La segunda ola del nuevo coronavirus se ha instalado en el país y ha obligado al Gobierno a tantear a una sociedad encabritada con un refuerzo de las medidas de prevención que, no puede descartarse, acaso solo sean la previa de otras más duras. En ese contexto, el ministro de Economía, Martín Guzmán, se enfrenta a desafíos complejos, con previsiones macro que pueden quedar en el aire si la crisis lo obliga, como el año pasado, a sacar dinero de donde no hay para auxiliar a los más humildes, a los trabajadores y a las empresas en problemas. Como si eso fuera poco, sufre fuego ajeno del Fondo Monetario Internacional (FMI) y también amigo, desde el ala cristinista del Frente de Todos y más allá, disparado a discreción ante la mirada impasible del presidente Alberto Fernández.
Guzmán llegó al cargo en diciembre de 2019 con el objetivo de renegociar una deuda inefable para, luego, ordenar de a poco una economía que alguna vez debería liberar su cama de terapia intensiva. A poco de andar, la primera ola de covid-19 le mezcló los papeles y, ahora, el comienzo del año electoral lo pone cara a cara con referentes del propio palo que se revuelven ante el mal humor social que captan.
Muchas veces las cosas se simplifican y se atribuyen esas presiones solo a la vicepresidenta, Cristina Kirchner. Las de ella son más sonoras, pero no las únicas. El jefe de los diputados peronistas, Máximo Kirchner, forma un tándem aceitado con el titular de la Cámara baja, Sergio Massa, y ambos comparten el temor de que una eventual derrota en octubre signifique el principio del fin del proyecto.
Guzmán escucha, sobre todo a Máximo K, y entiende los límites, pero sigue pensando que su rol histórico es ordenar la economía, algo por otro lado inevitable ya que se lo recuerdan sus contrapartes de todo el mundo en cada encuentro o videoconferencia a la que asiste. Mucho de eso escuchará en la gira que realiza desde este domingo por Alemania, Italia, España y Francia.
Urgido por financiar un megaproyecto reactivador de infraestructura de dos billones de dólares –más de cinco años de PBI de la Argentina–, el presidente estadounidense, Joseph Biden, acaba de elevar del 21 al 28% el impuesto a las ganancias de las empresas más grandes. Ante la posibilidad de que eso afecte la competitividad de su país frente a potencias entregadas a una guerra fiscal de incentivos, el demócrata presiona ya en pos de la aplicación de una alícuota global mínima.
Alemania y Francia dieron su apoyo a la iniciativa. También el FMI, que fue incluso más allá: como el Frente de Izquierda y de los Trabajadores (FIT), pidió que la crisis la paguen los ricos a través de un gravamen extraordinario a las más altas rentas, calco del aprobado en la Argentina.
Sin embargo, la receta es solo para los poderosos: 24 horas después de esa definición, su director para el Hemisferio Occidental, Alejandro Werner, se quejó de la heterodoxia nacional en un seminario de calificadora Standard & Poor’s.
"Tenemos mucha incertidumbre sobre (cómo piensa el país cambiar) las políticas para que la nueva deuda sea sostenible. Pareciera que hay diferencias de opinión significativas dentro de la alianza política del presidente Fernández sobre qué dirección deben tomar", disparó.
Cada vez que Fernández, el jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, y Guzmán dicen que este año no habrá ni Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) ni Programa de Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción (ATP), por debajo de la mesa cruzan los dedos. Las flamantes medidas sanitarias no implican –aún– la paralización de actividades y el Presupuesto 2021 no contempla "gasto covid".
"Es demasiado pronto para saber cómo va a afectar a la economía la nueva situación, así que las proyecciones para el año por ahora son las que mencionó Martín", le dijo a Letra P una fuente de trato diario con el titular del Palacio de Hacienda. Así, aquel sigue esperando un crecimiento mínimo del 7%, una inflación anual del 29 al 33% y que los sojadólares fluyan lo suficiente como para despejar dudas sobre la sustentabilidad del valor oficial del billete verde. Cuando la charla gana en confianza, la misma admite que esas metas son cada vez más vaporosas, especialmente el ministro recibe exhortaciones más y más insistentes para que termine de cambiar el chip.
Guzmán se sobresalta por el fuego amigo. Que el interventor del Enargas, Federico Bernal, le marque la cancha y diga que los aumentos de tarifas –contracara de subsidios que el plan económico impone limitar– deben adecuarse a los ingresos de las familias, vaya y pase. A fin de cuentas, es el titular de un ente autárquico. Sin embargo, que el subsecretario de Energía Eléctrica, Federico Basualdo, señale que el ajuste "puede ser del 7% o del 9% o directamente no ser" ya es otra cosa. Se supone que Basualdo lo reconoce como su superior. Hasta funcionarios de tercer nivel se convierten en librepensadores.
El ministro sabe que, si la peste empeora, deberá inventar dinero que no existe para convertirse otra vez en bombero. Teme por los efectos de una megaemisión de pesos como la del año pasado, algo que, en un contexto de consumo limitado, volvería a presionar sobre los tipos de cambio paralelos. El hombre no olvida que, en su momento, estos volaron hasta casi $200, haciendo temer una devaluación del oficial.
Su margen es ínfimo: la inflación de marzo volverá a dar malas noticias y la baja significativa esperada para abril queda por ahora en el terreno de las esperanzas del corto plazo. Mientras, el ala política le demanda que gaste más, aunque serán sus miembros quienes lo crucificarán si la inflación, sobre todo la de alimentos, no encuentra techo.
¿Podría usar los 4.500 millones de dólares que recibirá el país en virtud de la ampliación del capital del FMI? Guzmán no piensa en patinarse semejante suma en gasto corriente y preferiría, llegado el caso, utilizarla para pagarle al organismo la deuda de este año de modo de estirar las negociaciones todo lo que haga falta sin entrar en default. Para el ala política, los pesos que la autoridad monetaria podría entregarle al Tesoro a cambio de ese dinero extraordinario serán una tentación.
A todo esto, ¿qué onda el Presidente?
¿IFE y ATP? "No es lo que estamos viendo", aunque "si hiciera falta, voy a ayudar a los argentinos a salir de este trance", dijo el jueves en Radio con Vos. ¿Suba de tarifas? Sí, "pero en el contexto en el que estamos". Gambetea como Orteguita, pero la realidad lo obliga.
Las balas que pican cerca llegan desde todas las direcciones. El referente de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), Juan Grabois, definió esta semana a Guzmán como "un fenómeno, pero está equivocado (…). Su formación académica le hace ver las cosas desde determinados manuales, desde determinadas planillas de cálculo. Le falta calle y formación política", le pegó en el piso.
–¿Es buen mozo el ministro, Juan?
–Es un tipazo.
Grabois es un electrón suelto, un francotirador. Sin embargo, Guzmán se pregunta a esta altura quién le abre la puerta del edificio y le indica qué escalera subir para llegar a la terraza desde la que dispara a placer.
El ministro, que ya ha flexibilizado sus afanes más fiscalistas –tanto, que aceptó no solo reducir el impuesto a las ganancias a las personas de clase media sino, también, el que tributa el 90% de las empresas–, lucha ahora para que la pandemia y los reclamos de la política no terminen de desfigurar el Presupuesto, su plan económico.
Guzmán quisiera que Fernández tomara una postura más clara entre el cristinismo y, en general, el ala política y que respaldase su diagnóstico de que urge emprolijar el frente fiscal para bajar la inflación.
"Cuando alguna vez no estuve de acuerdo con Cristina, me fui a mi casa. Ahora no me voy a mi casa porque soy presidente de la Nación, pero, si tengo que decir algo con lo que no estoy de acuerdo, lo hago muchas veces y no pasa nada, seguimos discutiendo", afirmó en esa entrevista.
Va y viene. También para él, la cancha es pequeña.