El Brasil que Lula da Silva gobierna desde el 1 de enero del año pasado salvó su democracia. Eso es así tanto porque Jair Bolsonaro, modélico como ultraderechista y como prototipo de macho para el presidente argentino, había envenenado la convivencia civil, restablecido el partido militar, ideologizado las fuerzas policiales y llenado la administración de oficiales con agenda corporativa.
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Javier Milei y Eduardo Bolsonaro: una visita irritante y una muestra flagrante de homofobia.
Por si eso fuera poco, salió del poder promoviendo un asalto a las sedes de los tres poderes y un golpe, relato apoyado por el entonces diputado y presidenciable Milei. Mientras la Justicia lo sigue investigando, el exmilitar enfrenta una inhabilitación para presentarse a comicios hasta 2030.
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En enero del año pasado, Javier Milei hizo suya la narrativa golpista de la ultraderecha brasileña.
Para ser el vector de una amplia coalición de salvación democrática –era, en verdad, el único posible tras haber pasado por la cárcel y ser rehabilitado por la Justicia–, Lula da Silva se puso al frente –no en la retaguardia– de una amplia coalición que abarcó desde la izquierda hasta sectores conservadores que habían respaldado el complot que derribó a Dilma Rousseff en 2016.
Una alianza con una conducción: la de Lula da Silva, claro. Y con un programa: crecer e incluir.
Hablar del Brasil que Lula da Silva recibió de Bolsonaro no puede incurrir en el pecado, tan común en la Argentina, de excluir del análisis los condicionamientos de la pandemia. Al fin y al cabo, tanto el segundo como Alberto Fernández son parte de la legión de gobernantes derrotados tras esa tragedia humana y económica.
Cuando Bolsonaro asumió, el 1 de enero de 2019, Brasil era la novena economía del mundo; para 2021, año previo a su salida traumática, la había puesto en el decimotercer lugar.
En verdad, la actividad venía en baja desde el ajuste ortodoxo impuesto a Rousseff –criticado por Lula en su momento–, el via crucis de su destitución y la transición conspirativa de Michel Temer. Así, en 2019, el crecimiento económico fue menos que mediocre, 1,14%, para pasar a -3,88% en el 2020 pandémico y recuperar 4,6% en 2021 y 2,9% en el año electoral 2022.
La inflación bolsonarista, en tanto, fue, cada año, de 4,31%, 4,52%, 10,06% y 5,79%. El salto de 2021, claro, fue el efecto del gasto del año anterior y del desconfinamiento.
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Fuente: Poder360 en base al IBGE.
El manejo sanitario que Bolsonaro hizo de la pandemia es un emblema mundial del abandono, el negacionismo antivacunas y el costo en muertes, aunque políticamente le haya ahorrado –al revés de lo que le ocurrió al panperonismo aquí– el enojo de las personas que necesitaban salir a trabajar y deploraban el encierro.
En el medio, con espalda fiscal y acceso al crédito, expandió las políticas sociales heredadas del petismo y bajó impuestos a los combustibles, al valor agregado y las importaciones, todo con la intención de contener la inflación.
Claves ideológicas del bolsonarismo económico
Los sesgos ideológicos del programa económico de la ultraderecha brasileña hay que buscarlos en la vocación –ajena a la pandemia– de bajar aranceles a las importaciones –lo que pegó en la industria–, en la reducción de los aportes patronales, en la generalización de la flexibilidad y la tercerización del trabajo y, sobre todo, en el sostenimiento del llamado "techo" fiscal heredado de Temer, que impedía a los gobiernos incrementar el gasto público por encima de la inflación, algo que puede sonar bien a algunos oídos, pero suponía un deterioro progresivo de los servicios de salud, educación y vivienda. También allí anidaba la ideología.
Pese a gastar más en asistencia a los pobres –el plan Bolsa Familia fue rebautizado Auxilio Brasil–, la pobreza se le disparó, en buena medida por los efectos del covid-19.
Si, según cifras del instituto oficial IBGE, la pobreza cayó en los años felices del 44% en 2008 a 22% en 2018, Bolsonaro la entregó en 31,6%.
El país que había salido del Mapa del Hambre en 2014 llegó al cambio de gobierno con 33 millones de personas indigentes. Las fotos de gente hurgando entre huesos de descarte de frigoríficos recorrieron el país y fueron casi un llamador para el last dance –¿con intento de continuidad reeleccionista?– del padre del Hambre cero.
Lula, zurdo enriquecedor
Lula da Silva, que decide y fija línea, pero que también se debe a la coalición moderada que lidera, se resignó ante el trazo grueso de la reforma laboral bolsonarista. Sin embargo, consecuente consigo mismo, volvió a poner el foco en el hambre y la pobreza, sin descuidar su condición de generador de crecimiento y cuidadoso de la estabilidad. Será eso lo que desespera a Milei.
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Para eso, no amplió el gasto con emisión, de modo de no cargar sobre los pobres el costo de la lucha contra sus propias carencias. Al contrario, estableció un aumento del mínimo no imponible de Ganancias –para que menos brasileños lo pagasen– y un nuevo gravamen a los superricos, con una alícuota del 15% a las ganancias obtenidas cada año por millonarios brasileños en fondos de inversiones radicados en el exterior.
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Luiz Inácio Lula da Silva le está dando su impronta a su tercer mandato: liderazgo regional, crecimiento e inclusión.
El crecimiento económico de 2023, su primer año, fue de 2,9%, igual que el que había dejado Bolsonaro, pero dando por tierra con los pronósticos catastrofistas de la derecha y del Fondo Monetario Internacional (FMI), que había proyectado sólo un tercio de eso.
Lo ayudó, desde ya, una cosecha récord, pero también el establecimiento de medidas proconsumo, como el incremento inicial del salario mínimo.
Este año, el FMI proyecta 2,1%, pero el organismo suele equivocarse para abajo con los progresismos. Por lo pronto, las ventas minoristas alcanzaron en mayo su quinto mes consecutivo al alza y su mayor nivel desde que se las mide, en 2000.
La inflación, en tanto, que cerró el año pasado en 4,62%, viene mes a mes a la baja y la interanual a junio ya estaba en 4,23%. ¿Crecimiento e inflación parecidos a los del bolsonarismo, aun lejos de la promesa del desarrollo? Es cierto, pero con un sesgo distributivo opuesto y habiendo convertido el "techo del gasto" en una fórmula que permite incrementarlo en base al aumento real de la recaudación.
Las lecciones de Lula a la Argentina
Lula da Silva no piensa la economía como, digamos, CFK, ni tampoco –más previsible– como Milei. Para el brasileño, el equilibrio fiscal no es una regla de hierro, pero sí una guía, con la particularidad de que Brasil, al revés que la Argentina, tiene acceso amplio a crédito internacional barato para financiar desequilibrios eventuales.
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Así, cuando a fin del año pasado se supo que Fernando Haddad, su ministro de Hacienda y quien lo reemplazó como candidato contra Bolsonaro tras su proscripción, había incumplido la meta de déficit del 1% del PBI en 2023, el Gobierno se puso manos a la obra. El desequilibrio, que llegó a 2,12%, deberá transformarse este año en equilibrio. Sí, en déficit cero.
¿Cómo? Básicamente, evitando medidas recesivas, planteando una pelea política ante cada suba de tasas del Banco Central y con medidas para revertir desgravaciones a sectores económicos poderosos.
Su regreso al poder, todo un viaje desde el último círculo del infierno político-judicial, coaligó al Brasil democrático –haciendo que más de uno recuperara esa condición– y aplicó un programa que busca conciliar los equilibrios sociales con los macro a través de reformas impositivas progresivas. Lo suyo no es una revolución; o sí: es la revolución, ya concretada una vez, de la reducción de la pobreza y las tres comidas diarias en cada mesa.
¿Sorprende entonces que a más de un año de gestión –bastante más que los siete meses de Milei– conserve una popularidad del 54%, según la última encuesta de Genial/Quaest?
Es posible que Lula da Silva esté haciendo todavía algo más: señala un camino para que la dirigencia opositora argentina aborde el posmileísmo. Todo llega.
La relación entre déficit fiscal, emisión monetaria e inflación puede estar sobredimensionada en el presente, pero, más allá de lo que omite, no es algo que se pueda ignorar. Es, además, parte de un nuevo sentido común. No abordarlo en futuros procesos electorales supondría una defección –ya imperdonable– de la promesa de componer nuevas canciones.