Un sector considerable del empresariado argentino celebró la retirada del Estado y la liberalización de la economía que promovió Mauricio Macri, sobre todo en sus dos primeros años de gestión. Ahora, cuando la pandemia por el COVID-19 impone un aislamiento social que paraliza la actividad, esos mismos hombres y mujeres de negocios reclaman un estatismo duro que involucre incluso transferencias directas de fondos. Quienes no los quieren bien los tildan de panqueques que cambian de discurso en función de sus intereses.
Algunos segmentos económicos podrían replantearse certezas más arraigadas en el mundo de las ideas que en el sensible, sobre todo una industria que, en términos generales, no puede permitirse la libre competencia sin pasar antes por un período considerable de estabilidad macroeconómica y de solidificación de reglas. Además, sería lógico que los más acomodados entendieran que lo que hoy justifica sus pedidos de flan (casero) también debería legitimar el de los que siempre tienen hambre, a quienes suelen dirigirles el mote despectivo de “planeros” sin considerar que su quiebra no solo es económica sino, también, biológica.
En medio de una cuarentena sin visos de culminación y cuya apertura solo se producirá de manera administrada, el Gobierno entabla relaciones diferentes con dos grandes grupos de empresarios, una de aparente enfrentamiento y la otra de cooperación.
“Los miserables” sería, según el presidente Alberto Fernández, el nombre de un puñado de grandes compañías que rechazan los pedidos de colaboración en la emergencia que este les formula con el corazón. Los otros, que –por retomar con variaciones la figura mencionada al principio– tiemblan como flanes en la coyuntura, también piden ayuda, pero aceptan negociar la crisis tanto con el Gobierno como con los sindicatos.
En las conversaciones palaciegas, los “miserables” tienen nombres propios. Uno es Techint, claro, que despide o suspende trabajadores de a miles, siempre de modo unilateral, y que este mes directamente pretende pagarles cero a los tercerizados, eventualidad temida en la Casa Rosada. Otro es de los bancos privados, remolones para poner en marcha la política de créditos superblandos que impulsa el oficialismo con el fin de evitar que la economía se hunda del todo en momentos en que todo parece complicarse y el dólar vuelve a causar jaquecas. Por último, los de algunas grandes firmas productoras de alimentos que juegan a las escondidas en las góndolas.
Ese sector concentrado no solo recibe las diatribas presidenciales. También, dado que contiene en buena medida a las personas físicas más ricas del país, es blanco de proyectos como el impuesto a las grandes fortunas, un disparo capaz de matar tres pájaros a la vez. El primero es fiscal, dado que permitiría recaudar nada menos que 3.000 millones de dólares entre 12.000 grandes contribuyentes, maná del cielo en el desierto actual. El segundo es político, ya que le permite al Presidente acercar, vía Máximo Kirchner, posiciones con una Cristina Fernández con la que, admitió, mantiene ciertas diferencias políticas. El tercero es de opinión pública, en la que la imagen del mandatario sigue volando.
Las encuestas confirman que la pelea con los poco solidarios es pura ganancia política para el Gobierno… percepción de analistas, no del Presidente, vale aclarar para evitar algún retuit desafortunado.
Incluso después de gaffescomo la concentración de jubilados frente a los bancos, la idea (¿retirada?) de una intervención estatal de las prepagas y la anulada compra de alimentos con sobreprecios por parte del Ministerio de Desarrollo Social, los números siguen favoreciendo claramente al oficialismo, incluso en aquellas reyertas.
Según el último sondeo de Clivajes Consultores (on line, AMBA, 844 casos, margen de error +/– 3,37% ), Fernández mantiene una imagen positiva del 85%. En tanto, el 64% cree que la frase “les llegó la hora de ganar menos” tuvo como destinatarios a los empresarios.
Otro estudio, de Zuban, Córdoba y Asociados (on line, ámbito nacional, 1.300 casos, margen de error +/– 2,71% ) cifró la aprobación del Gobierno en el 88,6% y señaló que el 68,3% concuerda totalmente o algo con la idea de que los más ricos deben financiar un ingreso básico universal en la emergencia. En tanto, solo el 31% confía mucho o algo en los grandes hombres y mujeres de negocios.
Sin embargo, la fobia a los empresarios que no se muestran solidarios en la calamidad debería atender ciertas razones. La caridad es una cualidad que puede reclamarse a los seres humanos en su faceta individual, pero no cuando estos actúan como responsables ante accionistas que les exigen ganancias. En lo que respecta a los bancos, sería una ingenuidad que, más allá de las diatribas, realmente se les reprochara no regalar dinero cuando se les ha cerrado en gran medida la ventanilla de las Letras de Liquidez (Leliq), cuya tasa, además, ha caído a un 38%, bien por debajo de la inflación. El Banco Central, implícitamente, admitió esa limitación esta semana al obligar a las entidades a asegurar a los dueños de pequeños plazos fijos una tasa equivalente al 70% de la de las Leliq, esto es, un 26% más que módico dado el ritmo al que evolucionan los precios.
Además, por debajo de los contados casos de “miserables”, el propio oficialismo admite que la cooperación es fluida. Pese al daño que les provoca a las empresas, la Unión Industrial Argentina (UIA) ha apoyado las medidas más drásticas de aislamiento social. Por otro lado, los ministerios de Desarrollo Productivo y Trabajo encuentran buena voluntad tanto en los ceos como en los jefes sindicales para preservar los empleos en el marco de suspensiones y reducciones salariales temporales que brindan los artículos 223 y 223 bis de la Ley de Contrato de Trabajo. Muchos empresarios ofrecen el 50% por los próximos 90 días; los funcionarios inducen a los sindicalistas a cerrar en el 70%. “Y eso es por ahora. No sé qué podemos llegar a decirles si esta situación se prolonga”, reconocen.
Las tensiones son inevitables cuando se dirimen intereses fuertes. Hasta Macri se sintió defraudado por muchos de quienes lo habían vivado en 2016 y 2017 cuando llegó la crisis. Alberto Fernández y su verdadero alter ego económico, Matías Kulfas, lo saben y se curan en salud ante el desafío sin seguro de la deuda y ante la tormenta perfecta que temen para cuando pase la cuarentena. Los enojos nunca son tan lapidarios como sugieren los discursos.