El reemplazo de Nicolás Dujovne por Hernán Lacunza en la conducción del Palacio de Hacienda impone al nuevo ministro una tarea urgente: reflotar el acuerdo de Stand-by con el Fondo Monetario Internacional (FMI), desquiciado por la megadevaluación de la última semana y los anuncios electoralistas del Gobierno, que abultaron la cuenta del gasto público y disminuyeron la de los ingresos impositivos.
Se espera para la semana próxima la visita al país de miembros del staff técnico, quienes deben completar la quinta revisión de la marcha del programa. Su visto bueno, se consideraba antes de este recrudecimiento de la crisis financiera, debía elevarse al Directorio para su aprobación a mediados de septiembre, requisito, a su vez, para un nuevo desembolso de 5.400 millones de dólares. Todo resulta incierto ahora, con el FMI en plena transición tras la salida de Christine Lagarde y la Casa Rosada sin Dujovne, considerado en Washington el garante del ajuste.
La paliza sufrida por el oficialismo en las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO) del último domingo 11 alteró el escenario financiero y derivó en una nueva corrida contra el peso, los bonos de la deuda pública y las acciones nacionales. El tsunami hizo que el dólar cerrara el viernes a $55 en el mercado mayorista, lo que implicó un aumento del 25% en el mes, mientras que el riesgo país se empinó por encima de los 1.650 puntos básicos.
La disparada del billete verde tendrá un fuerte reflejo inflacionario, pero nadie sabe a ciencia cierta cuál será su magnitud. Con lo ocurrido en la última semana, los precios de agosto tendrían un piso del 6% y los del año, uno del 50%. Sin embargo, esos cálculos pueden convertirse en papel mojado si el presidente del Banco Central, Guido Sandleris, no logra ponerle coto a la corrida.
La aceleración inflacionaria es un auxilio de corto plazo para las cuentas públicas; perverso, pero auxilio al fin. Eso es así porque los compromisos (salarios, jubilaciones, planes sociales y pagos a proveedores por bienes y servicios ya entregados) se pagan en pesos devaluados, mientras que la mera suba de los precios abultará artificialmente la recaudación impositiva en el corto plazo.
Claro que en el actual contexto la actividad económica bajará al tercer subsuelo y que ello resentirá la recaudación, pero de cualquier forma la comparación de esos recursos con las obligaciones “viejas” por el lado del gasto deberían ser de ayuda para que las cuentas cuadren al gusto del Fondo.
Sin embargo, un poco por la emergencia social que el combo actual hará más perentoria y mucho por las urgencias electorales del oficialismo, Macri se lanzó en los últimos días a un jubileo populista de anuncios de limitada efectividad pero oneroso en términos fiscales.
El bono de $5.000 para 400.000 empleados del Estado, el refuerzo de $1.000 por hijo en septiembre y octubre para beneficiarios de planes sociales, rebajas impositivas para permitir a las empresas privadas pagar hasta $2.000 extras en septiembre y octubre a sus empleados y el auxilio a los deudores de créditos UVA y de planes de ahorro para la compra de autos, entre otras medidas, presionarán sobre el gasto. En tanto, los planes de pagos especiales para pymes, el (aparente) congelamiento de los combustibles por 90 días, el incremento del 20% del mínimo no imponible del impuesto a las Ganancias y la eliminación del IVA para alimentos esenciales impactarán sobre la recaudación.
En sus urgencias, el Gobierno anunció esas medidas, valuadas en $50.000 millones, sin poder medir su impacto presupuestario concreto dada la incertidumbre en torno al eje dólar/inflación.
Además, Sandleris dejó volar el lunes último el dólar por encima de los $51,45 estipulados en el acuerdo con el Fondo como límite para la intervención oficial.
El Stand-by está perforado por todos lados y Lacunza deberá resetearlo con el visto bueno del FMI. De que lo logre depende que no se corte el delgado hilo que separa a la Argentina de su enésimo default.