Más allá de su propia relevancia, la reunión que mantendrán este fin de semana en Buenos Aires los referentes del Grupo de Puebla adquirirá un relieve especial: todo cuando sea dicho allí, en especial por Alberto Fernández, sobre la situación judicial de Luiz Inácio Lula da Silva, preso desde abril del año pasado, impactará positiva o negativamente en el futuro de la guerra dialéctico declarada por el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, desde las elecciones argentinas del 27 de octubre.
La visita que Fernández, entonces precandidato presidencial, le hizo al exmandatario brasileño en julio en su prisión de Curitiba fue sentida por Bolsonaro como una provocación, como un ataque injustificado a la institucionalidad de su país y como un acto de injerencia en sus asuntos internos. Por eso sus asesores escrutarán este fin de semana los gestos del líder del Frente de Todos, no porque esperen una retractación sino porque desean ver, al menos, una contención en el reclamo por “Lula libre”.
Lula da Silva tiene condena en dos causas por corrupción, pero una, la supuesta coima en forma de un tríplex en Guarujá, ya tiene confirmación en tercera instancia. Queda pendiente todavía la apelación al Supremo Tribunal Federal (STF), por lo que no es cosa juzgada, algo que la Constitución brasileña exige taxativamente para que una persona sea encarcelada en tanto no entorpezca la investigación ni sea sospechable de un intento de fuga. El propio STF consagró en pleno apogeo de la operación Lava Jato -en una suerte de jurisprudencia populista- la prisión después de fallo de segunda instancia para calmar a una población sensibilizada con la cuestión de la corrupción, pero el choque entre esa postura y la Carta Magna es tan flagrante que es probable que la doctrina sea modificada en breve.
Fernández, abogado y profesor, milita por la liberación de Lula da Silva desde antes de siquiera soñar con ser presidente. Que lo haya seguido haciendo tras convertirse en candidato y ahora, ya como presidente electo, es percibido como una puñalada por el palacio del Planalto. Para Bolsonaro, eso es más grave que cualquier ataque que él le haya lanzado luego, que su señalamiento del “error” de los argentinos por haber votado al peronismo y hasta que cualquier provocación de su hijo, el diputado Eduardo Bolsonaro, al hijo del electo en Argentina, Estanislao.
La furia de Bolsonaro no se ha limitado a esos dichos. A su negativa a felicitar protocolarmente a Fernández sumó la decisión de no venir a la jura el 10 de diciembre. Asimismo, cortó de cuajo la pretensión del vicepresidente, Hamilton Mourão, de ser el representante en la ceremonia y decidió, sin confirmación oficial todavía, que la delegación sea presidida por su ministro de Ciudadanía, Osmar Terra.
No se trata de que Terra sea una nulidad política; de hecho, es un ministro que, si bien tiene a cargo una cartera fría, mantiene una relación personal con el presidente. La cuestión pasa por el rango de la delegación, que a falta del jefe de Estado y de su número dos, ni siquiera contará con el canciller, Ernesto Araújo.
La lentitud de la transición en la Argentina también suma a la confusión: a la espera de que los emisarios de Fernández y de Mauricio Macri se pongan de una vez en marcha, la Cancillería todavía no ha cursado las invitaciones, a través de las notas circulares de rigor, a las embajadas.
Bolsonaro fanfarroneó con la (im)posibilidad de suspender a la Argentina del Mercosur y su ministro de Economía, Paulo Guedes, blanqueó la intriga palaciega para que, en un escenario extremo, sea Brasil el que abandone el bloque. Sin embargo, los gestos en torno a la delegación que asistirá a la jura dan cuenta más de una voluntad de mostrar frialdad y tensión que de romper.
La primero anunciada (por una parte de la prensa argentina) y luego descartada visita de Mourão da cuenta, a su vez, de esas internas. Dados los despectivos dichos públicos del presidente acerca de que a la Argentina podía venir el funcionario de su administración “que tenga ganas”, el general retirado se anotó y su oficina filtró eso como un hecho consumado. Sin embargo, empeñado en recortar la influencia del “ala militar”, Bolsonaro lo bajó de un avión al que jamás llegó a subirse y ahora atribuye en parte esa iniciativa al interés de Fernández de encontrar una vía de diálogo a través de los exuniformados que son numerosos en el gobierno del vecino. La desconfianza es fuerte y se alimenta de presunciones.
Quien venga o deje de venir a la jura puede resultar anecdótico. El problema entre Brasil y la Argentina tiene causas estructurales.
Los militares, que han perdido influencia a manos de la facción ultraderechista (conformada por los hijos del mandatario, el canciller Araújo y el asesor especial de la Presidencia para Asuntos Internacionales Filipe Martins) y de la liberal de Guedes, defienden el Mercosur como un activo a la vez comercial y de estabilidad política y se resisten a la idea de una ruptura. Dentro de ese grupo, el vicepresidente no influye demasiado, pero no deja de representar su nivel más alto de representación institucional.
En definitiva, quien venga o deje de venir a la jura puede resultar anecdótico. Incluso en caso de que se termine de confirmar que Terra encabezará una delegación degradada, nada hace que al día siguiente el vínculo no pueda recobrar el tono. De hecho, Macri pegó el faltazo a la asunción de Bolsonaro por estar de vacaciones el 1 de enero último, y eso no evitó que poco después realizara una visita a Brasilia y entablara con aquel una alianza estrecha.
El problema entre Brasil y la Argentina pasa por lo estructural. El vecino no vive un momento boyante y el crecimiento de su economía cerrará el año por debajo de un decepcionante 1%, pero, al revés de lo que pasa allí, no atraviesa un escenario de crisis. Mientras, Bolsonaro está logrando empujar con éxito en el Congreso reformas de calado como la previsional, entre otras, destinadas a reducir en los próximos años el déficit fiscal y, con eso, tener margen para rebajar impuestos y el “costo Brasil”.
El momento de la Argentina es otro y el desafío es evitar que una crisis monstruosa se termine de desmadrar. Recién a partir de eso, se podrá soñar con una retomada de la actividad que le dé respiro a un sector industrial castigado desde hace al menos dos años por la retracción del consumo, los elevados impuestos y la inexistencia de crédito.
Así las cosas, Bolsonaro quiere abrir comercialmente el Mercosur, bajar el Arancel Externo Común e introducir reformas que permitan a sus miembros (el propio Brasil, a fin de cuentas) negociar tratados con terceros bloques y países y aplicarlos a velocidades diferentes. Eso, para el diseño económico del albertismo, es inviable ya que implicaría romper el bloque tal como se lo conoce hoy y exponer a la industria argentina a un drama nuevo: la desprotección frente a competidores de países en los que los fabricantes producen en condiciones normales.
Quienes tienden puentes acá y allá recuerdan que Brasil y la Argentina se necesitan. En efecto, hay 16.000 millones de dólares brasileños invertidos en este país y 12.000 millones argentinos del otro lado de la frontera. Asimismo, decenas de miles de empleos dependen del Mercosur y existe un comercio bilateral alejado del récord de 2011, pero que sigue siendo importante, con Brasil como principal socio comercial de la Argentina y la Argentina como el tercero del vecino. También hay exportaciones industriales de ambos países, que implican puestos de trabajo de calidad y salarios altos, que sería difícil colocar de la noche a la mañana en otros mercados.
Itamaraty asegura que trabaja con una orden de Bolsonaro de “encontrar alternativas dentro del Mercosur”. ¿Buscando, acaso, un punto intermedio entre el AEC actual y la pretensión brasileña de reducirlo drásticamente?
Mientras, las intrigas palaciegas arrecian y el ala ultraderechista del Planalto, que es a la vez política y familiar, le susurra al oído a Bolsonaro lo interesante que sería abandonar de una vez un Mercosur proteccionista y decadente para buscar un tratado de libre comercio con los Estados Unidos de Donald Trump que le permita a Brasil, de una buena vez, jugar en las grandes ligas a las que está predestinado.