Sobre los cambios, se sabe cómo y cuándo comienzan, pero nunca cómo y cuándo terminan. Ajena al humor popular, la Bolsa de Santiago reaccionó este lunes con pesimismo, lo que se tradujo en la apertura en una caída de algo más del 1%. Citado por el sitio de El Mercurio On-Line, el analista de mercados de XTB Latam Francisco Román indicó que, si bien el resultado estaba descontado, su contundencia “puede provocar cierta incertidumbre entre los inversionistas, que no ven pilares sólidos en nuestro país para mantener sus inversiones”.
La grieta no es solo argentina y la pelea por el modelo es de larga data en Chile. Eso se expresó en el país que pasó de Salvador Allende a Pinochet, la represión sangrienta, la resistencia popular, los tumbos iniciales del gobierno militar hasta dar con el esquema económico deseado, la brutalidad en su imposición, los intentos reformistas que evolucionaron de tímidos a moderados con la vieja Concertación y los sucesivos cambios aplicados a la Constitución de 1980.
Sin embargo, en rigor, no hay dos Chiles sino tres. El de los que empujan el cambio, el de los que, por diversas razones, se sustraen al debate –¿cuánto influyó la pandemia en que el domingo la abstención haya sido de algo menos del 50%?– y el de los que se atrincheran en el statu quo. Estos últimos quedaron confinados en las comunas más ricas, islas en medio de un mapa electoral que les fue adverso como nunca.
Con todo, los derrotados dan pelea y los intentos de controlar la inquietud popular, que rodearon todo el proceso que llevó a esta consulta, continuarán.
El aumento de la tarifa de subterráneo gatilló hace un año un movimiento de protesta inédito, mayormente pacífico, pero cruzado también por una violencia sorprendente. Ante eso, el establishment dejó de reconocer la sociedad que creía liderar, algo que la esposa de Piñera, Cecilia Morel, resumió de modo elocuente al señalar, en un audio privado, que el país había sufrido algo así como una “invasión alienígena”.
Aunque de modo rudimentario, la mujer acertó en algo: “Vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás”, añadía. La élite, como se ve, sabía que el “milagro chileno” implicaba injusticias que vendía a la sociedad como un hecho natural, consustancial a la prosperidad de las décadas recientes.
Ante lo inevitable, Piñera pasó del rechazo a la reforma constitucional a mostrarse como su abanderado, algo que en el momento más duro de las marchas y los disturbios pareció el único modo de salvar un gobierno que parecía condenado.
Ante eso, la derecha más dura intentó condicionar el plebiscito. Así, como alternativa a que el proceso reformista fuera conducido por una Convención Constitucional tradicional, propuso una asamblea mixta, en la cual la mitad de los integrantes proviniera del Congreso. Esta posibilidad naufragó el domingo por un margen no sorprendentemente similar al del no a la reforma.
Fuente: Servicio Electoral de Chile.
Los intentos de contener la marea no terminarán en ese fracaso. El próximo paso será lograr que la derecha tenga la mayor representación posible para, de ese modo, condicionar las deliberaciones y la aprobación de cada modificación por dos tercios de los convencionales.
Para eso será necesario que, justamente, ese sector actúe como un bloque, algo que no ocurrió en torno al plebiscito, lo que llevó a los más ultras a plantear algo así como una traición de los “coreacentristas”, devenidos en idiotas útiles de la izquierda radical. Hay clásicos que no tienen fronteras.
Lo que está en juego es mucho. Modificar de raíz la Constitución de Pinochet abre la puerta a terminar con una legislación antiterrorista y de represión de la protesta que se da de bruces con los estándares internacionales de derechos humanos.
Además, podría llevar a un replanteo de la actuación de fuerzas de seguridad que recordaron su crueldad, una vez más, justamente durante las protestas de 2019, con 34 muertes, heridas causadas a miles de personas, arrestos abusivos, intentos deliberados de hacer daño mediante el disparo metódico de perdigones a los ojos de manifestantes y, hace poco, con el hecho emblemático de un carabinero que arrojó a un joven desde un puente al río Mapocho.
Por otro lado, la agenda de pueblos originarios como los mapuches promete ser un capítulo ardiente. Y, por supuesto, las ansias de un mejor reparto de la prosperidad de las últimas tres décadas, en las que el país creció un promedio anual de 3,3% pero permaneció como uno de los más desiguales del mundo, algo que deberían traducirse, para empezar, en un mayor acceso a la salud y la educación.
La Constitución “moribunda”, como diría Hugo Chávez, le da al Estado un rol de articulador entre el mercado y la sociedad en materia de salud y educación. De ese modo, evita imponerle mayores obligaciones en la prestación de esos servicios con garantías de universalidad y gratuidad.
Fuente: Constitución de Chile (Capítulo III, artículo 19, inciso 9).
Es mucho lo que está en juego y el establishment chileno está dividido como nunca respecto del futuro.
Los segmentos más conservadores, claro, se aferran al pasado y advierten que el país se convertirá en una segunda Venezuela, otro clásico continental. Sin embargo, el anuncio de la llegada del lobo, que nunca se concreta, asusta cada vez menos y otros sectores, más pragmáticos, siguen bregando por darle un cauce propio a una marea difícil de contener.
La moneda de la disputa política está en el aire y mirar cómo gira resulta apasionante. Más allá de una reforma constitucional, está en juego el modelo de sociedad que la institucionalidad actual sostiene. Esa es realmente la última página del libro del pinochetismo.