Esa podría ser una abreviatura apurada de los hechos que ocurrieron hace apenas dos noches. La de este jueves, cuando se escribían estas líneas, sería la tercera, porque esos hombres y esas mujeres, iguales o por reemplazos, todavía estaban ahí. Los otros, los que fueron a vivar contras, ya se retiraron y ahora continúan de manera domiciliaria. La grieta no es pareja: hay universos en los que ganan unos y pierden otros y viceversa. La calle es tierra peronista. Lo es por capacidad de movilización de las bases militantes y lo es, fundamentalmente, por la tradición, que al fin y al cabo no es otra cosa que los restos omniscientes de la memoria colectiva, siempre a punto de emerger ante el desafío final. Hay algo de la esencia del héroe en ello.
Verse recorrido desde lo pies descalzos hasta la cabeza grasosa, con manchas en la camisa o el overol; observarse presente en aquella vista furtiva, que nunca antes lo había mirado a los ojos porque le daba las órdenes mirando al cielo, también contribuyó a promover este acontecimiento político que equilibra realidades y mitologías.
En la raíz de la planta está su mayor punto de resistencia.
Es cuanto menos curioso que el peronismo sea, a la vez, historia y presente que se reaviva. Por eso, raro resulta que la clase política, sobre todo la oposición a los sectores peronistas, no registre la fuerza de la memoria que anida, silenciosa y presta, como una araña de galpón, en los hitos fundadores del peronismo.
Por eso, a la corta o a la larga, las oposiciones cometen el peor pecado que un adversario puede cometer: avanzar sobre el sentido germinal del peronismo, que no es otra cosa que la lealtad hecha acontecimiento.
“Era el subsuelo de la Patria sublevado”. Así lo describió Scalabrini Ortíz. Apeló a esa frase para sintetizar el arribo de una clase postergada que ahora veía el sol. Aquel 17 de octubre de 1945 culminó, puso fin a una revolución que se había iniciado menos en la práctica que en los buenos propósitos, más en la teoría que en la praxis. Ahora, la práctica ganaba la calle por derecho.
Igual que sus amigos, el autor de Tierra sin nada, tierra de profetas atinó a la pluma sensible para explicar la llegada de esa marea de gente a lugares donde jamás había estado. Aquel fenómeno requirió de una explicación nítida para aquellos otros que no habían asistido jamás a espectáculo semejante. El ser peronista, con el febo ardiente, desfilaba desprolijo por las calles que le habían sido negadas y, más, que él mismo creía que le habían estado razonablemente vedadas.
“Era el subsuelo de la patria sublevado. Era el cimiento básico de la nación que asomaba, como asoman las épocas pretéritas de la tierra en la conmoción del terremoto (…) Éramos briznas de multitud y el alma de todos nos redimía. Presentía que la historia estaba pasando junto a nosotros y nos acariciaba suavemente como la brisa fresca del río”, narró entonces Scalabrini.
No obstante, la tradición es más que el respeto por un acontecimiento fundacional. Ese hecho es el motor en marcha, pero el combustible que lo hace funcionar está constituido por la suma de capas que, como etapas geológicas, se acumulan una a una, inexorablemente ligadas a ese sustrato inicial que las sostiene y las preserva. Basta el arribo de una nueva lámina, fina, casi transparente, para que ese subsuelo se haga más pesado y más fuerte.
Esto no define la eficacia del peronismo como gobierno, ni siquiera como espacio político. Esto habla de sus componentes, del comportamiento social del peronismo. Un molesto aullido de gatos que se pelea y se reproduce.
Para el ser peronista, Perón es el Padre Eterno y Eva, su compañera: esposa, tía, madre, hermana... en fin, cualquier lazo que implique entronarla a ella y a él en el compendio de la familia, a la que se respeta y también se cuida. Como Maradona, Perón puede ser responsable de muchos desaciertos, pero, ícono al fin, nadie fuera del seno familiar puede objetarlo; solo lo hacen, en confidencia, quienes forman indiscutible parte de esa familia. “Yo puedo decir lo que quiera de él, pero vos no tenés derecho”. Algo así.
Por eso, a nadie debe extrañar esta nueva movida en defensa de la líder, porque, para el ser peronista, quien la ataca no tiene derecho a hacerlo, por una sencilla razón: no es peronista, no entiende que quizás el fin justifique los medios, carece de la sensibilidad esencial del ser peronista.
Un sinfín de ensayos, dispuestos desde diferentes disciplinas, desde la historia hasta la psicología, la filosofía y la sociología, intenta, sin suerte, explicar el peronismo. Alguien aventuró que su carácter de movimiento lo convierte en un territorio de dimensiones ilimitadas. Alguien lo comparó con un péndulo de infinitas idas y vueltas. El metalúrgico Lorenzo Miguel dijo que el peronismo “es comer los ravioles los domingos por la vieja”. ¿Quién podría resignarse a los ravioles domingueros de la vieja con los problemas inmediatos resueltos, con la adquisición de derechos y comodidades que no había soñado? Por eso aquello que, desde el '55 hasta su regreso, consagró la suicida aventura de morir por el líder, de dar “la vida por Perón”.
Con Perón, el salvaje había visto que la civilización era solo una comedia, en la que su naturaleza divina encajaba perfectamente. El ser peronista lleva su identidad bajo el brazo, con el cuidado con el que se traslada un regalo para un ser querido. Así lo cuida.
Acierta Cristina cuando, desde un simbólico balcón, alienta a entonar las estrofas de la hasta hace poco denostada “Marcha Peronista”. Acierta en este renovado acercamiento al Padre Eterno y, sobre todo, a su mística y rituales. Es cierto: alguna vez y no hace tanto, el kirchnerismo evitó a Perón, lo negó, y eso constituyó hasta un motivo de orgullo íntimo para quienes sobrevivieron la tragedia de los 70, cuando soñaban con una patria socialista. Fue, también, razón suficiente para que la vieja guardia justicialista rompiera lanza.
Es verdad, también, que en su constitución política conviven Cámpora y Menem y Duhalde y Néstor Kirchner, entre tantos otros, pero son nada más que pasajeros, nombres circunstanciales sin más injerencia, positiva o negativa, que la que les deparó su propio momento de gloria efímera. El peronismo, orgulloso como es, hoy se resguarda en ellos y mañana, de ellos. Toma distancia o se acerca, ahí, en el subsuelo, donde, curiosamente, esos nombres también habitan como ángeles o demonios.
Los discursos que apelan a “él” ya no hablan de Néstor, hablan de Perón. Vuelven a hablar de Perón. Perón no es un personaje de la religión peronista, es el símbolo, es la cruz.
Hay en el peronismo un instinto espiritual, de grupo, de lealtad a los pies del cadalso. La Justicia, la oposición, los medios que no lo quieren, vaya a saberse quiénes, apretaron el botón equivocado y, en lugar de mandar al Gobierno a la papelera, su gesto equívoco desplegó la última pantalla, única imagen que mueve las emociones comunes. Ahí está Perón, con la sempiterna sonrisa gardeliana, y ahí están sus muchachas y sus muchachos para vitorearlo sin miramientos. No es revancha, es una evocación.
Si los apuran, los muchachos peronistas volverán a las calles más temprano que tarde. La única verdad es la realidad.