Quisieron la voluntad colectiva o algún capricho del azar que el país llegara a la víspera del 30 de octubre, cuando se cumplen 40 años de la restauración de la democracia, sin que hubiera aún un presidente electo, sino en medio de un período de reflexión. Dada la enormidad de lo que estará en juego en el ballotage del 19 de noviembre, la pausa tal vez sea providencial. ¿Habrá llegado, por fin, el momento de entender cuáles son los límites del enfrentamiento político y de redescubrir las oportunidades que brinda el diálogo cuando los problemas son tantos y tan acuciantes?
La moneda gira loca en el aire y, según de qué lado caiga, será una u otra la respuesta que la política les dé a una economía desquiciada por la inflación y a una sociedad estragada por una pobreza superior al 40% que, además de ser un drama humano, constituye una afrenta a la memoria histórica nacional. Sin embargo, tanto o más importante que todo eso es la emergencia de una ultraderecha inédita que supone un desafío a las normas de convivencia, las que, la historia lo demuestra, en la Argentina hacen la diferencia entre la paz social y la violencia extrema.
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Motivada por esta conciencia y por la efemérides, Letra P difundirá en los próximos días un ciclo –Democracia, 40 años: deudas y desafíos – de entrevistas con figuras clave de la política, la economía y la cultura del presente y del pasado democrático. Del proyecto, realizado en formato audiovisual y con vocación plural, participan Felipe Solá, Vilma Ibarra, María Eugenia Vidal, Federico Pinedo, Héctor Daer, Federico Storani, Carlos Corach, Eduardo Belliboni, Cristina Caamaño, Miriam Lewin, Ricardo Delgado, Analía del Franco y Teddy Karagozian.
El ciclo dio lugar una y otra vez a una pregunta que se reveló central y a una respuesta. La pregunta apuntó a qué falló para que la democracia no haya cumplido con uno de los pilares que sustentaron su refundación, la promesa alfonsinista de que con ella "se come, se cura y se educa". La respuesta, repetida por entrevistados y entrevistadas de muy distintos rasgos ideológicos, fue que faltó consenso.
En los años 1970, dos de los máximos padres del pensamiento político contemporáneo de nuestro país, Guillermo O’Donnell y Juan Carlos Portantiero, publicaron trabajos que, con diferentes nomenclaturas, aludieron al mismo fenómeno que había mantenido a la Argentina en un largo período de bloqueo político y en la consiguiente imposibilidad de reformular su modelo de acumulación económica. El primero habló de "juego imposible", el segundo, de "empate hegemónico". El problema, que hoy hace eclosión de un modo multidimensional, ha precedido claramente a la actual experiencia democrática, que no ha sido todavía capaz de resolverlo.
Nada se inventa, todo se recicla. Aquellos conceptos aludían a una política que no lograba resolver la convivencia entre la Argentina peronista y la Argentina no peronista. La consolidación, con sus virtudes y sus defectos, de la versión kirchnerista del peronismo dio lugar a lo que más recientemente se ha dado en llamar "grieta".
Ya se ha constatado que la grieta es paralizante y que solo ha servido para que el "juego imposible" o el "empate hegemónico" inhibieran el surgimiento de respuestas a los problemas, para peor, en un mundo que en los últimos 40 años ha cambiado dramáticamente merced a la globalización, la financiarización del capitalismo y la revolución tecnológica. El resultado es una economía estancada punta a punta en términos per capita, el regreso de un régimen de alta inflación, un patrón productivo que pide a gritos un rediseño, una sociedad empobrecida y una política en crisis. La llaga llega ya compromete el hueso de la democracia.
40 años de democracia - Letra P
Dice el lugar común que crisis significa oportunidad. Tal vez el terremoto político que significa para la convivencia el surgimiento de una ultraderecha potente en votos lleve a mucha gente apasionada por la grieta a reflexionar sobre la necesidad de restaurar esa palabra mágica: consenso.
El ballotage del 19N será entre Sergio Massay Javier Milei. Parte considerable de la dirigencia y de la sociedad ve en ello una disputa entre dos opciones indeseables. Mucha gente, incluso la que tiene responsabilidades institucionales, considera que ni siquiera aplica la idea del mal menor para tomar posición.
Esos sectores piensan en Massa como en un muy mal ministro de Economía, dados los resultados de su gestión, que, más allá de los errores propios y del desquicio de la coalición que se supone la sostiene, no es debidamente ponderada a la luz de los shocks de la pospandemia –y el exceso de pesos que dejó en el mercado–, la guerra en Europa y la sequía. En paralelo, describen a Milei como "un peligro para la democracia" y hasta como "un salto al vacío". Es curioso que ambos juicios den lugar a posturas de neutralidad, que no contemplen que la coyuntura convoca a defender el sistema.
Más allá de ese grupo, hay referentes que se van alineando con uno y con otro.
Quienes van confluyendo con la oferta de Unión por la Patria (UP) sopesan con atención la propuesta de un gobierno de unidad nacional; en tanto, quienes saltaron de Juntos por el Cambio a abrazarse con La Libertad Avanza (LLA) han puesto patas para arriba el sistema de partidos y alianzas, con consecuencias todavía imposibles de definir.
En caso de que el voto los favorezca, quienes proponen un gobierno de unidad nacional deberán estar a la altura de esa expectativa, dejando de lado personalismos y pretensiones de hegemonía.
Estos reciclan una apuesta a la resolución agónica de la grieta –o del "juego imposible" o el "empate hegemónico"– para "erradicar al kirchnerismo para siempre". Esta apuesta fracasó en la campaña de Patricia Bullrich y de que demuestre otra vez su disfuncionalidad dependerá que la idea de consenso se abra paso, de una vez, para la resolución de problemas de data demasiado larga.
En caso de que el voto los favorezca, que quienes proponen un gobierno de unidad deberán estar a la altura de esa expectativa, dejando de lado personalismos, ambiciones personales desmesuradas y pretensiones de hegemonía que la realidad ya no habilita.
Uno de los elementos principales de reflexión del ciclo Democracia, 40 años: deudas y desafíos es el contraste entre la disposición de la parte más relevante de la dirigencia política de la segunda mitad de los años 1980 y de la primera de los años 1990 a resolver los conflictos dialogando. En su momento, esos conflictos supusieron encrucijadas graves, como el último fogonazo del "partido militar" con el alzamiento carapintada de 1987 –frenado por un frente radical-peronista sólido– o, incluso, la pretensión de Carlos Menem de ser reelecto en 1995, cosa que impedía la Constitución vigente y que encontró un cauce de solución a través de una reforma negociada de la Carta Magna.
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Esa disposición tuvo un último reflejo en la crisis de 2001, de la que el país empezó a salir en base a un acuerdo entre Eduardo Duhalde y –como en cada uno de los casos mencionados– Raúl Alfonsín, del que participaron también otros sectores políticos y sociales, con especial protagonismo de la Iglesia católica.
Se cumplen 40 años del 30 de octubre de 1983, el día en que ganó las elecciones presidenciales Alfonsín, padre de la refundación de la democracia. De su legado conviene recordar las dificultades para encarrilar la economía –para nada diferentes de las actuales– y su docencia incansable sobre las virtudes y la necesidad de la convivencia pacífica, una que acaso se dio prematuramente por agotada y haya que retomar.
Dos pilares de aquella gesta, la promesa de que "con la democracia se come, se cura y se educa" y el consenso de "memoria, verdad y justicia" en materia de derechos humanos están hoy en entredicho. El primero por imperio de la grieta, el empate político autodestructivo y la economía largamente mal gestionada; el segundo, por el surgimiento de una derecha radical que, atención, apunta a quedarse, en tres semanas, con alrededor de la mitad de los votos. De que sea algo más o algo menos que eso dependerá buena parte del futuro.