#17A | LA GRIETA

Peronismo PRO

La derecha deviene populista. ¿Oposición o rechazo antisistema? República sin republicanos. Virtual ruptura amarilla. El rol de Macri. Un juego peligroso.

La “revolución de los orilleros” del 5 y 6 de abril de 1811, un golpe de mano que fortaleció al ala saavedrista de la Junta Grande en detrimento de la morenista, marcó la irrupción de los sectores subalternos en la vida pública rioplatense e inauguró un modo de hacer política en lo que más adelante sería la Argentina: con “el pueblo” en la calle. Mucha agua corrió debajo de ese puente hasta que el peronismo sistematizó la práctica y la llevó a nuevos niveles, exacerbando para siempre los fantasmas de sectores medios y acomodados: pareciera que los 70 años mal calculados de maldición que lloran los autodenominados republicanos son, en verdad, bastantes más. La novedad en la era de la pandemia es que esta otra Argentina, la conservadora, redescubre el valor simbólico de la política callejera. Ese y otros rasgos marcan su reconversión al populismo, uno de derecha, claro, e incluso con componentes ultras. Unos y otros, en un sentido, ya no son tan distintos.

 

El 17A no constituyó, ni por lejos, la primera manifestación callejera de la patria conservadora. Sin embargo, esta recupera un ejercicio de movilización que, en general, había sido más bien espasmódico y que se impone con pertinacia en medio de una pandemia que, por alguna razón, preocupa más a los sectores populares, que han abandonado la calle. Ante el vacío forzado de las avenidas y las plazas, “la Argentina silenciosa” se fue envalentonando y haciendo cada vez más ruido, casi cotidianamente, con cacerolas en balcones y esquinas, con bocinazos y, finalmente, copando el espacio público. Si este no es el pueblo, ¿el pueblo dónde está?

 

Para desmayo del jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, el PRO se ha hecho “peronista” y demostró que no se impresiona por las encuestas que él exhibe para demostrar que es el dirigente mejor valorado del espacio. “Personalmente, no voy a participar. No hay ninguna convocatoria partidaria, de ningún tipo. Puede haber (concurrencia) a título personal, pero no partidaria”, había señalado en la previa. Le costará explicar por qué la cuenta oficial de Twitter de PRO se esforzó por desairarlo tan explícitamente, dando por tierra con su ilusión de participar en una “comisión de comunicados” capaz de contener la mano de una Patricia Bullrich ligera de lapicera.

 

 

 

El nuevo PRO marca varios de los casilleros necesarios para su reconversión “peronista” o, mejor dicho, populista. La política de calle, el discurso polarizador, un mito basal –la república–, la articulación en un solo grito de la diversidad más vasta posible de reclamos, esto es el “pueblo” como significante vacío… El que salió el 17A aunó razones y “razones”, convocando a Don Chicho y a Napoleón: a quienes rechazan la reforma judicial y la impunidad en causas de corrupción; repudian una ampliación de la Corte Suprema que nadie ha anunciado; se espantan por la inseguridad; dan la vida por una propiedad privada que nadie amenaza y que, en muchos casos, no les pertenece; se escandalizan por la liberación de detenidos en causas de corrupción que nunca debieron estar en prisión preventiva; se oponen a los subsidios sociales y no quieren pagar impuestos; se dicen hartos de una cuarentena que ya no existe; respaldan a Google, pero se rebelan contra el 5G; reivindican el patriarcado; defienden las dos vidas; predican contra las vacunas, aunque la esperan para terminar con la “infectadura”; niegan la pandemia y la propia existencia del covid-19, pero advierten contra cualquier socialización del sistema privado de salud si las camas de terapia intensiva se agotan en algún momento; gritan contra la conspiración de Bill Gates y, con hedor judeofóbico, George Soros, y denuncian la colusión entre el poder financiero y el comunismo espectral. A ese significante vacío que salió otra vez a las calles solo lo une una consigna: el antiperonismo.

 

 

 

Ese republicanismo sin republicanos no expresa una oposición política a un gobierno consagrado en elecciones legítimas y que, pandemia mediante, prácticamente no pudo comenzar a aplicar su programa, sino un rechazo visceral, casi antisistema. Para ser populista en toda la regla, a la nueva derecha solamente le falta un líder. Ya es un bolsonarismo a la espera de su Bolsonaro.

 

 

 

Rodríguez Larreta es el referente del PRO que mejor mide en las encuestas y su principal dirigente territorial, pero por el momento está lejos de ser su líder. Será interesante determinar, en las próximas horas y los próximos días, si puede asegurarles a los porteños que la marcha no revertirá el decrecimiento de la curva de contagios presagiada hace horas nomás por su ministro de Salud, Fernán Quirós, y, si eso ocurriera, la disponibilidad suficiente de camas. O, en términos políticos, si se anima a dar cuenta de la ruptura de hecho de su espacio, que lo encuentra como su principal víctima.

 

 

 

Puertas adentro de Propuesta Republicana –tal el nombre de un partido mucho más identificable por su apodo de marketing–, el poder del alcalde debería incrementarse cuando se acerque el momento de las elecciones ejecutivas y haya que hablarles a los ciudadanos moderados, algo que ocurrirá en un distante 2023. Mientras, el aparato –diseñado para la política de ataque por un Mauricio Macri errante, pero que decidió cuidarse las espaldas con Bullrich– le habla al núcleo duro que salió de Twitter, Facebook y las cadenas de WhatsApp al espacio abierto. Es allí donde decidió anidar a espera de tiempos mejores, que no podrán serlo para él si no son decididamente peores para el país.

 

 

 

Las multitudes en las calles generan una ilusión óptica. No solo entre los propios participantes de las manifestaciones, sino, también, entre muchos analistas y, para peor, dirigentes políticos que se obsesionan por el cálculo del número y se impresionan por el espectáculo coreográfico de las marchas, las banderas y la música al son del redoblante, al que atribuyen un poder que no necesariamente tiene. Dicho impacto resulta mayor, por razones evidentes, entre los peronistas. Sin embargo, visto en profundidad, el recurso pierde efectividad cuando se hace repetido y abarca a todos los sectores: en la Argentina, efectivamente, hay una multitud para cada causa.

 

 

 

Desde hace demasiado tiempo, el país ya no discute sus problemas desde diferentes perspectivas ideológicas, sino, simplemente, sobre ideologías, esa fina capa de articulación discursiva que recubre los corazones palpitantes. La ideología es, ante todo, una sensibilidad que lleva a algunos a empatizar con los perdedores y a otros, a identificarse con los ganadores. ¿Será que esa disposición del ánimo surge en la infancia, cuando alguien ve por primera vez una película de indios y el Séptimo de Caballería?

 

 

 

El problema no es que la calle sea parte del sistema político; como se dijo, denunciar eso implica repudiar el ADN nacional. El problema pasa por el tono y las acciones. Las habituales agresiones a periodistas que no son del palo y, desde el lunes, la decisión de manifestarse frente a la casa particular de un referente de la contra –la vicepresidenta Cristina Kirchner – refuerzan estilos que ya existían pero que parecen haber perdido definitivamente el pudor.

 

 

 

Ese es el problema de la calle sin cauce ni articulación –visible, al menos–, convocada “espontáneamente”, valga el oxímoron.

 

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