El INDEC se dispone este miércoles a dar a conocer el índice de inflación de mayo, cuya lectura seguramente quedará cruzada por lo político: hacia afuera, el gobierno de Alberto Fernández destacará su desaceleración desde el 4,8% de marzo y el 4,1% de abril hasta lo que analistas privados anticipan será alrededor de un 3,5%; en la intimidad –y en toda la sociedad–, primará en cambio la preocupación por un acumulado anual que superará el 20%, que hará ya indisimulable el carácter incumplible de la meta presupuestaria del 29% y que complicará el manejo de las paritarias salariales y, con ello, el propio futuro de ese indicador.
La Argentina está desde hace mucho más tiempo que el aceptable inmersa en un loop interminable, en el que los precios –y con ellos, la paciencia social– siempre parecen a punto de estallar. Los datos expuestos más arriba, el modo en que la problemática queda condicionada por la polémica dentro del Frente de Todos en un año electoral y la evidencia empírica de que resulta cada vez más difícil, si no imposible, mejorar los salarios reales en semejante contexto hacen que el debate resulte más necesario que nunca. Por esa razón, Letra P da inicio a una serie de notas y columnas de opinión que expondrá diferentes visiones sobre cómo terminar con este karma nacional que no distingue gobiernos conservadores o populares, ministros más o menos ortodoxos o heterodoxos ni contextos internacionales.
Señalar, como lo hace la ortodoxia, que la superación de la inflación solo implica considerarla como un fenómeno monetario es lógicamente tautológico, fácticamente fallido y socialmente insustentable. No es por otra razón que hasta el gobierno de Mauricio Macri pretendió resolver la cuestión con una estrategia gradualista, aunque haya tenido como válvula de escape el recurso a un endeudamiento suicida y haya sido pésimamente coordinada por un gabinete en el que el entonces ministro de Energía Juan José Aranguren definía por sí mismo aumentos impiadosos con tarifas totalmente dolarizadas –algo difícil de explicar, si no fuera por la decisión política de maximizar las ganancias de las empresas, dado que no todos los componentes de esos precios se vinculan con la divisa estadounidense–.
Al asumir en diciembre de 2019, Fernández decidió un congelamiento tarifario que, se dijo, buscaba generar tiempo para la elaboración de un nuevo marco que evitara abusos y segmentara las cargas de acuerdo con poder adquisitivo de cada familia. Sin embargo, dada la imposición reciente del criterio de Cristina Kirchner de establecer un incremento tarifario plano de alrededor de un quinto de la inflación interanual, ahora se ve que aquella decisión le permitió al Presidente disimular por un tiempo una disputa programática que sigue sin saldarse. Mientras, el taxímetro de los subsidios corre…
Todos los gobiernos hablan mal de ella, pero todos la utilizan para gestionar sin visión de futuro. Eso es así seguramente por lo difícil que es domesticarla, pero también por su utilidad como herramienta para facilitar la aplicación de programas que suponen una transferencia fuerte de ingresos, ya sea progresiva o regresiva. Así ocurrió durante los mandatos de la expresidenta, en los que los salarios crecían por encima de la inflación de real, operación facilitada por la manipulación grosera de las estadísticas oficiales. También, aunque en un sentido inverso, en el de Macri, el cual, "sinceramiento" cambiario y tarifario mediante no hizo más que generar una recesión en tres de sus cuatro años, apolillar el mercado de trabajo y atrasar gravemente los salarios, base de un consumo que da cuenta de alrededor del 70% del producto bruto interno (PBI).
En el camino, tanto los ministros de Economía Macri –Alfonso Prat-Gay, Luis Caputo, Nicolás Dujovne y quien llegó simplemente para evitar el colapso total, Hernán Lacunza– como Martín Guzmán no dejaron de imaginar que la inflación bajaría, siempre sin éxito. Lo que Cristina había dejado en un entorno nunca blanqueado de entre el 25 y el 30%, en 2016 saltó, merced a la devaluación de Prat-Gay, a 40,6%, bajó en 2017 –ya con un INDEC en regla– a 24,8%, se disparó en 2018 a 47,6% finalizó en 2019 a toda orquesta en 53,8%.
El año pasado, ya con el nuevo gobierno, la pandemia y el Gran Confinamiento redujeron el índice oficial a 36,1%, lo que torna curiosa la expectativa oficial de un 29% para un año como el actual que se suponía y es de actividad mucho más normal.

Fuente: Chequeado.
La inflación está estacionada en Argentina en un nivel preocupante, con un piso que oscila entre el 45 y el 50%. Uno que, dado lo ocurrido en los últimos años, ya parece incompatible con una carrera en la que los salarios, al menos, puedan salir ilesos. Según un reciente informe del Instituto Argentino de Análisis Fiscal (IARAF), "si se toman como referencia a los salarios de marzo de 2018, se aprecia que tres años después su valor real se redujo un 15,6% para el sector privado registrado, 20,7% para el sector público y 25,9% para el sector privado no registrado". Para peor, los tres años consecutivos de caída probablemente se extiendan en este 2020 a un cuarto, incluso a despecho de la intención oficial de aliviar a la ciudadanía en la previa electoral.
Con semejante inflación, el dólar siempre es una amenaza y, con él, la estabilidad, incluso la precaria que se conoce desde hace tanto tiempo, siempre está en jaque. El consumo –variable clave, como se dijo– ya no encuentra condiciones para sostenerse, la inversión hace mutis por el foro, el empleo no responde como se desearía y la pobreza se dispara a niveles que, con un criterio actual, muy probablemente se ubiquen en el 45%, un insulto a la memoria histórica nacional. Aunque no se quiera, el debate urge.
El cristinismo cree que el camino para darle pelea a la inflación pasa por el control de todas las variables económicas posibles: el tipo de cambio –encerrado sin plazos en un cepo–, los precios al consumidor –contenidos en base a Precios Cuidados, Precios Máximos y ahora Súper Cerca–, las tarifas –pisadas sistemáticamente– y hasta las exportaciones de alimentos cuando su valor internacional dispara el doméstico. El problema es que, si algo demostró la experiencia entre 2011 y 2015 por lo menos y también la actual, la realidad no responder a esa estrategia.
Al revés de lo que le sugerían sus asesores más ortodoxos y sensible a la necesidad de hacer de Cambiemos una herramienta de poder perdurable, Macri imaginó un sendero gradual que, para aliviar la emisión de pesos por parte del Banco Central, endeudó a las generaciones futuras hasta el tuétano. A mediados de 2018, cuando el mercado le dijo basta, se dio cuenta de que todo había terminado para él.
Fernández y Guzmán idearon otro camino gradualista, uno basado en un déficit fiscal levemente declinante a lo largo de los años, paralelo a la reducción de la emisión monetaria que –con los mercados de deuda en divisas cerrados para el país– debe financiar al Tesoro. Las urgencias electorales y la mirada del ala política del Frente de Todos ponen hoy ese sendero en severo entredicho. Los precios, mientras tanto, suben como un globo, ajenos a las amarras que se pergeñan en el suelo.
Si el gradualismo mejor entendido –que considera a la inflación como un fenómeno multicausal en el que, además de lo fiscal y lo monetario, pesan las distorsiones de mercados oligopólicos, las expectativas y una inercia demasiado consolidada–, también fracasara, acaso quedaría abierto el paso para la receta que falta, una que la Argentina también conoció en su momento: el ajuste en modo de shock. Sectores del establishment dispuestos a reincidir en el deporte de balearse los pies y de la oposición que hace mea culpa por haber sido más "Sigamos" que "Cambiemos" ya lo proclaman sin tapujos y sin que eso parezca limitar sus chances como opción para 2023.
Ese camino parece humanamente intolerable en el país de la hiperpobreza y, acaso, políticamente inaplicable. Sería mejor no seguir derribando árboles en los senderos más transitables.