Como recordarán, en mi última nota recomendé releer a Arturo Jauretche, a Fermín Chávez y a José Hernández Arregui. Tenía entonces la intuición de que había ciertas avenidas paralelas entre aquellos ominosos años posteriores al golpe de Estado del 55 y la actualidad. Aquellos textos, Los profetas del odio, Civilización y barbarie en la historia de la cultura argentina e Imperialismo y cultura, escritos con Perón en el exilio, las fuerzas populares diezmadas y dirigentes sindicales y políticos presos o refugiados en países limítrofes, tenían que decirme algo. Quevedo decía que en los libros escuchamos a los muertos con los ojos. Así fue.
Como son textos clásicos, tuve que revolver bibliotecas, la mía, y las de otros, como si fuera un arqueólogo en busca de un tesoro. Reconozco que pensé en algún momento en mi propio desvarío. ¿Qué podían aportarme tres libros escritos hace 70 años, en un país absolutamente diferente, viviendo las crisis del subdesarrollo en pleno fordismo, la ruptura colonial del Tercer Mundo, los primeros pasos de la industrialización, la conquista de derechos políticos para las mujeres y sociales para los trabajadores? En mi cabeza revoloteaba el mensaje de Favalli: lo viejo funciona. Así que me dispuse a leerlos. Tres semanas, con mate y biscochos, en pausas entre clases o algún domingo perdido.
Los tres autores tratan de resolver el intríngulis del peronismo. Intelectuales de los márgenes del movimiento son, paradójicamente, los que hacen la reinterpretación fundante. No es extraño. Por lo general, la historia es posterior a los hechos y la escriben los que viven la derrota trágicamente. Como Cervantes, que escribió El Quijote para expiar la derrota de la caballería.
En este caso, para ellos, el peronismo es el movimiento de masas populares antioligárquico por excelencia; la pulsión antielitista y democrática de los pobres que lo convierten en su herramienta de defensa ante el avasallamiento de los sectores dominantes por la expropiación de la riqueza del país y de su trabajo. En esto, hay, para Jauretche, Chávez y Hernández Arregui, un linaje desde la revolución de mayo hasta aquel presente de posguerra, desde las montoneras federales, pasando por el radicalismo irigoyenista, hasta el Perón de los planes quinquenales. Son revoluciones democráticas que llegan para transformar el orden social, sin por eso excluir, porque cuando los sectores populares conquistan derechos agrandan la torta.
La colonización pedagógica
Contra este modelo se levanta el famoso Estado liberal, que tan bien supo rescatar el historiador Loris Zanatta en Del Estado Liberal a la Nación Católica. Iglesia y ejército en los orígenes del peronismo 1930-1943, desde su europeísmo conservador. Tan conservador, pobre, que ahora su enemigo es el difundo papa Francisco (no le alcanza ya con Juan Domingo Perón). Su tesis fue que el Estado populista es una construcción política de una iglesia antiiluminista y un ejército nacional que comenzó a gestarse en los años 30, y no una culminación inexorable de la historia.
Caído el gobierno popular, el método que se impone es desacreditarlo mediante un ensamble que Jauretche llamó la “intelligentzia” en La colonización pedagógica. “Figurones” mediáticos, la llamada “prensa independiente” y un conjunto de referentes culturales “enajenados”, dirá Hernández Arregui, sin ninguna connotación psicológica (cualquier similitud con la actualidad es pura coincidencia), sino marxista, que no reconocen sus condiciones periféricas en un país subdesarrollado exprofeso por la disputa geopolítica que le es previa.
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Juan José Hernández Arregui.
Así aparecían en la prensa de la época los lingotes de oro en los pasillos de la Casa Rosada, las denuncias por asociación ilícita del gobierno o las menciones recurrentes al tirano prófugo. En esa entelequia confusa, los liberales montan la construcción cultural que impugna un gobierno democrático surgido de elecciones libres que no ha hecho más que hacer valer los votos de las mayorías. Así, desde la “libertad” que impone un gobierno de facto se proscribe a los partidos políticos, se acalla a la prensa no adicta, se persigue a los políticos opositores, se eliminan los derechos sociales de trabajadores. En el proceso, el Círculo Rojo (alguna vez se lo llamó oligarquía) se adueña del país para entregarlo al capital extranjero. No es esto un oxímoron, es literal.
Lo del capital extranjero es importante señalarlo en esta época trumpista, un dilema que bien refleja el divorcio del presidente norteamericano con Elon Musk, hablando de continuidades.
Así, aquel gobierno de facto (entonces la dictadura de Eugenio Aramburu se llamó a sí misma Revolución Libertadora) no tuvo resquemores con empresarios y empresas foráneas, pero sí para perseguir a los migrantes pobres, a los que endilgaba venir a quitarnos el trabajo y la salud. Vieja artimaña de buscar en el interior de los sectores populares chivos expiatorios del malestar que ellos mismos crean. Ahora, 70 años después, la historia del país gorila parece repetirse. Ya no como una farsa, sino como una nueva tragedia.
Para darle el punto final a esa historia falta un hecho.
Un fallo de la Corte Suprema.