Como lo demuestran, por no ir más lejos, los casos de 2014 y 2016-2019, devaluar no es una solución para los problemas argentinos. A veces puede resultar inevitable, ya sea porque se debe resolver un desequilibrio de balance de divisas o porque las reservas del Banco Central no alcanzan para sostener la paridad, pero en el Gobierno aseguran que ninguna de esas condiciones se verifica hoy. Lo primero, porque el tipo de cambio real multilateral sigue siendo, pese a su deterioro relativo del último año, más que suficiente para asegurar un balance comercial muy positivo; lo segundo, porque, a falta de dólares, la autoridad monetaria ha demostrado estar dispuesta a ejercitar al máximo el ingenio en la imposición de cepo y regulaciones varias para darle pelea al mercado voraz hasta que comiencen a entrar con fuerza divisas por exportaciones y otros conceptos. No habrá devaluación, asegura el ministro de Economía, Martín Guzmán, aunque duela.
Ante lo que percibe como una incesante presión devaluatoria de partes interesadas –apostadores del mercado financiero y los analistas que les hablan–, en el Gobierno afirman que, en un caso extremo, preferirían incluso pisar importaciones, aunque eso implicara que el 4% de crecimiento establecido en el proyecto de Presupuesto 2022 se convirtiera en, digamos, 2,5% o menos, y la eventualidad –poco probable, pero aún no descartable– de que una falta de acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) lleve ese guarismo a cero.
El Frente de Todos en pleno le teme fatalmente al efecto social de una devaluación. En tal caso, la inflación se dispararía bien por encima de su velocidad crucero actual del 50% –en especial, en el ítem alimentos–, los sectores más pobres sufrirían todavía más, el consumo popular dejaría de traccionar la actividad y el país caería otro piso en su recorrido descendente por los balcones de la calidad de vida.
En 2014, con Cristina Kirchner en la Casa Rosada, Axel Kicillof en el Palacio de Hacienda y Juan Carlos Fábrega en la autoridad monetaria, la devaluación del 22% de principios de ese año quedó anulada en algo más de un semestre en sus efectos positivos sobre la competitividad debido a la suba de los precios y los costos. El saldo fue una recesión fuerte en ese año. Lo del dramático bienio final de Mauricio Macri fue todavía más dañino, porque, a esos efectos, sumó la explosión de una deuda en dólares, tomada aluvionalmente en tiempo récord, que se hizo impagable.
El Ministerio de Economía y el Banco Central (BCRA) tienen dos objetivos en materia cambiaria. El primero es mantener en términos favorables el tipo de cambio real multilateral, lo que implica que el peso no se atrase más no solo contra el dólar sino contra el real y las monedas de otros países clave para el comercio exterior nacional. El segundo es que sus actualizaciones en un contexto de elevada inflación no contribuyan, justamente, a espiralizarla vía costos de empresas dependientes de insumos importados y expectativas.
Dichas metas pueden ser –muy probablemente serán– contradictorias. Además, como para complejizar más la tarea del titular del Central, Miguel Ángel Pesce, el no atraso cambiario implica prestar atención a una pluralidad de variables, desde las cotizaciones internacionales del dólar y otras divisas relevantes hasta la inflación hoy creciente en Estados Unidos y Brasil, pasando por la evolución de la tasa de interés en la superpotencia y por el crecimiento del país vecino y su demanda de bienes industriales argentinos, entre otros aspectos. Mientras, prima también lo local y lo cortoplacista. "Veremos qué pasa con la inflación (nacional) de noviembre", dicen en la entidad cuando se pregunta por el futuro de la política cambiaria y de las tasas de interés.
El mercado descuenta que, para recuperar el terreno perdido por el dólar en el año electoral, cuando se reeditó el clásico de usarlo como ancla cambiaria, el BCRA acelerará la pauta de minidevaluaciones prácticamente cotidianas –crawling peg– para alienarla mes a mes con la inflación. Ese, sin embargo, puede ser un punto de arranque y la tendencia, cambiar abruptamente el paso conforme la inflación dé más o menos motivos de inquietud inmediata. "El mercado no va a tener certezas de nuestros movimientos. En otros términos, no va a haber una ‘tablita’", afirman allí.
Si la política cambiaria estará tan condicionada por la coyuntura local e internacional, ¿qué pasará con uno de los principales reclamos del FMI en estos días de negociaciones técnicas en Washington, esto es, la reducción de una brecha del 100% entre los dólares paralelos y el oficial que resulta peligrosa en términos de expectativas de devaluación y, con eso, de anticipo de importaciones y de demora de exportaciones?
Lamentablemente, porque en el Gobierno toman nota de esos efectos secundarios de la brecha, su reducción no será, dadas las urgencias extremas del momento, un objetivo de política.
En todo caso, plantean los técnicos de Economía y del Central en el Fondo, la misma se iría cerrando de a poco y no con una megadevaluación del tipo de cambio oficial sino conforme el programa en ciernes no ahogue el crecimiento. Este sería, en definitiva, fuente de una mayor entrada de dólares al país por comercio exterior, inversiones extranjeras –el Gobierno sigue muy de cerca a los sectores minero y de energías convencionales y verdes–, restauración del financiamiento externo para el Estado –a través de organismos multilaterales– y para las empresas –en el mercado voluntario–, así como del turismo receptivo.
Si todo sale bien –más le valdrá al país que así sea–, el Gobierno confía en ir sumando esas fuentes de divisas a lo que entre por comercio exterior, en previsión de las campañas triguera –desde este mes– y, sobre todo, sojera –desde fines de marzo– con buenas cosechas y precios internacionales sostenidos. En tanto las reservas se vayan recomponiendo –si hay acuerdo con el Fondo, se espera que haya incluso dinero fresco que reponga los pagos realizados desde agosto– el cepo podría ir flexibilizándose, aunque con extrema cautela.
Para que la liberación sea más relevante, la Argentina debería exportar mucho más. De los 75.000 millones anuales actuales, las ventas externas deberían saltar al menos a 90.000 millones para que eso se dé y, con ello, se destraben ciertas trabas que, paradójicamente, complican el comercio exterior que se necesita estimular.
Pero eso es largo plazo. Lo primero es tratar de sacar la cabeza del agua.