Con la elección del cardenal estadounidense (el “tapado” que descubrió Guillermo Villarreal en Letra P) para apoyar sus sentaderas en el trono del Vaticano, una monarquía absolutista que ha gobernado durante 20 siglos por imperio del miedo al infierno eterno y ha protagonizado tropelías bíblicas en nombre de su líder inmaterial, le dio un segundo tiempo al "progresismo" divino.
Bergoglio fue un freak que resultó mal necesario para una Iglesia que se desmoronaba tras el gobierno de Joseph Ratzinger, un fascista hecho y derecho surgido de las juventudes hitlerianas.
El hincha del Cuervo proyectó una ilusión que duró 12 años, lo que aguantó el corcoveo el papa peronista del fin del mundo, siempre acechado por el lado más oscuro -históricamente, el más representativo- de una organización que no de casualidad no ha cambiado casi nada en sus dos mil años de perseverancia en el arte de trabar la evolución de la humanidad.
Es la política: Jorge Bergoglio, a pura lapicera
cardenales sixtina.jpg
El cónclave para elegir al sucesor del papa Francisco fue el más numeroso de la historia: 133 electores.
Vatican Media
El “progresismo”, se ve, ha garpado y ahora cosechó la siembra. Esos sectores que apedrearon al argentino desde la otra orilla de la grieta que Francisco ayudó a profundizar quedaron en minoría por obra y gracia de una mayoría construida pacientemente por el kingmaker argentino, que nombró a una multitud de cardenales que convirtieron al cónclave en el más numeroso de la historia, con un 78% de miembros que le deben su ascenso al exarzobispo de Buenos Aires.
La elección del papa nada tiene de democrática, porque, en esta edición histórica por lo masiva, 133 señores se arrogaron el privilegio del voto en una comunidad que reúne a unos 1.400 millones de personas. Con todo, es probable que haya replicado una norma -¿un mito?- de la democracia: cuanta más gente vota, peor para las aristocracias –para las derechas, entonces-.
Robert Prevost, un equilibrista en las grietas
Prevost es, como describió Villarreal, un sutil diplomático que ha sabido surfear las internas vaticanas, que no por divinas son menos feroces. "Su perfil conjuga solidez doctrinal, formación intelectual, experiencia pastoral en América Latina y ascendencia real en la Curia", escribió el periodista en este portal y sintetizó: “Es un outsider con ADN bergogliano”.
“Prevost, de 69 años, fue misionero en el norte del Perú durante casi dos décadas. Se formó en Roma y asumió luego la conducción global de la orden de San Agustín, antes de ser convocado por el propio Francisco al corazón del engranaje vaticano”.
prevost papa
Robert Prevost, el sucesor de Jorge Bergoglio.
Vatican Media
“Desde allí, condujo la compleja selección de obispos en los cinco continentes, en un momento donde la Iglesia buscó evitar el cortocircuito entre centralismo curial y sinodalidad local”, agregó.
“Combina el pragmatismo norteamericano con la calidez y la cercanía de los pueblos latinoamericanos, donde se fogueó y se curtió como pastor”, dijo a este portal un sacerdote argentino que se mueve por los pasillos curiales.
Además, como estadounidense, aparece como un potencial dique de contención de las desmesuras de Donald Trump, líder global de las nuevas derechas, con quien “comparte nacionalidad pero no agenda”, señaló Villarreal.
Todo en su medida: la Iglesia no es de izquierdas
Con todo, no todo lo que brilla es oro, aunque se trate del Vaticano, donde manda el dorado. El encierro entre comillas de las palabras progresista y progresismo no es caprichoso. La Iglesia católica no es una institución progresista. Es un imperio ultraconservador. Hace falta mucha miopía para no verlo, porque las pruebas han estado siempre bien a la vista: sus doctrinas, sus valores, sus principios, sus mandamientos tallados en piedra, sus escrituras, sus normas, su organización y su gobierno se han mantenido prácticamente inalterables a lo largo de nada menos que 20 siglos.
La sucesión de Jorge Bergoglio no fue, entonces, una disputa entre progresistas y conservadores.
No hay progresistas, en términos universales, en una monarquía absolutista regida, en la tercera década del siglo XXI, 573 años después del fin de la Edad Media, por el relato que consagra el liderazgo de un ser todopoderoso –un autócrata- de cuya existencia no hay evidencia empírica; una entidad imaginaria que, como tal, no es otra que una superstición.
Embed - https://publish.twitter.com/oembed?url=https://x.com/anellogaby/status/1920537715721797771&partner=&hide_thread=false
No hay progresistas en una institución que discrimina groseramente a las mujeres que entregan su vida a la militancia por Dios: no pueden ser sacerdotisas y, entonces, tampoco obispas ni cardenalas. Por tanto, tampoco papas -mamas, serían si pudiesen ser-. El reformista Bergoglio había avisado que eso no iba a pasar ni siquiera con él, tan “progresista”, porque la Iglesia no está preparada, en la tercera década del siglo XXI, 573 años después de disipadas las nieblas del medioevo, para sacarlas del closet. Maduración lenta.
No hay progresistas en una institución que a todas las mujeres –a la mitad de la población mundial- pretende cercenarles el derecho a decidir sobre sus cuerpos.
No hay progresistas en una institución que discrimina a las personas gays: hay más conservadores que creen que la homosexualidad es una enfermedad y un delito y hay menos conservadores que sostienen que es apenas un pecado. Eso último creía Bergoglio, como recordó la escritora argentina Leila Gerriero en una columna que escribió para El País para cortar con la dulzura que saturó el duelo por el fallecimiento del cura de Flores.
No hay progresistas en una institución que sigue condenando el divorcio y continúa predicando contra el uso del preservativo porque pretende que las leyes civiles sigan replicando sus normas, escritas hace más de dos mil años, cuando la gente moría de lepra y gobernaban dictadores cuya legitimidad por designio divino era indiscutible.
No hay progresistas y conservadores en la Iglesia; hay más conservadores y menos conservadores. Este jueves ganaron los menos, por lo menos 3 a 1. Larga vida a la ilusión de una Iglesia “progresista”.