Al primero lo irritaba que el segundo desautorizara públicamente uno de los ejes del Presupuesto 2021, al que definió como su plan económico, esto es un incremento promedio de las tarifas equivalente a la inflación, de modo de impedir que los subsidios por ese concepto crecieran más allá del 1,7% del producto bruto interno (PBI) y de comenzar un sendero suavemente descendente del déficit fiscal, una de las causas de los males económicos nacionales. Sin embargo, lo enardecía más todavía que lo hiciera un subordinado directo, Basualdo, un funcionario ubicado no solo bajo su autoridad sino, también, bajo la del secretario de Energía, Darío Martínez.
Así, mientras el titular del Palacio de Hacienda sostenía la idea de que las tarifas de luz, gas, agua y transporte crecieran en promedio tanto como la inflación del año –más para los hogares de mayores recursos y menos para los de ingresos más bajos, segmentación que le reprocha al subordinado nunca haber trazado–, Basualdo le marcaba la cancha con reiteradas declaraciones en los medios en los que afirmaba que los ajustes no serían mayores al 7 o el 9 por ciento en el año, en línea con el pliego de condiciones que la vicepresidenta voceó poco antes de la última Navidad en el estadio Diego Armando Maradona de La Plata.
A esa serie de desautorizaciones públicas, Guzmán sumaba las del interventor del Enargas, Federico Bernal, aunque en ese caso se consolaba diciendo que, al menos, este es el titular de un organismo que, si bien cae dentro de la órbita del Ministerio de Economía, goza de autarquía.
El presidente Fernández, que suele estar atento tanto a lo que pasa en su gabinete como a lo que dicen los medios, dejó correr la cuestión imprudentemente, absorbido tanto por la urgencia de ratificar las medidas contra la pandemia y la de sostener la pulseada con Horacio Rodríguez Larreta como atento a lo difícil que es mantener el equilibrio inestable con su amiga Cristina. Guzmán, que se lamenta desde hace tiempo por la falta de definiciones del Presidente, decidió ir a fondo contra el subsecretario.
La embestida contra Basualdo no respondió simplemente a una una cuestión de autoridad: como informó en su momento Letra P, el ministro ya había aceptado a instancias de Máximo Kirchner flexibilizar ciertos aspectos del Presupuesto vinculados al gasto, más ante la acechanza del covid-19, pero no toleraba que se lo rompiera definitivamente. Esa era su línea roja.
El cristinismo salió a sostener a Basualdo con el argumento de que la remoción de este fue una operación de prensa de baja estofa y no una decisión oficial. Sin embargo, la orden de Guzmán existió y, si este se cortó de un modo oblicuo, corresponde, además de revisar su expertise político, determinar qué lo llevó a actuar de ese modo. Una vez más, el laissez faire de Fernández.
Fuego contra fuego: si Guzmán operó a través de los medios para anunciar la salida de Basualdo, desde el otro rincón del ring se hace lo mismo ahora con la filtración de nombres de posibles relevos. El juego, con todo, no puede escapar a una pregunta corrosiva: ¿qué sería capaz de lograr cualquier eventual reemplazante en medio del temblequeante pulso presidencial y de la mirada atenta de la vice?
Guzmán transita la autopista que va de Guatemala a Guatepeor: en el peor de los casos, perdería el cargo y en el mejor, quedaría tan herido que, acaso, no pueda evitar ese mismo desenlace en un tiempo no demasiado largo. ¿Buscará Fernández preservar su propia autoridad sacando del medio al subsecretario? En tal caso, ¿hasta qué punto el ministro resistiría el escrutinio de una Cristina Kirchner que lo acogió en los tiempos de la renegociación de la deuda con los acreedores privados, pero que luego comenzó a recelar de él por lo que entiende como un enfoque demasiado ortodoxo?
Se equivocan quienes, desde afuera, piensan que esta saga es una simple puja por un cargo de rango menor. En cambio, quienes así lo argumentan desde adentro directamente mienten. La onda expansiva de la bomba de viernes deja desnudo al Frente de Todos en sus contradicciones más graves, algo especialmente delicado cuando la pandemia arrecia y pone en juego, a la vez, la autoridad presidencial ante los desplantes porteños y en tela de juicio la recuperación de la economía. Atención: las urnas ya están a la vista.
El desorden jerárquico en el gabinete, la banca efectiva del ministro que comanda la cartera más sensible, la disparidad de criterios entre el Presidente y su vice –dueña del paquete accionario mayoritario del Frente de Todos– y, con esto, la pregunta sobre la visión de futuro que el peronismo reunido le ofrece al país parecen resumirse en una palabra. Una cosa que empieza con Q.
No todo es lo mismo, claro. Una cosa es haber desendeudado el país –más allá de que ello haya sido producto de la falta de opciones– y otra, haberlo endeudado hasta la verija, pero aun así la Argentina viene de fracaso en fracaso.
Entre 2011 y 2015, el vuelo de gallina de una economía que crecía un año y caía al siguiente dejó un saldo neto negativo, algo que no es poca cosa a lo lago de cuatro años.

Evolución del PBI. Fuente: Banco Mundial.
En tanto, entre ese último año y 2019, tres de cuatro fueron de recesión, mientras que la inflación, que antes había sido del orden del 25% –retenida con cepos y controles varios–, se desató hasta el 50% sin los mismos para, inevitablemente, volver a su imposición. Con unos y otros al mando, la Argentina lleva ya toda una década perdida.
En el ínterin, la pobreza no dejó de oscilar en esa etapa larga y engrietada entre el 30 y más del 40%, estableciendo nuevos pisos que son una hipoteca trágica para el futuro de compatriotas de carne y hueso y para el del propio país.
Si Alberto Fernández encarnó algo en la campaña electoral de 2019, fue la búsqueda de una estrategia diferente para restaurar el crecimiento, una prudentemente heterodoxa, más cercana al nestorismo que al cristinismo, dos fases del kirchnerismo que a algunos les duele distinguir: reestructuración de la deuda, búsqueda de superávits gemelos –el comercial, ahora; el fiscal, con el tiempo, para que el ajuste dañe menos–, desinflación gradual, apaciguamiento paulatino de expectativas, fortalecimiento del mercado interno… El retorno al redil del propio Fernández y de figuras como Sergio Massa fue el contenido político de esa promesa implícita y Guzmán, un rostro nuevo capaz de encarnarlo.
Si el ministro perdiera la puja con su subsecretario, el mensaje del Gobierno a los agentes económicos –pueden no gustar, pero son los que hay– sería el peor posible y no porque estos precisamente lo amen, sino porque temen que cualquier cosa que venga detrás de él sea peor de acuerdo con su visión del mundo. La evolución de los dólares paralelos, legales e ilegales, y expectativas de inflación que podrían volar sin obstáculos por encima del 50% serán los termómetros para medir el humor de esos influyentes que convierten las profecías en hechos.
El plan Guzmán corre el riesgo de naufragar, pero antes por la prepotencia de una pandemia que postergó su despliegue y por la disfunción flagrante del Frente de Todos que por sus propias limitaciones.
Con aquel o sin aquel, constatado el agotamiento del cristinismo tardío y consumado el doble fracaso de Mauricio Macri, con un ajuste gradual financiado con hiperendeudamiento entre 2015 y 2017 y con emisión monetaria cero a gusto del FMI de 2018 a 2019, ¿qué camino quedaría por recorrer? Las posibles respuestas solo llevan a fruncir el ceño.