LA QUINTA PATA

Consejo Distópico y Testimonial

Fernández lo pensó Económico y Social en su campaña, pero murió antes de nacer. Crónica del abandono de una idea valiosa. Los responsables y las consecuencias.

Agotadas las vías cristinista, basada hasta 2015 en los controles del Estado sobre variables económicas clave y en una relación tirante con el empresariado, y la macrista, market-friendly y de apertura suicida de la cuenta de capital, Alberto Fernández sorprendió en la campaña de 2019 con una propuesta no nueva pero sí prometedora para estabilizar la economía: la creación de un Consejo Económico y Social (CES) destinado a darle un canal institucional a la puja distributiva para armonizar intereses entre el capital y el trabajo. A dos años de la enunciación de esa idea, que fue central en el haz de propuestas del entonces candidato, sorprende el modo en que fue confinada al cajón del olvido por el propio Gobierno. ¿Las causas? Una mezcla de obligación de correr detrás de una pandemia imprevista y, más todavía, la indolencia de los funcionarios que debieron involucrarse a fondo para que ese organismo no deviniera en lo que es: un mero foro de debate con nula incidencia concreta. ¿Las consecuencias? La inflación sigue volando, la pelea entre empresarios y sindicalistas se salda en contra del consumo en un contexto de economía débil y la domesticación de la macro sigue resultando una ilusión.

 

Anunciada, congelada, reflotada y abandonada sin solución de continuidad, la iniciativa no despierta euforia entre quienes se enrolan en la ortodoxia económica, que señalan que la Argentina no es Suecia como para entregarse a tareas de ese tipo y que confían más en la mano invisible del mercado que en la negociación, sobre todo cuando el mazo viene convenientemente mal mezclado. Sin embargo, en la Argentina del regreso de Juan Perón al poder una idea de ese tipo registró un éxito al menos temporal y mucho más que eso en Israel –donde una concertación permitió doblegar la inflación desde mediados de los años 80– y en la tan mentada Moncloa española. Lo curioso es que el Consejo albertista fue vaciado por la desaprensión de funcionarios supuestamente heterodoxos y que tampoco fue recogido como bandera por cristinistas influyentes a quienes, como se dijo, la realidad nunca termina de refutarles sus creencias.

 

Fernández imaginó su proyecto como un método heterodoxo para bajar una inflación que el desastre macrista había dejado en un incandescente 53,8%. Asimismo, rostro amable al fin del peronismo reunificado, como un modo de diferenciarse del kirchnerismo áspero ante los factores de poder. Fue, en su momento, una promesa medular, presunto contrapeso de un sistema presidencialista tan potente en los papeles como maniatado en los hechos por los poderes fácticos.

 

La pandemia trajo pronto una distopía y la iniciativa murió de covid-19: de un día para otro, alteró ese y otros planes, tanto por el cambio de prioridades que generó como por el espejismo de una inflación que bajó el año pasado al 36,1%.

 

El análisis político supone que los actores son perfectamente racionales y tiende a ignorar sus errores de cálculo, pero en el imponderable anida el carácter apasionante de la política y de la historia, su acumulación razonada. Que el ministro de Economía, Martín Guzmán, sobreestimó los efectos del confinamiento sobre el nivel de precios queda probado en que incluyó en el Presupuesto 2021 una pauta inflacionaria inverosímil del 29%. ¿Cómo pudo alguien con su formación no advertir que la misma no podía seguir bajando sin reformas de fondo tras el cisne negro del Gran Confinamiento y que, al contrario, iba a converger este año en un número similar al que había dejado Juntos por el Cambio, efecto de una cierta normalización de la actividad y de la disparada del gasto público pandémico?

 

Cuando Guzmán citó el miércoles 10 de febrero a la CGT en el Museo del Bicentenario y, al día siguiente, a los empresarios en la Casa Rosada, el Gobierno firmó, de hecho, el certificado de defunción del Consejo. Al dejarse para sí la gestión, entendida de modo informal y de arriba hacia abajo, de las paritarias que estaban por abrirse, de modo de alienarlas levemente por encima de la inflación que proyectaba, vació a esa criatura nonata de la principal tarea que le aguardaba en el corto plazo.

 

Guzmán no fue, por cierto, el único responsable de ese desenlace. También hay que señalar el rol del ministro Desarrollo Productivo, Matías Kulfas, quien, abducido por la pandemia, dedicó toda su energía a evitar que el aparato productivo muriera en la cuarentena. Asimismo, a su par de Trabajo, Claudio Moroni, alguien demasiado vinculado a la mirada del sindicalismo tradicional, que se siente más cómodo en las negociaciones sectoriales y entre pocos actores.

 

Finalmente, por si faltaba un golpe de gracia, el foro de concertación terminó en manos del secretario de Asuntos Estratégicos de la Presidencia, Gustavo Beliz, quien le dio la misma impronta que al tramo de su carrera que comenzó tras su derrota frente a Jaime Stiuso durante el gobierno de Néstor Kirchner: flotando a medio metro del suelo y lejos del cuerpo a cuerpo.

 

Por si fuera necesario probar que el Consejo Económico y Social mutó en una suerte de Consejo Distópico y Testimonial, cabe recordar, dentro de lo que es la tónica de sus actividades, que el jueves 24 de junio albergó el foro internacional "Atrapados en la red: las noticias falsas y los discursos de odio como amenazas para la convivencia democrática". Por importante que sea dicha problemática, impacta el modo en que la concertación de políticas de Estado mutó en una suerte de conversatorio inocuo.

 

"El gran desafío de la revolución digital (…) es convertir los datos en información, la información en comunicación y la comunicación en comunión", dijo Beliz en la apertura, evocando su genoma católico. “'Oído', al revés, se escribe 'odio'", añadió respecto de la circulación de rumores malintencionados en las redes, entregando un impensado homenaje al rabino Sergio Bergman.

 

La pandemia explica muchas cosas, especialmete la dictadura de lo urgente. Sin embargo, al Gobierno le ha faltado y le sigue faltando una mirada de mediano y largo plazo con la cual alinear a los actores económicos en pos de un esfuerzo necesariamente épico y capaz de ofrecerle alguna noción de futuro a una sociedad agobiada.

 

Todo debió haber estado en discusión en el Consejo malogrado: desde la educación y la salud a lo económico, cruzado por las políticas fiscal y monetaria, la relación entre precios y salarios, la presión tributaria, la problemática del impuesto a las Ganancias para los trabajadores, la renovación de convenios colectivos, la adaptación de las relaciones laborales a una nueva era tecnológica, el empleo y la inversión. Todo a gusto de las agendas de empresarios, sindicatos y gobernantes, tanto actuales como futuros.

 

Sin él, la política argentina sigue siendo lo que es y, junto con ella, la economía. Empresarios y sindicalistas mantienen sus usos y costumbres, entregados a una puja sectorial que, en el plano ideológico, se expresa en una grieta inconducente, nido de halcones de diferente pelaje. La dirigencia nacional, presa del cortoplacismo como los sucesivos gobiernos, no tiene vocación de concertar sino que, como los boxeadores groggies, solo atina a lanzar golpes al tuntún.

 

No se trata de dar por sentado que el Consejo –el pensado al principio, no el testimonial que terminó siendo– habría sido un éxito. De hecho, pudo también haber fracasado, pero al menos habría brindado un fondo de consenso a la coyuntura crítica para, superada esta, dar cauce a la gestión de la inercia inflacionaria, la puja distributiva y la dificultad de relanzar el crecimiento de una economía dormida desde hace una década, rasgos que, lamentablemente, son, a dos años vista, el resultado parcial de la gestión de Fernández.

 

¿Habrá tiempo todavía de echar hacia atrás las agujas de un reloj que siempre marca la misma e infausta hora?

 

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