La reforma laboral, fase 2 del ajuste: una revolución conservadora
El proyecto consolida el modelo que diseña Javier Milei a medida del sueño húmedo del empresariado. Inversión sin consumo y el sector trabajador, sin red.
Javier Milei sigue pintando el país de violeta con una reforma laboral que consolida su revolución conservadora,
El empuje del nuevo esquema de poder de Javier Milei, hecho de un gabinete reformulado, pero sin mayor apertura, y de una relación de fuerzas cada vez más favorable en el Congreso, encuentra en la prevista reforma laboral la piedra de toque de la segunda fase del ajuste: la de su consolidación, difícil reversión y quita absolutamente transparente de derechos. Una verdadera revolución conservadora.
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El peronismo político es un caos, a tal punto que se puede dudar de que llegue a ordenarse a tiempo para 2027 en términos de liderazgo, programa, narrativa y necesaria unidad. El sindical, en tanto, parece ausente, pero habrá que ver si saca la cabeza del pozo ahora que el ajuste se vuelve algo personal. ¿Qué significa esto?
El modelo de Javier Milei se consolida: ¿también el conflicto?
Más allá de sus aspectos monetarios y cambiarios, la primera parte de la economía mileísta se basó en un ajuste fiscal draconiano dado por la decisión política del Gobierno de sentarse sobre la caja del gasto público. Fue llevado a cabo a los ponchazos, toda vez que Milei gobernó en 2024 y 2025 sin Presupuesto, en modo manos libres. ¿Tendrá esa herramienta el año próximo?
Como reflejo, eso derivó en una explosión de conflictos focales, incluso menos que sectoriales, que enfrentaron al Gobierno con el personal médico del hospital Garrahan, el plantel docente de las universidades nacionales, las familias que tienen miembros con discapacidades, el elenco científico del Conicet, las personas jubiladas que todavía tienen fuerzas para salir a la calle… Todos esos colectivos recibieron apenas espasmos de respaldo y un largo abandono de parte de las dirigencias que deberían representarlos y hacerles de escudo ante una respuesta oficial que fue únicamente represiva.
La segunda fase del ajuste abre un panorama diferente. La reforma laboral apunta a la reducción de derechos de todo el universo del trabajo formal, una categoría entera y masiva de personas, lo que, al menos en teoría, debería amplificar y "ordenar" el conflicto.
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Así, la política, que ahora afectará intereses amplios de manera directa y deliberada, acaso también ingrese en una segunda fase, más confrontativa, que podría poner coto –más o menos pronto– a la segunda luna de mielque Milei encontró tras su triunfo en las elecciones legislativas.
El test de la reforma laboral
El Consejo de Mayo, un órgano supuestamente de negociación y consultivo, se reunió este miércoles revelándose más bien como una mímica.
consejo de mayo
El Consejo de Mayo ya discute títulos de la reforma laboral que impulsa Javier Milei.
El presidente de la Unión Industrial Argentina (UIA), Martín Rappallini, y el representante de la Confederación General de Twitter (CGT), Gerardo Martínez, llegaron juntos a la reunión en la que se trató la reforma laboral, pero –parece– se separaron en la discusión.
"La CGT quiere un proyecto, la UIA otro y nosotros estamos en el medio con la idea de consensuar", resumió el diputado neolibertario Cristian Ritondo. "Por supuesto, habrá pedacitos de propuestas de cada uno y después, al final del camino, seguramente la impronta será del Ejecutivo", añadió. Eso llegará al Congreso el 9 de diciembre, con la intención de que se convierta en la primera obra de la próxima legislatura.
Según trascendió, el Gobierno se limitó a poner sobre la mesa una serie de títulos. En Letra P, Pablo Lapuente puso la mira en el choque por los objetivos oficiales –y patronales, es lo mismo– de la democratización sindical y del fin de la ultraactividad de los convenios.
Por el otro, Gabriela Pepe detalló el decálogo de las alarmas cegetistas. El nuevo esquema, cuenta la periodista, desconocería la asimetría de la relación entre empleadores y empleados, limitaría el cálculo de la antigüedad, reduciría la extensión de las licencias por enfermedad, acotaría la posibilidad de litigar en caso de despido, introduciría un carácter optativo para las cuotas sindicales, terminaría con la ultraactividad (la prórroga de los convenios vigentes en tanto no se negocien nuevos), barrería con el principio de progresividad de los convenios, haría primar los acuerdos por empresa por encima de los alcanzados a nivel de rama de actividad y removería la obligación de que haya comisiones internas en pequeñas empresas de menos de 50 trabajadores.
A eso se podría agregar la creación de un "banco de horas" para convertir las horas extras en normales, la posibilidad de una ampliación de la jornada de trabajo y el fraccionamiento de las vacaciones. ¿También cambios indemnizatorios?
No hay, en esa lista, un solo ítem que favorezca al sector trabajador o amplíe sus derechos. Ni siquiera uno que los ratifique.
Los meandros del modelo de Javier Milei
Las "modernizaciones" laborales no se hacen para que quienes los trabajadores la pasen mejor, así como las reformas previsionales no se gestan en beneficio de los jubilados. Esas son leyes de la política cuando marca el paso un Círculo Rojo sin visión.
Si el empleado es un par del empresario, si todo tiende a diluir el poder de negociación de las representaciones sindicales, si las ramas de actividad se diluyen y desmovilizan, si la caída de los convenios fuerza su reemplazo urgente por cualquier cosa –ya no habría requisito de progresividad–, si lo que se pagaba extra ya no tendrá carácter extraordinario, todo apunta a un trabajo más barato y más precario. A menores salarios.
Dos botones de muestra: no por nada el Gobierno mantiene pisadas las paritarias –se supone que el consumo, la vida misma, es inflacionario– e impone un salario mínimo que le hace honor a su nombre.
Vale la reiteración: lo que parece simple crueldad es, más allá de eso, un dogma ideológico que establece que el crecimiento verdadero se da en base al incentivo a la inversión, no al consumo. Que semejante cosa cierre en la realidad en el largo plazo, que logre responder la pregunta de cuáles serían los incentivos para invertir si se demuele el mercado interno y se desalientan –vía tipo de cambio– las exportaciones que no sean de recursos naturales, y que dé resultados en una economía que es consumo en casi un 70% son cosas diferentes. Toda fechoría requiere de una narrativa que la legitime.
Por otra parte, la desindustrialización rampante, el goteo grueso de despidos –los casos de Whirlpool y Essen son solamente los más recientes– y hasta las pérdidas del presuntamente privilegiado sector bancario motivan la pregunta de qué clase de modelo es el que se consolida y por qué lo sostienen incluso los segmentos del Círculo Rojo que se perjudican con él.
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Acaso quepa, a este último respecto, un razonamiento oblicuo: para los grandes actores, resistir hoy en la caída es un modo de quedarse mañana con porciones de mercado que todavía están en manos de jugadores menores. Sería algo así como una inversión a futuro. Además, ¿qué más da si las ganancias habituales ya no llegan por la producción propia, sino por la comercialización de bienes importados?
Sobre esto último, cabe advertir sobre una fragilidad del modelo que se va haciendo más clara: la destrucción creciente de parcelas de producción local supondría, como reemplazo, una demanda de dólares creciente en concepto de importaciones. Buena suerte con eso.
Aunque la evidencia empírica es abrumadora en cuanto al escaso o nulo impacto de los esquemas flexibilizadores en el crecimiento y el blanqueo del mercado de trabajo, el mejor de los escenarios imaginable –el que vende el Gobierno– indica que la informalidad sólo podría reducirse en base a considerar formal lo que, en los hechos, va a dejar de serlo. Sería algo así como menguar la incidencia de la hipercolesterolemia duplicando el umbral de lo que se considera aceptable.