La huida sin honra de las tropas estadounidenses de Afganistán –destinada a evitar más muertes propias en una guerra imposible de ganar pero que, paradójicamente, se lleva a cabo en medio de más bombas y más derramamiento de sangre– es, al contrario de lo que podría suponerse en la maceta nacional, un hecho revelador para la Argentina. El acto expone una reorientación de fondo de la política exterior de la hiperpotencia de fuerte impacto en el hemisferio, algo de lo que deberá tomar nota el gobierno de Alberto Fernández e incluso los que vengan después de él.
El análisis político suele tentarse con los fuegos artificiales de los discursos fundacionales. Spoiler: en esta columna, más que una novedad se expone una continuidad. Con el demócrata Joe Biden, la Casa Blanca no hace más que seguir un camino iniciado por Donald Trump, a quien hay que atribuirle el mérito de haberle puesto al giro una etiqueta expresiva: "Estados Unidos primero".
La retirada de Afganistán, como se dijo, es una lupa gigante para observar ese proceso histórico de larga duración, que comenzó con la llegada del republicano al poder en enero de 2017 y que probablemente continuará por un buen tiempo. El atentado terrorista perpetrado el miércoles por la filial local del Estado Islámico (el EI-Jorasán) en el aeropuerto de Kabul, en el que murieron 13 soldados ocupantes y unos 70 civiles que pugnaban por huir al exterior, reverdeció la grieta discursiva en Washington. El modo en que Biden está conduciendo –por decir algo– la salida llevó a Trump a denunciar el "movimiento más vergonzoso de la historia de nuestro país". "Parecemos tontos en todo el mundo, débiles, patéticos… Estamos dirigidos por personas que no tienen idea de lo que están haciendo", añadió antes de llegar a pedir la renuncia del jefe de Estado.
La filial afgana del Estado Islámico perpetró una masacre el último miércoles en el aeropuerto de Kabul.
En verdad, la retirada había sido pactada el año pasado por el propio Trump y los talibanes en negociaciones llevadas a cabo en Doha. Para alcanzarlas, la diplomacia estadounidense hasta cedió a la exigencia de los ultraislamistas de borrar de la mesa de diálogo al gobierno prooccidental de Afganistán y apenas si exigió una promesa de que ese país no volvería a albergar, como había hecho en el pasado, a terroristas como los de Al Qaeda. El Departamento de Estado, el Pentágono y la CIA evidentemente descontaban que el poder regresaría pronto a manos de los talibanes.
Biden no hizo más que cumplir, con convicción también propia, aquel compromiso, para el cual recalculó la fecha: en lugar de mayo, como se había acordado, la retirada terminaría el 31 de agosto. Esa certeza precipitó la ofensiva final de los extremistas sunitas, el derrumbe del régimen títere de Ashraf Ghani y la salida del clóset de un actor "nuevo" y no deseado de la política de ese país: el Estado Islámico, más ultra –¡uf! Eso es un montón– que los propios talibanes.
«"Estados Unidos ha cambiado sus prioridades. La dinámica de Tom y Jerry con el terrorismo global proseguirá, pero la percepción sobre cuál es su desafío principal se ha trasladado más hacia el este y se llama China".»
La descripción de un hecho que revela una tendencia de largo plazo y abarca tanto a republicanos como a demócratas no debe, con todo, conducir al delcañismo: no todo es lo mismo. Los objetivos estratégicos de Estados Unidos no varían, pero Trump había optado por perseguirlos a través de una táctica diferente, basada en un discurso más aislacionista –hasta donde se lo puede permitir una potencia de semejante porte– y en la pelea por los costos de la así llamada "seguridad global" con los socios tradicionales de Europa. Con Biden, eso cambió y Washington retomó sus alianzas tradicionales.
¿Qué indica todo esto? Básicamente, que Estados Unidos ha cambiado sus prioridades. La dinámica de Tom y Jerry con el terrorismo global proseguirá, pero el factor de la ocupación militar de otros países –para peor, en dos frentes simultáneos, otra onda larga, inaugurada por George W. Bush y continuada, con menos convicción, por Barack Obama– ya no será parte de la ecuación. La tarea se realizará principalmente en los sótanos –"sitios oscuros"– de los servicios de inteligencia.
El sustrato del reperfilamiento de la política de seguridad y de la diplomacia estadounidense es la idea de que el terrorismo ya no es la amenaza existencial más importante. El desafío principal se ha trasladado más hacia el este y se llama China.
"Tal como se los ve desde afuera, los pronorteamericanos abundan en la oposición, pero también son prominentes en el Frente de Todos".
Si bien deberá compartir el poder –en un roce con la potencia emergente que a veces será más suave y otras, más áspero–, Estados Unidos no se resigna a ser un imperio menguante. Para evitar eso debe concentrar sus esfuerzos en su fortalecimiento doméstico, en particular en lo económico. Por no mencionar Irak, solo la inútil guerra afgana le ha costado un billón de dólares. "China y Rusia estarían encantados de que siguiéramos gastando dinero", dijo Biden para justificar la salida.
Esto lleva al punto de por qué el mensaje de Estados Unidos en Asia Meridional es relevante para la Argentina: Estados Unidos comenzará a mirar a través de la lupa china su relación con el mundo. Ese es otro aspecto –en general subestimado– de la dinámica política local: tal como se los ve desde afuera, los pronorteamericanos abundan en la oposición, pero también son prominentes en el Frente de Todos. Porque para Estados Unidos –como para China y también Rusia, ya que estamos– una cosa son Fernández y Sergio Massa y otra, Axel Kicillof.
Argentina está empeñada desde hace décadas en convertirse en un país irrelevante, pero ni en ese esfuerzo termina de tener éxito. Así las cosas, la puja entre la potencia vieja y la nueva tendrá en el país un capítulo importante de su dimensión sudamericana.
El brasileño Jair Bolsonaro quedó políticamente viudo con el cambio de mando en Washington, pero algunas de sus decisiones revelan que, en el fondo, Brasil no gira en torno al eje republicanos-demócratas sino alrededor de los propios Estados Unidos y de su interés nacional. Si Trump exigía que el gigante chino Huawei fuera excluido de la licitación para el tendido de la red 5G, Biden reclama la misma cosa. Ante eso, el colorido presidente brasileño decidió dividir salomónicamente la subasta del Internet de alta velocidad, que se lanzará en octubre, en dos tramos: uno para la circulación general de datos, en la que dicha compañía podrá participar, y otro privativo para organismos del Estado, que involucrará comunicaciones sensibles, de la que será excluida. China, principal socio comercial de Brasil, deberá conformarse con poner al menos un pie en un negocio que involucra dinero e información.
La reciente gira regional del asesor de Seguridad Nacional de Biden, Jake Sullivan, tuvo a esa cuestión como uno de sus puntos centrales. Argentina deberá tomar alguna vez una decisión al respecto y a Estados Unidos le interesa que sea la "correcta". ¿Dirá Fernández si quiere más a papá o a mamá antes de que concluya su –¿primer?– mandato?
Con Estados Unidos y China, pero también con Rusia como actor importante, la disputa por las áreas de influencia se expresa en esta pandemia en la guerra, a la vez comercial y política, por la introducción de vacunas en todo el mundo. Aquí, primerearon Vladímir Putin con la Sputnik V y Xi Jinping con Sinopharm. Sin embargo, aunque con demora, Biden ya desbloqueó la entrega de los inoculantes argentino-mexicanos de AstraZeneca que retenía indebidamente y Pfizer y Moderna ganan espacio en un proceso que tendrá, inevitablemente, nuevos episodios en 2022 y más allá.
Sin embargo, no todo es 5G y vacunas. La Argentina, que se encierra en discusiones menores y se resiste a tomar consciencia de su dimensión potencial, también deberá darle alguna vez la prioridad que merece a su política de defensa. La memoria de la última dictadura ya es afortunadamente eso –memoria, además de verdad y justicia– y la jibarización de las Fuerzas Armadas dejó de ser hace tiempo un camino eficaz para asegurar la subordinación del poder militar al político. Así, la protección de un litoral marítimo vasto y de riquezas desconocidas merecerá en algún momento más protección que la que pueden brindar hombres y mujeres enviados a la muerte en submarinos desvencijados. También se deberá pensar cómo se vela por las extensas fronteras nacionales, por los gigantescos yacimientos gasíferos y petroleros de Vaca Muerta y por las zonas que albergan reservas de agua dulce de valor incalculable, entre otros objetivos.
El conflicto con el Reino Unido por Malvinas limita el acceso a equipamiento militar y Rusia ya se anota en la carrera como proveedor. He ahí otra decisión que, más temprano o más tarde, la Argentina deberá afrontar.