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No hubo “Sí, se puede” que valiera ni remontada épica y de nada valieron los ministros saltarines que arengaban a la tropa propia. Fue, como se esperaba desde las PASO, triunfo de Alberto Fernández. O derrota de Mauricio Macri. O éxito de uno y fracaso del otro, como se prefiera, más allá de que los números finales hayan moderado en algo los entusiasmos y desalientos respectivos. Fue, en definitiva, un aval a la idea siempre renovada del cambio por parte del electorado argentino, algo que, por su repetición, debe llevar a la reflexión: los pueblos no son bipolares y solo cambian, de banquina a banquina cada cuatro años, cuando no obtienen más que frustraciones de sus dirigentes.
El retorno al poder de un armado que contiene a Cristina Kirchner resulta la medida suprema del naufragio macrista.
El fracaso (la derrota) de Macri está claro: es el de un hombre liviano, el de un modo soberbio y despreocupado de gestionar, el del eslogan y el discurso vacío, el del desprecio por la calle, el de las promesas traicionadas. El retorno al poder de un armado que contiene a Cristina Kirchner es la medida suprema de su naufragio.
La “república”, la principal bandera de Cambiemos, llegó con una justicia federal tan amañada como siempre, pero a la vez sorprendentemente incapaz para ir detrás de sus enemigos sin dejar mal olor y nulidades cantadas. Con causas para los críticos (manchados o limpios) y sueño tranquilo para los dóciles (manchados o limpios). Con personajes oscuros que se movían entre servicios, jueces y periodistas. Con operaciones de prensa continuas y groseras. Con redes sociales plagadas de trolls, bots y caricias significativas. Con conflictos de interés. Con un intento de copar la Corte Suprema por decreto. Con ministros que subían a mansalva tarifas para las empresas que habían presidido hasta cinco minutos antes de la jura y con otros que emitían deuda copiosa por una ventanilla y la compraban y revendían por la otra. Con la mirada embobada de la Oficina Anticorrupción. Con blanqueos impositivos extendidos por decreto a familiares del poder en abierta violación de la ley. Con la promoción desde el Estado de la mano dura y hasta el gatillo fácil de las fuerzas de seguridad. Con una ley de acceso a la información cuya aplicación se retaceó en la práctica. Con empresas y cuentas off-shore al más alto nivel. Con escándalos como el del Correo y con la confesión post mortem de que el padre del Presidente se vio forzado a corromperse sin que se explicara de qué manera esa fortuna familiar sería detraída de los herederos y devuelta a los argentinos. Con la independencia del Banco Central pisoteada al punto de que dejara de valer que siquiera se preguntara por ella.
Violada la promesa republicana, ¿qué quedó de Cambiemos? Una gestión económica desastrosa, que se mide en todos los indicadores por los que Macri pidió ser juzgado: una inflación que casi multiplicó por tres la ya grave dejada por Cristina, muestra, según dijo en su momento el propio saliente, de su “incapacidad para gobernar”; una pobreza, la reina de las medidas, que también empeorará la heredada y que hoy araña el 40%; tres años de recesión profunda sin salida a la vista; el proceso devaluatorio más largo que se recuerde, iniciado en abril de 2018 y que puede continuar este lunes; un hiperendeudamiento que logrará la “proeza” de un default totalmente generado dentro de una misma administración; y un proceso que divagó entre un cepo y otro. Queda, fundamentalmente, otra etapa de la historia económica nacional signada por el ciclo de endeudamiento-fuga-vaciamiento.
Las formas del fracaso son múltiples y este no es patrimonio de Mauricio Macri. En el fondo, la Argentina tropieza con la incapacidad de su clase dirigente de pergeñar un modelo de crecimiento capaz de sostener las ansias de contención de un empresariado prebendario y de una clase media que, en algunos segmentos, no se autorreprocha el cobrar salarios familiares y subsidios de diferentes tipos pero sí denuncia los “planes sociales” de los más pobres. Si una lección sacó la clase dirigente nacional del colapso de 2001 es que su propia supervivencia depende del mantenimiento de una red de contención social, algo que convierte algunas propuestas libertarias de moda en consignas marginales. Es supervivencia, no altruismo.
Lo que viene, se sabe, será extremadamente complejo y por razones que van mucho más allá de la inflación, la pobreza, la recesión, la devaluación y el default mencionados. El piso de la crisis se desconoce y es de temer. Ojalá los protagonistas de la transición estén a la altura de lo que está en juego.
Pero el éxito o el fracaso de Fernández (quien no llega, con el porcentaje de votos que obtuvo, con un cheque en blanco) se medirá con una vara mucho más exigente que la de evitar una nueva caída en el infierno. Otra vez: la Argentina necesita desarrollo, un modelo de crecimiento inclusivo, un comercio exterior vigoroso que la inserte de verdad en las cadenas internacionales de valor.
La apuesta albertista al acuerdo social como algo más que un simple mecanismo de emergencia y que se convierta en un modo cuasipermanente de gestión, capaz de comprometer en la estabilidad a todos los sectores, es una apuesta inédita y, como tal, arriesgada. Sin embargo, tal vez no quede otra.
La región nos estalla cada día alrededor, por todas partes, como un recordatorio de que el pedido de cambio a través de las urnas es una bendición que es mejor no ignorar.