Marcela Losardo deja el Ministerio de Justicia “agobiada”, según la expresión que usó su jefe y amigo personal, el presidente Alberto Fernández. El planteo, según hizo trascender el propio mandatario, data de algunas semanas o meses, por lo que cabe preguntarse cuándo comenzó aquella a sentirse abrumada, qué le generó esa sensación y si eso explica que haya sido señalada en diciembre por Cristina Kirchner como integrante del lote de los “funcionarios que no funcionan”. Como sea, los modos de su partida exponen, una vez más, desprolijidades en el proceso oficial de toma de decisiones, en su manera de comunicarlas y en el cuidado de la imagen del Presidente.
Para bajar los decibeles sobre la situación de su compañera de ruta profesional, Fernández admitió públicamente lo que los medios de comunicación daban como un hecho desde hacía días. Eso contrastó con el despido exprés de Ginés González García del Ministerio de Salud ni bien se ventiló el caso del llamado “vacunatorio VIP”.
El mandatario ejemplificó el “agobio” de Losardo con el supuesto mensaje de solidaridad que difundió el cuestionado fiscal Carlos Stornelli. Sería esa una buena excusa si fuera cierta. Entre líneas, lo que terminó admitiendo es que Losardo, alguien que no está curtida como una política de carrera, no se considera la persona adecuada para transformarse en la ministra “de guerra” que se necesita para empujar la transformación del gangrenado Poder Judicial. Justamente, lo que la vicepresidenta denunciaba. “Que se busquen otro trabajo”, bramó aquella en el estadio Diego Maradona de La Plata; así fue: Losardo será ahora representante ante la Unesco.
La de Justicia no es cualquier cartera. Es la de la “revolución” más anunciada y, acaso, la menos factible, contraste dado por el mismo factor: la posición de poder de Cristina Kirchner en el Gobierno. Eso, en función de su necesidad de aliviar su situación procesal y la de sus hijos, es lo que anuncia la ofensiva, mientras que la supeditación –al menos percibida– de la reforma de ese poder opaco, decimonónico y privilegiado a ese interés personal desacredita la causa y la vuelve inviable porque llevarla a cabo requiere el concurso de, al menos, una parte de la oposición.
Hay que señalar que la expresidenta le impone a su socio político –en medio de ruidos indisimulables– una tarea en la que ella misma, con mucho más poder, fracasó en su tiempo de presidenta. La “democratización de la Justicia” naufragó ante el témpano de la defensa corporativa de la judicatura, la presión de los medios militantes del antiperonismo y los dardos de la oposición. Llama la atención que aquella frustración se convierta en exigencia áspera para un presidente que aún debe –sin garantía alguna de éxito– construir su poder.
Resulta ilustrativo que la reforma judicial que Fernández envió al Congreso, considerada insuficiente por Cristina Kirchner, esté cajoneada en Diputados, como admitió el propio jefe de Estado. ¿Será posible que una más ambiciosa, destinada a terminar con lo que el cristinismo denuncia como lawfare y que involucra un cambio de actitud o hasta de nombres en la Corte Suprema, tenga un destino diferente? Las elecciones legislativas de octubre son para algunos la promesa de una mudanza de la relación de fuerzas que permita patear ese tablero, pero la realidad es que esa expectativa es apenas teoría cuando se percibe que, dada la situación del país, al Frente de Todos no le sobraría gran cosa en esa contienda.
Si Alberto Fernández quiso ponerle un colchón mullido a la caída de Losardo con sus declaraciones a C5N, el tiro terminó siendo uno del Pipa Higuaín. La defenestración de Losardo se hizo demasiado larga desde los rumores de la tirria de Cristina, la decisión de esta de exponerla sin nombrarla en La Plata, la circulación amplia de su salida el último viernes, las especulaciones sobre su reemplazo del fin de semana, la declaración presidencial del lunes, el anuncio de su nuevo destino en París y, finalmente, la demora de su reemplazo.
Esto último es tan llamativo como el carácter de peso wélter –decir mosca sería ofender– de algunos nombres que se han barajado para recalar en el ministerio, validados por el propio mandatario en sus últimas declaraciones. Él mismo se refirió al diputado nacional Martín Soria y a Ramiro Gutiérrez, a quienes trató de preservar. Sobre el primero, aclaró que no es kirchnerista y sobre el segundo, que, si bien “fue de la cátedra de (Eugenio) Zaffaroni, tiene posiciones distintas a las de Zaffaroni hoy en día”.
También se preservó a sí mismo, claro, anticipándose a los flancos que le abriría la oposición si ellos recalaran en el cargo con antecedentes que la oposición yihadista no tardaría en blandir como pruebas de una supuesta búsqueda de impunidad para la vice y su círculo. Así las cosas, a la publicación de este artículo, ningún posible reemplazante despuntaba como seguro. Será que resulta difícil conseguir garantías de personas que llegan sin mochila.
Nonato y en retroceso
El Presidente, en tanto, se debilita con el manejo de esta saga en otro sentido. El albertismo nunca llegó a nacer, no al menos como un sector del Frente de Todos con algún anclaje social, pero sí como entorno de palacio, compuesto por varios funcionarios y asesores formales o ad hoc. Pues bien, el desgajamiento de ese entorno ha sido notable en el último tiempo.
María Eugenia Bielsa hizo punta entre los apuntados de la primera hora y abandonó el Ministerio de Desarrollo Territorial y Hábitat. González García, viejo amigo de Fernández, salió eyectado en tiempo récord por un escándalo que se autoinfligió pero que sus antecedentes no merecían. El diputado Eduardo Valdés, otro incondicional, está obligado a bajar el perfil por haber sido uno de los vacunados de privilegio, evento que encima explicó pésimamente. Y ahora Losardo.
Como señaló Letra P, el modo tibio en que Fernández defendió a Losardo y el modo en que, con las mejores intenciones, la desgastó hablando de su salida antes de tiempo calaron hondo en el albertismo de palacio. Algunos se preguntan quién será el próximo en momentos en que Cristina no deja de empujar y los tiempos electorales reducen drásticamente el margen de acción de un mandatario que, antes que nada, tiene que preocuparse por la unidad de lo propio.
El albertismo –el propio Alberto– parecen encogerse. ¿Será un repliegue táctico o las cartas ya están echadas en ese sentido para lo que queda de este extraño, convulsionado mandato?