A veces, cada tanto, el discípulo supera al maestro. Va quedando claro, conforme se consume la oportunidad histórica que le cayó del cielo, que no será el caso de Alberto Fernández. Es lícito presagiar, a esta altura del partido, que a Néstor Kirchner no podrá siquiera pisarle los talones.
En enero de 2003, el gobernador de Santa Cruz se lanzaba a la campaña por la presidencia de la Nación desde una plataforma a ras del piso: 6% de intención de voto. Solo la Argentina de esos años, que velaba a un bipartidismo sepultado por el fracaso de 2001 y llegaba a las urnas de la normalización con un sistema político hecho astillas, y el padrinazgo de Eduardo Duhalde, dueño de la mayor maquinaria electoral del país como cacique del sucio y feo PJ bonaerense, le permitían soñar en grande desde esa fragilidad.
Cuatro meses después, el bicho raro salido del culo del país entraba a la Casa Rosada con una legitimidad de origen raquítica -derrota en la primera vuelta con 22% y victoria por abandono en la segunda-, pero con la certeza de que no podría gobernar mucho tiempo de prestado y con el manual de conducción que había escrito en el sur, donde había hecho la escolaridad completa del cacique peronista.
Dos años fue el presidente que puso Duhalde. ¿Podía seguir sin los barones del PJ bonaerense de su lado? No. ¿Podía, ese bicho raro salido del culo del país, robárselos a Duhalde? Parecía un delirio. No le importó. Jugó a todo o nada. Ganó y entonces construyó. Acogió a los Curto, a los Pereyra y a los Descalzo. También, a los movimientos sociales que gritaban en la calle las penurias residuales de la Gran Crisis y a las esquirlas progresistas de la Alianza. Pejotismo, transversalidad y radicalismo K.
Alberto Fernández nunca fue siquiera lo que era Kirchner cuando todavía era el bicho raro salido del culo del país. Hasta el pase de magia de CFK, nunca había sido un producto electoral competitivo. Nunca había liderado ni gobernado en su nombre. Tampoco tuvo la carta fuerte que Kirchner jugó en 2005 para matar al padrino. Alberto Fernández no tiene una Cristina.
Son muchas diferencias, pero acaso sea la falta de vocación de liderar la que no le permitió, de mínima, tratar de copiar al maestro.
¿Podía gobernar mucho tiempo con tropa prestada? No. ¿Puede gobernar con esa tropa enfrente? No. ¿Podía robársela a Cristina? Parece un delirio, pero la pregunta sigue abierta y sin respuesta porque no se animó a ir por ella. Pisó los impulsos de su tropilla más entusiasta y convirtió al albertismo en un nonato eterno. A regañadientes aceptó ser el jefe del PJ, pero nunca ejerció: Matheu 130 es una tapera.
Es la política
Este lunes, estupefacta por el libre albedrío de Aníbal Fernández y Sergio Berni para descerrajar tiros y tiros sobre los pies del Gobierno con su rutina de Pimpinela a cielo abierto, la redacción de Letra P se puso melancólica.
Recordó los desfiles de dirigentes de todo pelaje, alcurnia y jerarquía por la quinta de San Vicente que Duhalde usaba en los noventas. Fútbol -el entonces gobernador jugaba de wing derecho y había que pasársela en todos los ataques o ardía Troya-, mate al borde de la pileta y picadas pantagruélicas en el quincho eran escenarios donde la rosca política se practicaba sin pausa.
Rememeró, también, los fulbitos de los viernes en la Quinta de Olivos en la era Kirchner. Símil su exmentor. Asado de tercer tiempo y rosca, rosca y rosca. Ya afuera del Gobierno, del que fue expulsado democráticamente al término de su primer mandato, Mauricio Macri confesó que, al caer la noche, cada noche, no más allá de las siete o las ocho, se desenchufaba de la Matrix y se entregaba a Netflix -los años y sus cámaras ocultas demostrarían que, además, se divertía de lo lindo con su propio Blockbuster-. Kirchner, al caer la noche, cada noche, se entregaba a la rosca. Todas las noches, esto: un desfile incesante de personajes de todo pelaje, alcurnia y jerarquía para atender una agenda que incluía la deuda con el Fondo Monetario y la rebelión de dos concejales en Esteban Echeverría.
En ese rapto de nostalgia, este cronista se puso autorreferencial y contó su anécdota con Alfonsín: en el invierno de 2006, con 79 años sobre sus hombros, el caudillo estaba empecinado en juntar los pedazos de la UCR y, para eso, había iniciado una gira. ¿Por universidades y cámaras empresarias? ¿Por grande salones alfombrados y bien calefaccionados? No, por comités barriales del tercer cordón del conurbano. En uno de ellos, en el partido de Marcos Paz, en una noche gélida de julio, el expresidente se subió a una tarima enclenque para dar un discurso ante una platea entusiasta de 15 militantes. Antes, se sacó el sobretodo, como manda el protocolo. Habló con la misma pasión que cuando cerró su campaña en la 9 de Julio. Después, entumecido por el frío, le dedicó media hora de charla al cronista.
Es la política
Hay un linaje dirigencial -Macri y sus noches a puro Netflix, pero también lo hay en los partidos populares- que detesta la rosca. La denigra. La señala casi como una actividad de viciosos, reservada para vagos que prefieren comer asado con los cumpas a laburar.
Alfonsín, Duhalde y Kirchner -sus performances como gobernantes no son materia de discusión en este caso, pero sí sus capacidades para construir liderazgos- sabían que la política -la rosca política- no es un fin en sí misma, sino un medio imprescindible para poder gobernar. Los cimientos de la gobernabilidad.
¿Lo sabe el roscafóbico gobernador de Buenos Aires, Axel Kicillof, ahora que gobierna con gabinete intervenido por los nuevos barones del conurbano, de cuyos servicios creyó poder prescindir en el primer tiempo de su gestión?
¿Lo sabe el discípulo malogrado de Néstor Kirchner, ahora que le retumban los oídos con el portazo del hijo de su mentora en la Cámara de Diputados, donde, al menos hasta el cierre de esta nota, no contaba con todos los votos propios para respaldar el acuerdo con el Fondo?
El show del dúo Pimpinela de ministros de Seguridad permite sospechar que no.
¿Está a tiempo Alberto de querer ser Néstor?
Parece un delirio.