En una nota publicada la semana pasada, Gabriela Pepe recordó que "el 13 de abril los comicios de Santa Fe dieron la primera señal de alarma. La concurrencia fue del 55,6% del padrón electoral, el número más bajo desde 1983" -eso incuye el que se vayan todos de 2001-, y que el 11M "pasó algo similar en otras cuatro provincias, donde también hubo una merma significativa. En Jujuy, la participación fue del 70,5% del padrón, cinco puntos por debajo de lo que sucedió en (las legislativas pandémicas de) 2021. En el mismo período, en Chaco, pasó del 66% al 52%; en Salta, el número bajó del 64% al 59%; y en San Luis, del 77,5% al 65%".
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La conclusión es inevitable: en este tiempo, que no por casualidad entronizó a Javier Milei, crédito local de un movimiento internacional encarnado por liderazgos mesiánicos con vocación autocrática, cada vez menos gente está interesada en hacer uso de su derecho a elegir a sus representantes, con lo cual es lícito suponer que ha perdido la fe en el sistema cuya restauración fue motivo de lucha y celebración popular hace cuatro décadas.
La consecuencia de la baja participación es la pérdida de peso específico de los mandatos que empoderan a quienes reciben el respaldo popular. La legitimidad de esos encargos languidece, aunque no lo haga su legalidad. Así lo explicó Marcelo Falak en su análisis de las elecciones porteñas, en el que se preguntó si lo que consagraron las urnas fue la rabia o la apatía como sentimiento dominante; "un desapego, si no definitivo, al menos duradero con la dirigencia política".
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Manuel Adorni, la cara de un triunfo flaco en la Ciudad de Buenos Aires.
Falak hace una cuenta que resulta muy ilustrativa: este domingo el Gobierno, con Manuel Adorni como frontman, "ganó con el 30% de los votos, pero, si se considerara la totalidad del electorado, el porcentaje de la ciudadanía porteña que realmente se movilizó para apoyar al oficialismo nacional se reduciría al 16%".
Para completar el cuadro, a la baja participación se le suma la hiperfragmentación de la oferta política, otra derivación clave de la crisis de representación expuesta por las elecciones presidenciales de 2023, que consagraron el relato antisistema blandido por un outsider que prometió entrar a la matrix para desconectarla.
Una parrilla saturada por 17 listas de aspirantes a las 30 bancas que ofrecía la renovación del 50% de la Legislatura porteña -sin PASO no hay filtro-, con cada corriente política desmembrada en tres o cuatro versiones alternativas, le permitió al Gobierno instalar la conclusión de que salió de la batalla porteña validado como el motor de una revolución ampliamente legitimada, cuando lo que cosechó es, en términos absolutos, el favor de apenas un 16% de un electorado que, además, es un recorte del conjunto de la opinión pública. O sea: una narrativa que consagra una realidad aumentada, tan apócrifa como el video generado con IA en el que Mauricio Macri baja la candidatura de Silvia Lospennato y la columna de opinión sobre el resultado electoral que Letra P generó con la misma herramienta para celebrar el Día Nacional de la Inteligencia Artificial.
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Democracia era la de antes
En una entrevista que El País publicó este domingo, el filósofo esloveno Slavoj Zizek anunció su pesimismo antes de sentenciar que "los viejos buenos tiempos de la socialdemocracia liberal pasaron" y opinó que la democracia es vulnerable ante los nuevos populismos de derecha, que le han arrebatado a las izquierdas el carácter revolucionario -propósitos de su revolución al margen-, porque "está perdiendo la eficacia" mientras las sociedades necesitan "decisiones más rápidas y eficaces". Como ocurrió en la pandemia, ejemplificó el pensador: "Decisiones centralizadas pero conectadas con la sociedad civil y las organizaciones sociales". El problema, advirtió, es que la crisis sanitaria terminó, pero el mundo se encamina a vivir "en estado de emergencia".
Acaso esto pase en un país como la Argentina, donde la normalidad es la crisis; que vive en el oxímoron de un "estado de emergencia" permanente.
La crisis de la democracia, en números
En su nota de la semana pasada, Gabriela Pepe cita un trabajo sobre “Democracia, Libertad y Estado” que Trespuntozero publicó junto con La Sastrería. El 82,6% de las personas encuestadas considera que la democracia es "el mejor sistema para convivir entre quienes piensan distinto", pero un 29,8% apoyaría a un gobierno autoritario si lograse resolver los problemas del país.
Del estudio surge que la distribución de la riqueza y el crecimiento económico son las dos principales deudas de la democracia. Es la eficacia.
En este sentido, Zizek encuentra en las elecciones, acontecimiento constitutivo de la democracia, uno de los motivos de la ineficacia. Para eso, destaca como contraste el régimen chino, de partido único, al que, aclara, no adhiere: por no estar sometidos periódicamente al escrutinio de las urnas, "sus líderes no piensan cómo van a sobrevivir los cuatro próximos años, sino en qué será de China a largo plazo".
En Argentina ese plazo incluso es más corto: con elecciones cada dos años, un gobierno recién electo, aun si llega empoderado por una montaña de votos, entra en pánico a poco de andar, con la espada de las elecciones de medio término colgando sobre su cabeza, amenazándolo a la vuelta de la esquina con limarle de un plumazo la legitimidad de origen que acaba de saber conseguir.
Querida, achiqué la democracia
Acaso haya que analizar la posibilidad de votar menos y, además, de elegir de un menú mucho más corto, lo que merecería una reforma de la Constitución y, es cierto, podría sonar a ciencia ficción teniendo en cuenta que la política tardó una década en suspender -ni siquiera eliminar- las PASO.
Acaso merecería ser estudiada la opción de votar sólo cada cuatro años, cargos ejecutivos y legislativos, todo junto de una vez (los mandatos del Senado deberían acortarse de seis a cuatro años), con unas primarias (de participación no obligatoria, tal vez) que aplicaran un filtro (pisos de votos) tan riguroso que pondría a las fuerzas políticas ante la encrucijada de construir acuerdos de grandes coincidencias o abstenerse de participar.
¡Proscripción!, gritaría, más que seguro, la izquierda trotskista, que prefiere morir con sus botas decimonónicas puestas antes de mezclarse, por caso, con el peronismo reformista. "Una cuestión de supervivencia“, le respondería Zizek, que se autopercibe "comunista moderadamente conservador”.
Obvio: no hay pros sin contras. Celebrar elecciones cada cuatro años en lugar de cada dos les permite a quienes gobiernan tomar medidas necesarias pero impopulares con tiempo para remontar la cuesta sin sufrir un daño profundo, pero, a la vez, hace más rígida la representación inicial de una administración. Para Néstor Kirchner, que llegó a la Casa Rosada con su raquítico 22%, por abandono del más votado, hubiese sido un problema. Para Milei, también, en tanto su cosecha legislativa en 2023 lo arrojó al poder con una tropa parlamentaria insignificante.
Acto 25 de mayo
La militancia recuerda la asunción de Néstor Kirchner, un 25 de mayo.
Brasil aporta un modelo a tener en cuenta. La Constitución establece un calendario de fechas y cronogramas que no se discute cada vez: se vota el último domingo de octubre para presidente, el Congreso y las gobernaciones, con ballotage un mes después. No hay tutía.
Bicoalicionismo, volvé, te perdonamos
Esas exigencias alentarían la formación de amplias coaliciones (una de "derecha", otra de "izquierda", como en algún momento parecieron encaminarse a ser el Frente de Todos y Juntos por el Cambio) capaces de ofrecer una propuesta nítida que evitara romerías como las elecciones porteñas de este domingo, donde se apiñaron tres/cuatro variedades de peronismo, dos opciones de macrismo pero, a la vez, cuatro/cinco de la frizada alianza JxC; tres/cuatro versiones libertarias y dos de izquierda trotskista; un revoltijo de "partidos políticos que no saben si son oposición u oficialismo o, cuando se definen, no tienen idea de qué hacer", como describió Falak.
No podía salir bien. El resultado fue una bola de ruido ininteligible, una miríada de internas tan mínimas que habilitaba al electorado a concluir que, lejos de estar pensando en ser eficaz en la generación de respuestas a sus demandas, la dirigencia política estaba librando batallas miserables, por el pancho y la coca, en el campo endogámico de su ombligo.
¿Si votásemos, entonces, menos pero mejor?
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El papa Francisco con el entonces obispo Robert Prevost, hoy papa León XIV.
Vatican Media
En 2013, tras el reinado de Jospeh Ratzinger, un nacional socialista con menos carisma que Judas, la Iglesia católica se desinflaba, como ahora la democracia. Con el pase de magia que convirtió a Jorge Bergoglio en el papa Francisco, se puso un poco menos conservadora para darle una sobrevida más plena a la vigencia de su doctrina ultraconservadora -la ilusión de una Iglesia "progresista" se estira con la sucesión en favor de Robert Prevost, alias León XIV-.
Acaso la democracia enfrente un desafío similar: ponerse un poco menos democrática en pos del objetivo, sólo en apariencia contradictorio, de seguir siendo "el mejor sistema para convivir entre quienes piensan distinto" y, a la vez, ser eficaz para saldar sus cuentas; para trazar un horizonte de estabilidad que promueva el crecimiento económico y el desarrollo humano; a través de un Estado inteligente, administrar las tensiones distributivas y garantizar servicios esenciales inclusivos y de calidad que vayan construyendo comunidades más justas; recuperar el tono vital perdido y, entonces, la confianza y la atención de las sociedades.