LA BOMBA DE LOS PRECIOS

La región, espejo roto: bajar la inflación es urgente, pero no resuelve todo

Argentina es uno de los pocos países que aún sufre por ese fenómeno, pero los que lo resolvieron no aseguran la estabilidad social. ¿Cuál es la receta?

Por la razón o por la fuerza –con la estrategia gradualista y técnica de Martín Guzmán o con el reflejo morenista de controlar precios e interrumpir exportaciones como las de carne–, el Gobierno de Alberto Fernández ha puesto por fin en la mira el problema de la inflación. Los resultados o la falta de ellos que obtenga por una vía u otra serán materia de análisis en su debido momento, pero el tema ilumina el hecho de que la Argentina es, además de Venezuela y Surinam, el único país de la región que no ha logrado resolver ese mal de la economía. Sin embargo, los buenos ejemplos del vecindario, tantas veces ensalzados, demuestran que esa tarea pendiente es una condición necesaria para dotar al país de un proceso de crecimiento sostenido, aunque de ninguna manera constituye un seguro contra convulsiones sociales.

 

De Chile a Colombia, pasando por Ecuador y Perú, la calle ha estallado en los últimos dos años, incluso antes de la pandemia y allí donde los analistas económicos –y algunos políticos– menos lo habían sospechado. Al menos en los casos de Colombia, más aun Perú y sobre todo Chile, se trata de países con procesos de crecimiento sostenido y, fundamentalmente, macroeconomías ordenadas y de baja inflación, lo que les permite disfrutar de un acceso amplio y barato a los mercados financieros internacionales.

 

 

De acuerdo con las proyecciones del Fondo Monetario Internacional (FMI) compendiadas en el Panorama Económico Mundial (WEO) publicado el mes pasado, el índice de inflación proyectada este año es bajo en Chile – 3,1%–, Perú –2%–, Ecuador –0,5%–, Colombia –2,1–, Bolivia –3,9%–, Paraguay –2,7%–, Brasil –4,6%– y hasta Uruguay –8,3%–.

 

Cabe señalar, en relación con los dos últimos países alguna particularidad: los precios amenazan con empinarse –nunca a niveles argentinos– en Brasil, por lo que el Banco Central ya puso el dedo en gatillo de la subida de la tasa de interés; en tanto Uruguay ha oscilado desde hace varios años algo por debajo de un 10% alto, pero manejable.

 

Fuente: FMI.

En tanto, en el año del deshielo tras el Gran Confinamiento de 2020, que dejó un IPC artificialmente bajo del 36,1%, Argentina debería registrar este año un índice superior al 45% de acuerdo con las estimaciones privadas que recoge el Banco Central en su Relevamiento de Expectativas de Mercado (REM), que en abril dio cuenta de un deterioro que se tradujo en una estimación ponderada del 47,3%.

 

Para peor, la inflación de alimentos, aspecto sensible por su impacto en los índices de pobreza e indigencia y, políticamente, por el que puede tener para el Gobierno en las elecciones legislativas de septiembre-noviembre, tiende a superar dicho nivel.

 

Fuente: Banco Central.

Si se mirara bien, la sorpresa de algunos economistas por los estallidos sociales en los países mencionados no debería ser tal. Se trata en la mayoría de los casos de países de la zona Pacífico de Sudamérica, que han erigido sus modelos económicos sobre un liberalismo duro, cuya eterna promesa de derrame nunca termina de concretarse.

 

El colombiano tiene raíces de muy larga duración. El chileno, en tanto, es el legado por la dictadura de Augusto Pinochet, el que, aunque fue suavizado en una medida considerable por los gobiernos de centroizquierda posteriores, nunca terminó con rezagos como la privatización de buena parte de los servicios de salud y educación y jamás puso los derechos laborales a tono con el momento histórico. Lastres que una mayoría social espera deshacer, de acuerdo con el resultado de la elección de convencionales constituyentes del último fin de semana, que penalizó a la derecha gobernante y derivó votos del progresismo desde los herbívoros partidos tradicionales de ese sector hacia listas independientes.

 

En tanto, el llamado “milagro peruano” solo existe en los números macro, ya que la informalidad sigue haciendo estragos y bloqueando las pretensiones de mejora de la calidad de vida general. La inquietud en ese país no es solo callejera sino también política: cuatro presidentes debieron sucederse para completar un mandato de cinco años que comenzó con el ultraliberal Pedro Pablo Kuczynski en 2016 y que continuó con Martín Vizcarra, con Manuel Merino "El Breve" y que languidece hoy con Francisco Sagasti. El próximo 6 de junio, ese país celebrará una segunda vuelta entre Pedro Castillo –izquierda radical– y Keiko Fujimori –populismo de derecha–, una nueva prueba de la insatisfacción general con la política, proceso que hace que todos los presidentes se retiren del poder con índices de popularidad ridículamente bajos y que, fragilizados, enfrenten problemas judiciales tan severos que terminan por depositarlos en la cárcel.

 

En tanto, un Ecuador polarizado entre correísmo y anticorreísmo acaba de elegir al exbanquero Guillermo Lasso, quien deberá resucitar una economía en grave crisis y poner de pie a un país duramente golpeado por la pandemia. Allí el problema de la inflación se resolvió con la receta noventista de la Argentina, aunque en una versión incluso más radicalizada: una dolarización que aseguró tanto la estabilidad de precios como el marasmo productivo y la inquietud social.

 

Si no logra llevar su inflación a niveles más razonables, la Argentina nunca podrá fundar un proceso de crecimiento duradero y sostenible. Ese fenómeno inviabiliza la inversión, eterniza los problemas cambiarios y los cepos que traban la actividad y, en el largo plazo, propicia una distribución regresiva del ingreso que no hace otra cosa que golpear el consumo popular, base del bienestar y de un sistema que descansa en dos tercios en esa variable. El crecimiento de la pobreza en las últimas décadas ilustra esa trayectoria viciosa.

 

Sin embargo, queda claro que con abatir la inflación no alcanza y que la paz social depende también de una adecuada distribución de los beneficios del crecimiento, uno que asegure mejor calidad de vida y que, a la vez, permita sostener la inversión productiva.

 

Lamentablemente, la Argentina todavía no ha llegado ni a la puerta de ese debate.

 

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