Hace un año que Javier Milei y Karina Milei llegaron al Gobierno. Hace un año que no cesan los diagnósticos fallidos sobre el futuro de los dos hermanos. Hace un año que esta administración sigue su carta de navegación en una marea de erradas especulaciones políticas.
Esperá unos meses y se caen; no saben nada de política; son minoría en el Congreso; esto ya lo vivimos con Martínez de Hoz; están haciendo lo mismo que hizo Menem; este modelo deja a la gente afuera… Lo cierto es que la oposición se volvió un chisme de pasillo, un relato vacío, o lo que es peor: una respuesta que repite como un mantra consignas pasadas.
¿Por qué, desde hace un año, el Gobierno es el depositario de una credibilidad que la oposición no puede arrebatarle? ¿Por qué “la gente” está dispuesta a seguir soportando el dolor del ajuste y a no expresar su disconformidad? Nada parece hacerle mella. Nada parece, tampoco, conmovernos. Ni el dolor de los jubilados ni el nivel que alcanzó el desempleo. Ni la pobreza ni la indigencia parecen inmutarnos. ¿De la patria es el otro pendulamos a me importa un carajo el otro? Si el resultado es con individualidad e indiferencia, no interesa mientras cumpla con su palabra. Pero su palabra fue ajuste, respondo. Es verdad, y también dijo que iba a bajar la inflación y está cumpliendo.
Cumplir con la palabra empeñada. Mejor aún: cumplir a rajatabla la promesa de campaña. Si tiramos de esta tanza podemos reconocer, a lo largo de la historia, las frustraciones a las que debió reponerse el pueblo argentino desde el regreso de reinicio de la etapa democrática.
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El pacto roto de la democracia
La democracia era el marco político institucional para alcanzar un futuro de trabajo, de crecimiento económico, de educación; un enunciado que por aquellos años sobrevolaba como una creencia generalizada de la sociedad. La democracia era la expresión de libertad de un pueblo que había atravesado la represión de una dictadura y ese acuerdo, ese pacto democrático se emparentaba con la defensa de los derechos humanos y funcionaba como límite a la desigualdad.
La ilusión de aquella proposición iniciática de que con la democracia se come, se cura y se educa fracasó.
En la última elección nacional, la mayoría decidió abandonar los intentos fallidos del pasado y dar lugar a una nueva realidad política. Como si el votante dijese: no me hablen más de derechos ni de cuidados si en todos estos años no pudieron bajar la inflación ni generar estabilidad laboral. No me importa si se disfraza, si tiene un lenguaje violento o está loco, mientras cumpla con su palabra.
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Javier Milei y los términos del nuevo contrato
Ese acuerdo por parte del ciudadano responde a un acto de fe propuesto por el Gobierno. Habrá que atravesar las penurias necesarias para purgar el pasado y sólo después llegaremos a la tierra prometida. Lo que se debilita es el pacto democrático y todo parece indicar que es factible el divorcio entre capitalismo y democracia. Que ese balanceo que lo emparentaba y tensionaba también sea parte del pasado.
¿Puede haber capitalismo sin democracia y que sea avalado socialmente? ¿Se puede pensar la vida en sociedad y que se oriente exclusivamente por la maximización de la ganancia y el beneficio personal? Si capitalismo y democracia se disocian con la complicidad de la voluntad general, el tema adquiere una mayor gravedad ya que, en pos de alcanzar una estabilidad económica que resuelva los problemas más acuciantes, no se recusaría la forma en que el Gobierno pueda metamorfosearse.
La desestimación de los valores democráticos es un riesgo que no debemos soslayar en los futuros análisis políticos, ya que nos encontramos frente a una gestión capaz de ir más allá de la democracia y que para ello cuente con la aprobación del votante. Del otro lado de la medianera, en la oposición, solo hay descascaramiento. Por las rencillas que sostiene no parece haber tomado nota de lo siniestro que trajo aparejada la novedad.
Ya no se trata de aquella convivencia que tensionaba entre la igualdad de todos los hombres ante la ley, la garantía de los derechos individuales y la voluntad general soberana con el derecho a la propiedad privada, la libertad económica y el libre contrato.
Lo que este gobierno viene a deponer con plena convicción es el Estado. En múltiples apariciones, el Presidente expresó su desprecio por el Estado y él mismo se consideró el topo que viene a destruirlo desde adentro. En una entrevista concluyó: "El Estado es el pedófilo en el jardín de infantes con los nenes encadenados y bañados en vaselina". "Y los políticos son los que ejecutan el Estado. Entonces, nuestros verdaderos enemigos son los políticos", agregó.
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El Estado y los políticos son los blancos de la furia que dejó la pandemia, una voz popular trasmutada por el eco del 2001 que este gobierno supo capitalizar. Los dos son necesarios para el ejercicio de una democracia representativa y, también, los dos deben someterse a una reformulación ética para recuperar la credibilidad.
Lo que no podemos permitirnos es que el Gobierno pretenda anularlos, porque quedaríamos a disposición de un unicato y su guardia pretoriana. Aunque, antes que eso, el primer freno al atropellamiento debería ser al modo en que el Presidente califica y se refiere al Estado, a los políticos y a la prensa, porque en esas palabras descansan sus ideas.