creyentes agradezcan.
Por tercer día consecutivo, miles de chilenos, con epicentro en el área metropolitana pero derramando ya su acción a otras regiones, desafiaron la militarización de las calles, el estado de excepción y hasta el toque de queda nocturno para manifestarse, en muchos casos con extrema violencia, contra un estado de cosas que, a falta de voceros, resulta difícil de definir. Destrucción de propiedad pública y privada, duras refriegas callejeras, saqueos, cuatro muertos, decenas de heridos y cientos de detenidos es el saldo provisorio este domingo. Las chispas, se sabe, fueron la suba de la tarifa de luz del 10%, el aumento del pasaje del subterráneo que pasó de 800 a 830 pesos chilenos (un 3,7%) y la noción de un gobierno indolente, reforzada por la aparición del viernes del presidente Sebastián Piñera en una pizzería de una zona rica de Santiago, en pleno festejo familiar, mientras el país literalmente ardía.
A no engañarse: la crisis actual no hace del modelo chileno un fracaso sino que marca sus límites actuales, lo que no es poca cosa, como se ve. El país ha logrado crecer sostenidamente y elevar un 3,3% anual su PBI per capita desde 1980, colocándose a la orilla del desarrollo. En el camino, doble mérito, fue adaptando las bases de un sistema económico heredado de la dictadura de Augusto Pinochet, sin lugar para los reclamos populares, a los requerimientos de una democracia cada vez más vibrante. Ha sido una rara isla de prosperidad y progreso en una América Latina que, en muchos casos, encuentra el crecimiento pero no el desarrollo. Con todo, los cambios mencionados han sido, todo parece indicar, demasiado suaves y demasiado lentos.
Andrés Cruz es doctor en Derecho de la Universidad de Salamanca, magister en Filosofía Moral de la Universidad de Concepción y magister en Ciencia Política, Seguridad y Defensa de la Academia Nacional de Estudios Políticos y Estratégicos (ANEPE). El analista político le dijo a Letra P desde Santiago que el suyo “es un país extremadamente segregado y desigual. El 1% de la población concentra el 30% del PBI y las constantes alzas en los costos del nivel de vida, que llevan al enriquecimiento de una élite partidocrático-oligárquica, implican un aumento de los beneficios de los más acomodados a costa del resto de la población”. Si el desencadenante, la suba del subte, puede parecer aleatorio, ¿qué es lo que explica semejante muestra de frustración popular?
El ingreso medio de los chilenos fue el año pasado de 400.000 pesos mensuales, y la mitad de los trabajadores del país quedó por debajo de esa cifra, equivalente a unos 560 dólares al cambio de hoy. En la Argentina, serían unos 33.000 pesos, pero la referencia es engañosa, ya que la moneda devaluada nacional vis a vis la del país hermano distorsiona el cálculo para un país caro como el vecino.
Dado el efecto que provoca sobre una economía radicalmente abierta la ralentización de la economía internacional, el Fondo Monetario Internacional (FMI) acaba de revisar por segunda vez a la baja el crecimiento chileno de este año a 2,5%, envidia para muchos países de la región, sobre todo la Argentina que en 2020 vivirá su tercer año seguido de fuerte recesión, pero insuficiente para atender, con la actual distribución del ingreso, las expectativas de mejora de buena parte de una sociedad que viene esperando desde hace demasiado tiempo.
Los indicadores sociales mantienen sus fuertes mejoras de décadas recientes y el país se consolida como uno de los de mayor desarrollo humano en América latina, incluso el mejor de acuerdo con ciertas mediciones. Sin embargo, parece vivir la llamada “trampa de los países de ingreso medio”, que no logran competir con el mundo en base a una mano de obra que ya no es barata y tampoco gracias a un desarrollo tecnológico que sigue siendo insuficiente. Una historia conocida desde hace décadas por la Argentina estancada, por ahora sin solución.
El FMI acaba de revisar por segunda vez a la baja el crecimiento chileno de este año a 2,5%, envidia para muchos países de la región, sobre todo la Argentina, pero insuficiente para atender, con la actual distribución del ingreso, las expectativas de mejora de buena parte de una sociedad que viene esperando desde hace demasiado tiempo.
Si a lo anterior se suman las expectativas potenciadas de una clase media relativamente joven pero que no encuentra los servicios sociales y el nivel de vida prometido por el modelo y que, en amplios sectores, accede al consumo más gracias al endeudamiento que a la mejora de sus ingresos, la mesa queda servida.
No sorprende, en ese sentido, que los estudiantes sean el sector más activo de la revuelta. Son ellos quienes sufren con las limitaciones del acceso a la educación que, tras los levantamientos de 2006 y 2011, fueron paliadas pero no resueltas. También son quienes sufren especialmente el peso del endeudamiento, contraído en muchos casos justamente para poder acceder a la universidad. Y también quienes encuentran una estructura laboral demasiado flexible que impide planificar la vida adulta y acceder a salarios compatibles con sus deseos.
Al parecer, el vaso que, según se prometía, iba a derramar cuando estuviera suficientemente lleno el progreso hacia todos los sectores, se agujereó en algún lado y dejó un tendal de desengañados. Así, junto con las calles y los vidrios de los edificios, lo que parece haberse roto en Chile es la confianza en el futuro.
“La Constitución de 1980 que no contempla válvulas de escape para los conflictos. Toda la institucionalidad se construye sobre la plataforma de la sumisión, que ya se agotó”, señaló Andrés Cruz.
El analista indicó que “eso se une a muchos otros factores como un sistema provisional y de salud en el que abiertamente se intenta instalar la idea del beneficio del usuario cuando es evidente su explotación. El marketing engañoso se impuso a la eficiencia y comentarios desastrosos de ministros de Estado que evidencian una absoluta desconexión con la realidad generaron las condiciones para una explosión social”, añadió.
De acuerdo con él, el movimiento social “no cuenta con representación y su carácter es totalmente espontáneo. Así, los extremistas y radicales aprovechan el contexto para facilitar la consumación de desmanes y vandalismos”. Con todo, aclara que si bien “lo más llamativo son las conductas violentas, la generalidad es una movilización pacífica de protesta”, que ha incluido extensos y sonoros cacerolazos.
Cruz pone especialmente la mira en la actitud de la administración de Piñera.
“Estamos ante un gobierno totalmente perplejo, superado, que no parece comprender lo que ocurre y que opta por la represión militar en lugar de plantear una salida política”, le dijo a este portal.
La tardía suspensión del aumento de los pasajes, anunciada el sábado por mandatario, no parece suficiente para apagar un fuego que ya va mucho más allá de ese detalle.
“Los militares en las calles no han hecho más que empujar una mayor participación ciudadana. Siembra segregación y resentimientos y cosecha desobediencia y protesta popular”, remató Cruz.