La elección del papa nada tiene de democrática. En esta edición, que fue histórica por lo masiva, 133 señores se arrogaron el privilegio del voto en una comunidad que reúne a unos 1.400 millones de personas. O sea: casi un quinto de la Humanidad reconoce en el papa un líder moral y espiritual, pero no puede opinar sobre el perfil que debería tener ese referente, sino que debe entregarse a la sabiduría del Espíritu Santo, como dicen los cardenales, que de relatos fantásticos entieden todo.
El problema es que ese liderazgo moral y espiritual deviene político en tanto la Iglesia sigue siendo un poderoso lobby supranacional con influencia en los asuntos más sensibles de la agenda terrenal (la guerra y la paz, la educación, la salud...). Menuda responsabilidad la del Espíritu Santo.
Con todo, es probable que, en esta edición, el cónclave, por haber sido el más numeroso de la historia católica, haya replicado una norma -¿un mito?- de la democracia: cuanta más gente vota, peor para las aristocracias –para las derechas-.
Robert Prevost, un equilibrista en las grietas
Prevost es, como describió Villarreal, un sutil diplomático que ha sabido surfear las internas vaticanas, que no por divinas son menos feroces. "Su perfil conjuga solidez doctrinal, formación intelectual, experiencia pastoral en América Latina y ascendencia real en la Curia", escribió el periodista en este portal y sintetizó: “Es un outsider con ADN bergogliano”.
“Prevost, de 69 años, fue misionero en el norte del Perú durante casi dos décadas. Se formó en Roma y asumió luego la conducción global de la orden de San Agustín, antes de ser convocado por el propio Francisco al corazón del engranaje vaticano”.
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Robert Prevost, el sucesor de Jorge Bergoglio.
Vatican Media
“Desde allí, condujo la compleja selección de obispos en los cinco continentes, en un momento donde la Iglesia buscó evitar el cortocircuito entre centralismo curial y sinodalidad local”, agregó.
“Combina el pragmatismo norteamericano con la calidez y la cercanía de los pueblos latinoamericanos, donde se fogueó y se curtió como pastor”, dijo a este portal un sacerdote argentino que se mueve por los pasillos curiales.
Además, como estadounidense, aparece como un potencial dique de contención de las desmesuras de Donald Trump, líder global de las nuevas derechas, con quien “comparte nacionalidad pero no agenda”, señaló Villarreal.
Todo en su medida: la Iglesia no es de izquierdas
Con todo, no todo lo que brilla es oro, aunque se trate del Vaticano, donde manda el dorado. El encierro entre comillas de las palabras progresista y progresismo no es caprichoso. La Iglesia católica no es una institución progresista. Es un imperio ultraconservador. Hace falta mucha miopía para no verlo, porque las pruebas han estado siempre bien a la vista: sus doctrinas, sus valores, sus principios, sus mandamientos tallados en piedra, sus escrituras, sus normas, su organización y su gobierno se han mantenido prácticamente inalterables a lo largo de nada menos que 20 siglos.
La sucesión de Jorge Bergoglio no fue, entonces, una disputa entre progresistas y conservadores.
No hay progresistas, en términos universales, en una monarquía absolutista regida, en la tercera década del siglo XXI, 573 años después del fin de la Edad Media, por el relato que consagra el liderazgo de un ser todopoderoso –un autócrata- de cuya existencia no hay evidencia empírica; una entidad imaginaria que, como tal, no es otra que una superstición.
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No hay progresistas en una institución que discrimina groseramente a las mujeres que entregan su vida a la militancia por Dios: no pueden ser sacerdotisas y, entonces, tampoco obispas ni cardenalas. Por tanto, tampoco papas -mamas, serían si pudiesen ser-. El reformista Bergoglio había avisado que eso no iba a pasar ni siquiera con él, tan “progresista”, porque la Iglesia no está preparada, en la tercera década del siglo XXI, 573 años después de disipadas las nieblas del medioevo, para sacarlas del closet. Maduración lenta.
No hay progresistas en una institución que a todas las mujeres –a la mitad de la población mundial- pretende cercenarles el derecho a decidir sobre sus cuerpos.
No hay progresistas en una institución que discrimina a las personas gays: hay más conservadores que creen que la homosexualidad es una enfermedad y un delito y hay menos conservadores que sostienen que es apenas un pecado. Eso último creía Bergoglio, como recordó la escritora argentina Leila Gerriero en una columna que escribió para El País para cortar con la dulzura que saturó el duelo por el fallecimiento del cura de Flores.
No hay progresistas en una institución que sigue condenando el divorcio y continúa predicando contra el uso del preservativo porque pretende que las leyes civiles sigan replicando sus normas, escritas hace más de dos mil años, cuando la gente moría de lepra y gobernaban dictadores cuya legitimidad por designio divino era indiscutible.
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Robert Prevost, el sucesor de Jorge Bergoglio.
Captura de redes
De hecho, Prevost no es un wokista descocado: al aborto le dice que no, sobre la eutanasia no se ha pronunciado, siga siga al celibato y la ordenación de mujeres como sacerdotisas "no necesariamente soluciona un problema", sino que hasta "podría generar uno nuevo”, dijo.
Sobre la homosexualidad ha ido virando en los últimos años: de recordar que ese "estilo de vida" es "contrario al Evangelio", en 2012, a considerar, más acá en el tiempo, que la posición de la Iglesia no puede ser unánime, sino que debe atender los matices culturales de cada región del mundo. En su labor pastoral dedicada a la atención de las personas más vulnerables, en la concepción de una Iglesia más horizontal y en su preocupación por el cambio climático exhibe, León XIV, su veta más bergogliana.
Por eso: no hay progresistas y conservadores en la Iglesia; hay más conservadores y menos conservadores. Este jueves ganaron los menos. Larga vida a la ilusión de una Iglesia “progresista”.