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En el fondo, la familia insaciable y oscura de los mercados está viendo lo mismo que los opositores. No alcanzan los dólares, no alcanzan los gestos, no alcanzan los cambios cosméticos de un gabinete sin poder. No alcanza que el Fondo se instale en Argentina ni alcanza tampoco que el Presidente grabe un mensaje cada tanto para anunciar que, esta vez, nos va a ir bien con el apoyo del organismo que trae para los argentinos de a pie los peores recuerdos.
Desde la residencia de Olivos, donde se recluye cada miércoles como una religión, Mauricio Macri difundió un video de menos de dos minutos con el que pretendió resucitar una palabra que, según decía, era sinónimo de la nueva etapa: confianza. Lo hizo 112 días después de haber anunciado lo que se suponía era la salvación del proceso en curso: el pedido de socorro y el regreso del FMI.
Ese 8 de mayo, en un mensaje de poco más de dos minutos en la Casa Rosada, Macri habló del “único camino posible para salir del estancamiento”, de “impedir una gran crisis económica”, de “mayor respaldo”, de “no mentir” y dijo sentirse convencido: “El camino que tomamos va a lograr un mejor futuro para todos”.
De aquellas palabras, solo una idea dio cuenta del nuevo tiempo. El Presidente aludió a “variables que no manejamos” y, así, inauguró una etapa que llega hasta hoy. Es la deriva de un gobierno que va detrás de los acontecimientos y que no genera autoridad ni respeto ni confianza, ni arriba ni abajo. En el medio, reemplazó con un trader a un presidente del Banco Central académico y ortodoxo, cambió un par de ministros fusibles, aceleró con el ajuste en la medida de sus posibilidades y fue deteriorando tanto su base social como su palabra.
Aunque el Círculo Rojo y los formadores de opinión amigos le pidan que salga, se ponga al frente de la crisis y se calce el traje de piloto de una tormenta que lo da vuelta, la realidad más cruda es que lo que diga Macri importa cada vez menos. Por no decir nada. Interesa más a los mercados, a los bancos, a los buitres y a los fondos de inversión lo que haga la oposición, en especial, el peronismo como traductor deforme del malestar social.
Macri decidió no tener un gabinete de peso y quizás ya sea tarde para intentarlo. El sueño de un peronismo disecado que acompañó las noches de Emilio Monzó nunca convenció al Presidente y a su núcleo de acero. En las buenas, lo rechazaron y hoy -que lo necesitan- ya no está disponible. El peronismo puede perder una elección y puede perder varias, pero no pierde el olfato que en el oficialismo escasea.
El segundo paro nacional de la CGT en cuatro meses es una señal ineludible: expresa la presión de las bases que ven su poder adquisitivo erosionado y ven que las balas del desempleo le pican cerca. Pero, además, es una muestra de autopreservación de una dirigencia sindical que advierte que ya no hay plafón para contribuir al rumbo de Macri. Ni abajo ni arriba.
Los gobernadores opositores al gobierno nacional, que hasta hace unos meses no existían, ahora van ganando cuerpo y se conjugan con el PJ de Miguel Ángel Pichetto y la CGT. Decir que dejaron de pensar en el 2023 y apuntan al 2019 es poco: están mirando a lo que pueda pasar mañana mismo y hablan de estar preparados para gobernar.
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En el macrismo no lo pueden ni pensar y en la alianza Cambiemos lo piensan pero no lo dicen. Pero en el mundo empresario, en los factores de poder real y en Wall Street lo ven cada día con mayor claridad: el problema no es Nicolas Dujovne, que puede estar como no estar. El problema no es Mario Quintana y ni siquiera es Marcos Peña. El problema es el Presidente, el vértice de la esperanza que se derrumba, sin la lluvia de inversiones y sin una capacidad de liderazgo ni de conducción para orientar siquiera las aguas turbulentas de una sociedad tan hastiada como acostumbrada a soportar la crisis y el ajuste.
Para muchos, que no conocen la Argentina aunque vivan acá, Macri es el culpable de no haber acelerado antes con un ajuste que llegue al hueso. Para otros, es el responsable de no conocer ni comprender la calle. Para los economistas del PJ que se puso a precalentar es víctima de su necedad: haberse obsesionado con una economía que bajase la inflación en tiempo récord a base de tasas voladoras que se conjugaron con el tarifazo y mataron la actividad económica, además de haber dejado abierta la economía para que los capitales especulativos entrasen y saliesen a su antojo de la Argentina. La obra pública, los créditos subsidiados y el populismo amarillo solo pudieron sostenerse con la bola de nieve de la deuda hasta abril pasado y será, desde el año próximo, la guillotina de los intereses para los ejercicios que vienen.
Aunque lleguen rápido los dólares que necesita Macri para llegar a fin de su mandato, la incertidumbre es por lo que pueda pasar hoy y mañana. Lo que está fallando es la brújula del tema leader de la empresa.
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Aunque el Fondo desembolse más y mejor, aunque Trump ajuste su Presupuesto y comprometa su futuro para auxiliar a su viejo socio, la misión que se le había encomendado a Cambiemos es lo que ahora parece imposible. Le pedían al Presidente y al mejor equipo de los últimos 50 años que diera vuelta la página de la historia y dejara definitivamente al peronismo en la cuneta del pasado.
Le creían cuando decía que nacía un mundo nuevo desde el patio de atrás y que se iniciaba un proceso de normalidad para la Argentina capitalista con apoyo popular. Le rogaban que no se hablara más del 2001 ni del fantasma del default. Le prendían velas para que no fuera un paréntesis entre dos peronismos, como explica Miguel Ángel Broda. El talibán de los mercados cuenta que intentó explicar afuera que un regreso del PJ tampoco es tan terrible y que también es posible avanzar como en los noventa. Pero no le creyeron. El problema es el hijo de Franco y todo el andamiaje de la factoría de Cambiemos no basta para disimularlo.
Cuando Macri dice “tranquilos, no pasa nada”, está diciendo, quizás y sin asumirlo: ya es tarde, no puedo hacer nada.