La mutación actual del virus de la otra pandemia en expansión, la de la ultraderecha, ha mostrado una sensibilidad considerable a las vacunas contra la judeofobia, pero pasa de largo cuando de islamofobia se trata. La guerra entre Israel y el grupo Hamás, que controla la Franja de Gaza, escribe un nuevo capítulo de la grieta argentina, en el que medios de comunicación y redes sociales trasladan a ese tema el mismo maniqueísmo que exhiben en los locales.
“Fulano de Tal. Argentino en Israel”, dice, obsesivo, el zócalo en la tele. El hombre –no se han visto muchos relatos femeninos, si es que los hubo– cuenta el calvario, sin dudas real, de vivir bajo una lluvia injustificable de misiles lanzados desde ese territorio palestino con la intención de que caigan sobre casas, parques, hospitales o escuelas. Son legítimos relatos del terror.
Sin embargo, los medios nacionales omiten el otro terror, el de los misiles israelíes sobre Gaza, que presuntamente hacen blanco en objetivos vinculados al Movimiento de Resistencia Islámica –Hamás– y a Yihad, pero que arrasan con familias enteras. ¿Será por vagancia o por sesgo?
Es inútil y cruel hablar de “contextos” en situaciones como estas, de violencia en caliente y que toman como rehenes a seres humanos inocentes; en esos casos es mejor contribuir a la calma para salvar vidas.
Esta idea hace más curioso el comunicado de la Cancillería argentina –encima desfigurado en un tuit– que habló de la desproporción de la respuesta de Israel a los disturbios iniciales –motivados por el desalojo de familias árabes de Jerusalén oriental– justo cuando los habitantes de ese país se escondían en refugios, el presidente Alberto Fernández buscaba mostrarse como un moderado confiable en su gira europea y apenas un par de días después de la recepción de israelíes vinculados al desarrollo de vacunas contra el covid-19 para su eventual producción en el país.
No se critica aquí el fondo sino la oportunidad, sobre todo cuando el llamado a la contención era lo único urgente y cuando la posición nacional de base es conocida y elogiable: una solución negociada sobre el principio de dos Estados que tome como punto de partida las fronteras previas a la Guerra de 1967; posición que, salvo el interregno de alineamiento automático con la derecha dura de Israel y de Estados Unidos de Mauricio Macri, es agradecida incluso por la gente de a pie en las ciudades palestinas, que recuerda que nuestro país hizo punta en América Latina, junto al Brasil de Lula da Silva, en el reconocimiento de su independencia durante la gestión de Cristina Kirchner.
Más claramente: la Cancillería no denuncia las violaciones a los derechos humanos en general y de género en particular, además de los políticos y los nacionales en Rusia y China mientras importa y gestiona la producción local de los inmunizantes Sputnik V y Sinopharm. Sin embargo, presa de la interna que por momentos devora al Frente de Todos, sintió la necesidad de calmar el frente interno con un barroco comunicado de principios sobre un Medio Oriente en pleno hervor.
Sobran las condiciones para que el tema cale hondo en el conflicto argento-argentino. Unos 200 mil compatriotas son judíos y alrededor de 400 mil son musulmanes, según estimaciones. Pese a su encogimiento, la primera de esas comunidades sigue siendo la más grande de América Latina y la séptima del mundo, lo que explica la importancia que Israel da a la relación con la Argentina, más todavía cuando el país ha sido blanco de dos grandes atentados aún impunes, contra la embajada de ese país en 1992 y contra la AMIA en 1994.
La imagen externa de Israel registró en los años 1990 un cambio brusco. Antes de eso y hasta el Acuerdo de Oslo de 1993, era visto en buena medida como un país amenazado por vecinos hostiles y organizaciones nacionalistas palestinas que apelaban a un terrorismo indiscriminado. Eso le facilitaba mantener en la sombra el costado más vergonzante de su fundación, basada en un reclamo nacional tan legítimo como cualquier otro, pero cruzada por una limpieza étnica en lo que los israelíes conocen como la “Guerra de Independencia” de 1948 y los palestinos como la nakba, su “catástrofe”, que convirtió a millones de familias desplazadas a tiros en eternas refugiadas.
Todo cambió con el ocaso de Oslo, que comenzó en 1995 cuando el ultraderechista judío Yigal Amir apretó el gatillo y terminó con la vida de Yitzhak Rabin. Al año siguiente, el derechista Benjamín Netanyahu pondría en marcha una hegemonía –no continua, pero sí duradera– y se iría apoyando con los años en aliados incluso más ultras que él, cuyas definiciones serían motivo de vergüenza en cualquier otro país.
En paralelo, la hipertrofia definitiva del músculo militar y de inteligencia de Israel prácticamente puso fin, junto a la construcción de un enorme complejo de muros y cercas de alta tecnología en sus fronteras con Gaza y Cisjordania, a la era de los grandes atentados terroristas de Hamás y Yihad. Al sentirse más segura, una mayoría de la sociedad perdió todo incentivo para apoyar un proceso de paz que implicara la cesión de territorios.
Con gobiernos ubicados tan a la derecha, la expansión de las colonias fue tal, que varias de ellas son hoy grandes ciudades prácticamente imposibles de erradicar debido a su tamaño y al carácter fanáticamente religioso de muchos de sus habitantes, armados en el contexto de una sociedad militarizada y que aprovecharon una amplia gama de subsidios e incentivos para apropiarse de tierras en contra de cualquier idea de legalidad internacional. Así fue desde Cisjordania hasta Jerusalén oriental, el sector de esa ciudad ocupado por Israel en 1967 que los palestinos siguen reivindicado como centro de su futuro Estado.
De esa manera, el pequeño país amenazado mutó en una suerte de paria internacional y debió hacer asumir que privar de derechos a la población que reside en los territorios ocupados haya convertido su sistema político en una democracia para algunos y en un apartheid para otros.
Una percepción diferente, sin embargo, se esboza hoy, también en la Argentina, donde la mayoría de los medios solo da lugar a voces israelíes en la cobertura de una guerra que, así narrada, parece un fenómeno meteorológico que se abate sobre un solo punto del planeta.
Con sus misiles militar y políticamente inútiles, Hamás no solo reitera una coreografía macabra que somete a los civiles israelíes al terror, sino que toma de rehén a la propia población que gobierna en Gaza, que encuentra una nueva ronda de muerte a gran escala y de destrucción de una infraestructura cada vez más precaria. Asimismo, daña la causa palestina, desplazando de la escena al partido Al Fatah, hoy dialoguista, que gobierna Cisjordania bajo la autoridad del presidente Mahmud Abás.
Intenciones aparte, el hecho es que Hamás rescató con su ofensiva a un Netanyahu que parecía terminalmente imposibilitado de formar una coalición con mayoría parlamentaria. La lógica del momento vuelve a acercar al premier procesado por corrupción al extremista de derecha Naftali Bennett, algo que allanaría su continuidad. ¿Quién es Bennett? Alguien que, entre muchas otras cosas, en 2013 llegó a declarar: “Maté a muchos árabes en mi vida y no tengo ningún problema con eso”.
Israel se ha manejado con maestría para trabar amistades externas hasta hace algunos años insospechadas. Como se sabe, para la nueva derecha, otrora judeofóbica, el gran clivaje de la actualidad es Occidente o islamización.
En los últimos años, Israel ha desplegado una intensa diplomacia con contrapartes afines –incluso árabes– y, más relevante, una que hizo blanco en las opiniones públicas de diversos países. La Argentina, dada su mencionada importancia, ha sido una de las más buscadas.
Seminarios para la prensa con expertos en seguridad invitados al país; organización de cursos en Israel, muchas veces menos sesgados que lo esperable, pero útiles para difundir la postura propia –a uno de ellos asistió este periodista en 2012, cuya mirada crítica era conocida por los anfitriones–; contactos bien lubricados con medios grandes de línea editorial afín; cooptación de las organizaciones supuestamente representativas de la comunidad judía; vínculos estrechos con referentes de la derecha política local y, siempre a mano, el mote de “antisemita” para cualquiera que ose cuestionar la política de colonización –de “traidor”, si se trata de un judío– fueron elementos de enorme eficacia. Es verdad que mucha judeofobia se oculta detrás del antisionismo, pero el recurso se ha convertido en extorsión posporno.
Ante eso, la respuesta del judaísmo progresista, que existe y condena esas prácticas, ha sido tibia. Se trata, ni más ni menos, que de uno de los tantos pecados de omisión de un centroizquierda que se hizo herbívoro, no solo en la Argentina.
Una excepción fue el Llamamiento Judío Argentino, una intención elogiable, pero que nunca logró separar su vocación de conquistar los corazones de los argentinos de fe israelita de sus posicionamientos en la política local, afines al kirchnerismo, lo que quitó pluralidad y potencia a su mensaje.
Así vive la Argentina su flamante grieta, la de Gaza. En algún momento, los misiles de un lado y otro cesarán, pero la obra de un nuevo retroceso humano habrá quedado consumada.