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Hay ciudades que quedan tan marcadas por los hechos que protagonizan que su nombre se transforma en un concepto político en si mismo: Weimar, Beirut, Hiroshima o Yalta. En la Argentina, la ciudad entrerriana de Gualeguaychú se candidatea a un puesto más “posmoderno”, ser la localidad en la que los grandes partidarios mayoritarios del siglo XX van a firmar su rendición condicional. Con el estandarte en alto de la “racionalidad”.
Porque, en realidad, las decisiones políticas de las dos Gualeguaychús, la radical y la peronista, son “racionales”. Y pueden, de hecho, ser leídas en espejo. El dirigente peronista bonaerense Juan José “El Vasco” Amondarain sostiene hace ya varios años una interesante teoría de “cosmología política” en relación al parteguas histórico que significó, para los dos partidos históricos de la Argentina, la crisis de diciembre de 2001. Un proceso de “Big Bang” que afectó por igual a radicales y peronistas, pero que se manifestó, obviamente, con mas virulencia y dramatismo contra los correligionarios primero, al ser quienes detentaron el poder hasta esa tarde soleada del 20. Los años 2000 fueron testigos del larguísimo vía crucis de la vieja UCR, de su atomización política real en las distintas expresiones del denominado pan radicalismo (Carrió, los radicales K y su símbolo máximo, la entronización del vicepresidente Cobos) y de las más diversas opciones electorales, que fueron desde las alianzas con Ricardo Lavagna y Francisco de Narváez o la construcción efímera del frente “progre” FAUNEN.
Y a todo “Big Bang” le llega su “Big Crunch”, una hipótesis que supone que después de un proceso de expansión, viene otro necesario de contracción, semejante a los procesos presentados por algunas estrellas. O, en criollo, que a un proceso de desagregación identitaria y partidaria le sigue uno de necesaria concentración y unificación. Los radicales encontraron su punto de unidad afuera, en la construcción de Cambiemos y en su subordinación en los hechos al liderazgo de Mauricio Macri y de su nuevo partido siglo XXI, el PRO. En Gualeguaychú se jugó un partido histórico, el que habilitó la derrota del peronismo a finales de 2015 al reunificar finalmente a todas las familias no peronistas argentinas bajo un mismo techo. Significó también, en algún punto, el certificado de defunción ideológico del alfonsinismo socialdemócrata: sobre todas las identidades del partido centenario, se priorizaría la anti peronista como elemento unificador y la candidatura externa de Macri como bandera a la victoria y de retorno a la Casa Rosada. De paso, la opción tomada por la UCR terminó de desmantelar cualquier opción nacional de una centro izquierda no kirchnerista al estilo santafesino, que de ahí en adelante y con el desmantelamiento de FAUNEN se limitara casi a la voz solitaria de Margarita Stolbizer o a las columnas de opinión de Beatriz Sarlo.
El giro estratégico encabezado por Ernesto Sanz es de una racionalidad que duele, dado que parte de la hipótesis de que la UCR no pondrá a uno de los suyos en el sillón de Rivadavia en ningún futuro previsible. Cambiemos es la condición de supervivencia, a condición de ya no ser. Un perfecto sindicato de políticos que celebra su paritaria electoral cada dos años en la conformación de las listas, en una arquitectura política que desnuda su rol subordinado. Una rendición negociada y escenificada a lo grande en la realización de las PASO 2015.
Es Pichetto el Sanz peronista? Con una cultura y una práctica del poder mucho menos dúctil a la travesía del desierto, el peronismo 2018 se mira en ese espejo radical. A la derrota de 2015 le siguió la de 2017, donde perdieron democráticamente todos los peronismos. Es una situación de “paridad” en la derrota que carece del ordenador externo que significo el PRO y, más específicamente, de un candidato con expectativas que frene la sangría de la dispersión política. En un escenario de esas características y en sus acciones concretas mas allá de las declaraciones, todo el nuevo pan peronismo parece replegar sobre lo propio. Ante la nada, la definición identitaria.
El kirchnerismo ensaya candidatos propios de la marca Unidad Ciudadana, en el supuesto de que los votos de Cristina son automáticamente trasladables a cualquier referente (Rossi, Kicillof), en el caso de que ella decidiese no presentarse. El sueño de un Esteban Bullrich propio, de riesgosa comprobación. En cualquier caso, es el espacio del universo peronista con el candidato más fuerte para cualquier presidencial hoy y también el que prefiere todavía el Gobierno. El partido que el PRO siempre gana. La monotonía del piso alto, el techo bajo y el ballotage imposible: Cristina Fernández de Filmus.
Pichetto es el referente de una Unión Cívica Peronista que, ante la atomización, procede a agrupar lo que existe, los restos del ex partido del poder, del Peronismo de Estado: gobernadores, senadores, diputados, jueces. Es el hoy Peronismo Ronin, Samurais sueltos y sin Amo. La foto de Gualeguaychú, en ese salón símil velatorio, con un logo inventado de Raje y el Split de aire acondicionado completando el decorado, habla de la improvisación de la convocatoria. Y, si bien la segunda convocatoria en Córdoba mejoró esa pobre estética, la naturaleza de los invitados sigue invariable y dice aun más: el 100% es, para bien o para mal, miembro de la ex Nomenklatura peronista. Ninguna cara nueva, ningún joven, ningún invitado especial. ¿Tiene la Gualeguaychú peronista su complemento en el putsch de jubilados que significó la intervención judicial del PJ? Los contenidos conceptuales del fallo de Servini de Cubria (analista política con poder de policía, ya querríamos todos) le podrían dar algo de verosimilitud política a esta hipótesis, aunque, en los hechos, el resto del peronismo le hizo en estos días el vacío al “Tejerazo” del tándem de la jueza y Barrionuevo.
De cualquier manera, la prueba del ácido de este experimento llegará con el calendario electoral. Los gobernadores votan con los pies y en el desdoblamiento o no de las elecciones provinciales se verá, en los hechos, cuánto creen en la candidatura de este espacio, hoy ubicada en el siempre mentado gobernador de Salta, Juan Manuel Urtubey. Porque Pichetto es un Sanz sin Macri a la vista, sin ninguna candidatura ni ordenador externo que pueda comenzar al menos el proceso de “Big Crunch”.
¿Pudo haberlo sido Sergio Massa? El massismo tuvo siempre el comprensible problema de la manta corta electoral, que se cristalizaba en el histeriqueo de la relación entre el peronismo oficial y los integrantes del nuevo Frente Renovador. Ser electorable, contemporáneo y ganador implicaba alejarse de ese tronco político, de la misma manera que lo hizo antes Néstor Kirchner. En el fondo, Massa pensaba del peronismo oficial lo mismo que Cristina, ideario hoy accesible a todos gracias a sus diálogos con Parilli trasmitidos por la AFI a través del programa de Luis Majul. Básicamente, y siendo suave, que políticamente no servía para gran cosa.
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El FR quería hacer lo mismo con ese peronismo que el PRO con los radicales: derrotarlo y conducirlo desde afuera. El problema es que toda la estrategia se sostenía en ganar -ganar siempre. Cuando eso no sucedió, se desdibujó una posición política que mantenía, sin embargo, interesantes ribetes de modernidad. El universo peronista actual reflexiona poco sobre la experiencia massista. Se acostumbró a ignorarla por disciplina partidaria. Es, sin embargo, la ultima vez que una fórmula neo peronista obtuvo votos sin ser kirchnerista (un interesante 22% nacional obtenido con posterioridad a las primarias, o sea, el que lo votó ya sabia que perdía) que hoy cualquier Urtubey firmaría con ambas manos. Mas allá de la personalidad zigzagueante de su jefe, en el “massismo” a la Felipe Solá se cifraba la posibilidad de una síntesis política que es hoy imposible entre Gualeguaychú y San Luis. La posibilidad de una tercera vía fuera de esa encerrona mortal. Y de un posible ballotage exitoso.
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La crisis del massismo es una secuela más de la crisis general del peronismo. Implica la perdida de la búsqueda de votos ahí afuera, en la sociedad fuera de los kioscos propios. Y cierta resignación en la disputa real del poder. Las distintas franjas del peronismo hacen sistema hoy con el nuevo Partido de Poder, representado en el gobierno de Cambiemos. ¿Cuál era el sueño de las cabezas políticas del macrismo en aquel enero de 2016? Destruir y/o neutralizar a Massa, ganarle a Cristina en 2017 pero mantenerla “con vida” y auspiciar la estructuración de un peronismo “sensato” que, en la medida de lo posible, presente una candidatura aparte en 2019. El divorcio definitivo entre peronismo y progresismo. Cualquier similitud con la realidad no es pura coincidencia. Y esto puede ser cierto incluso en la peor semana que vivió el macrismo desde que llegó al poder expresada en el combo suba de tarifas-inflación-caída en las encuestas-corrida del dólar-salida de Monzó. La oposición porteña “subsidió” en su mala praxis toda la primera Jefatura de Gobierno de Macri en la Ciudad. ¿Sucederá lo mismo esta vez pero a escala nacional?
Es que la mala racha gubernamental puede constituir, para la oposición peronista, un “regalo” paradójico, un espejismo en el desierto. Si, por un lado, puede ayudarla a salir de la atonía y depresión en que se había sumergido después de octubre, por el otro puede contribuir a frenar precisamente la que puede ser su única carta verdadera a futuro: una renovación profunda, integral y verdadera. La posibilidad de una crisis despierta los mejores y los peores reflejos del peronismo, que, a tono con el rol que le tocó ocupar en la democracia, abandona todo esbozo autocritico y de reforma para lanzarse presto al “pilotismo de tormentas”. Un Perro de Pavlov que levanta las orejas ante cada crecida del dólar y que pudo observarse en estos días en las declaraciones que emanaban de Córdoba, con el retorno de las palabras “crisis”, “gobernabilidad” y “orden”. La seducción infinita del atajo.
Todos son racionales en sus propios términos: es racional CFK, es racional Pichetto, es racional el massismo residual. El problema es que la suma de esas “racionalidades” contribuye a un escenario hecho a medida del Gobierno, incluso a pesar de sus muchas dificultades económicas. Tal vez, el problema entonces no sea tanto de racionalidad como de creatividad e imaginación política. Menos Descartes y más Edison: es la hora de inventar.