A pesar de la abismal diferencia de recursos con el sector con el que medía fuerzas, nada menos que el poderoso aparato larretista de la Ciudad de Buenos Aires, el voto liberal en su acepción más amplia confirmó en las PASO de este domingo el crecimiento que le habían adjudicado las encuestas y el clima de la calle. Tanto por fuera de Juntos por el Cambio (JxC), con la lista de Javier Milei –13,66% de los votos con el 82% de las mesas escrutadas–, como por dentro de esa alianza, con Ricardo López Murphy –11% del total–, al jefe de Gobierno le surge un electorado que se ubica a su derecha y que trastocará una estrategia de campaña presidencial pensada hasta ahora en función de la ocupación del centro político.
La rabia que expresa el libertario –exponente de una ultraderecha poco convencida de las bondades de la democracia que, fuera de la Argentina, tiene una terminal en el Brasil de Jair Bolsonaro– y la disconformidad que encarna el liberal clásico de extracción radical, respectivamente, se vinculan con las grandes cuentas pendientes de la dirigencia nacional: la inflación, la pérdida del poder adquisitivo de los salarios, el estancamiento productivo y el empobrecimiento progresivo de la sociedad.
Más allá de que las nuevas –viejas– recetas que ambos impulsan con matices sean o no adecuadas para superar ese cuadro, el hecho de que Milei y López Murphy sean, además de miembros de la gran familia liberal, economistas expresa un sesgo que JxC deberá tener en cuenta en el camino a noviembre y más allá.
La sumatoria de los votos de ambos es un bicho interesante para el entomólogo, pero no conviene exagerar. Si Milei expresa a un electorado iracundo, borderline en términos del sistema político, López Murphy es la voz cantante de uno solamente decepcionado. El objetivo de la crítica por derecha de los dos sectores es el mismo y doble: no solo con la gestión de Alberto Fernández, sino también con la herencia de Mauricio Macri. Sin embargo, en el matiz que separa ambas definiciones radica una de las claves para pensar en qué medida los sufragios de uno y otro podrían converger en noviembre nuevamente en torno a la lista que encabezará María Eugenia Vidal.
Un mérito de ambos fue, como se dijo, haber enfrentado de modo intuitivo y casi silvestre un aparato político y comunicacional pleno de recursos. Para las elecciones del 14 de noviembre, cuando efectivamente se elegirá a los legisladores que se sumarán al próximo Congreso, el paleolibertario necesitará bastante más para evitar el peligro que enfrentan todas las terceras fuerzas cuando los comicios tienden más a la bipolaridad. Para él, el lujo del voto libre, despreocupado por las consecuencias y su utilidad en términos de la grieta principal, terminará cuando se vaya a dormir esta madrugada con satisfacción.
Lo de López Murphy, en tanto, es una pelea que acaba de terminar ya que su línea terminará imbricada dentro de dos meses con el tronco principal del larretismo.
El jefe de Gobierno porteño y presidenciable del centroderecha acertó por doble partida al incluir a López Murphy en las PASO de JxC. Por un lado, porque se dio de ese modo la chance de incluir a un sector liberal crítico, pero no necesariamente dispuesto a una ruptura; por el otro, porque le puso un techo a la intención de voto de Milei, que sin la presencia del efímero exministro de Economía de De la Rúa podría haber sido bastante más elevado.
Asimismo, resulta relevante es que la cosecha liberal no haya afectado gravemente el apoyo específico a Vidal –se quedó con un 33% del total no arrasador, pero sí relevante–, con lo cual el proyecto nacional del oficialismo porteño puede presumir de buena salud. Ese fue, contra muchos augurios, otro pleno de Rodríguez Larreta.
Sin embargo, tras esos méritos llega el dilema: ¿cómo hacer campaña –en noviembre y, mucho más relevante– en la presidencial de 2023 haciendo a la vez pragmatismo antigrieta y ultraliberalismo?
El enfrentamiento al teorema de la sábana corta quedó ilustrado en el cierre de la campaña para las PASO: si no hubiese sido porque temía una fuga por derecha de votos de su delfina Vidal, no se habría arriesgado con la propuesta de reemplazar las indemnizaciones laborales por un seguro de desempleo, algo que requiere explicaciones técnicas contundentes para que no haga pensar en una mayor precarización del trabajo y en un peligro de desfinanciamiento de la seguridad social dado el desvío de las contribuciones patronales y de los empleados que supondría. Llevado a una campaña presidencial que lo tuviera como protagonista, en la que todos los focos estarían sobre él, ese riesgo podría resultar demasiado grande y lo expondría a una posible pérdida de votos de centro.
En noviembre se verá una versión en escala del dilema de Larreta: un eventual trasvase de sufragios no sería lineal. Por un lado, la idea del voto útil antiperonista podría reducir el capital que acaba de ganar Milei; por el otro, no puede descartarse que algunos que no por nada prefirieron este domingo a López Murphy terminen yendo hacia el libertario y no hacia Vidal.
Así las cosas, la principal pregunta de la interna grande e inconclusa de Juntos por el Cambio será si Larreta sería, efectivamente, la mejor síntesis posible de esos mundos con sensibilidades diferentes: un antiperonismo de origen más bien radical, no necesariamente alérgico a todo lo que signifique Estado, y uno de cuño liberal-conservador o directamente libertario de ultraderecha.
Alguien que seguramente medirá al detalle ese decurso será Patricia Bullrich, quien en esta ocasión se sentó a esperar a que los jugadores titulares comiencen a sentir calambres y fatigas musculares. Lo que a ella le interesa es entrar a la chancha a definir el partido en el segundo tiempo. Por ahora, Larreta y Vidal parecen frescos, pero dos años son una eternidad en la incandescente Argentina.