El presidente Javier Milei es casta. Es imprescindible aclarar esto desde el vamos por dos motivos: primero, porque en las aguas de la sensibilidad política que nutre nuestras costas partidarias, la palabra casta parece caberle bien a unos y no a otros; luego, porque en su compleja semántica -diría Saussure- en Argentina, el término no aplica solo a los líderes políticos, sino, más bien, a un tipo de comportamiento bastante claro y evidente, que solo aprecia certeramente quien no es casta.
Según la definición formal, casta refiere a la ascendencia o linaje de una persona que pertenece a un grupo social y no puede abandonarlo de por vida. Hay, de hecho, sociedades organizadas a partir de la jerarquía de las castas. Como todo grupo cerrado o sectario, las castas tienen rituales que las identifican y construyen su identidad.
En tanto creación artificial de las personas, no hay nada malo que pueda surgir de una apreciación desapasionada de las castas en sí, salvo que perjudiquen a un tercero. Obviedad del derecho de convivencia.
La casta en la era Javier Milei
En nuestro país, casta significa otra cosa. El concepto casta es despreciativo y alude a personas cuyo poder afecta la convivencia entre las personas.
La Casta, en tanto linaje, posiciona su razón de ser por encima del resto de los mortales y, peor, toma decisiones por ellos y convierte en realidad solo las partes del contrato social que le convienen. Es decir, transforma lo aparente en realidad, lo imaginario en verdad. La Casta decide para sí qué es lo bueno y qué es lo malo. Construye su propio discurso y, desde el poder que la sociedad le concede, arbitra las disputas del lenguaje y, más, arbitra también las posibilidades de la acción social.
Para semejante menester es imprescindible que ocupe la mayor cantidad de espacios de poder. Le es necesario expandirse no solo de manera horizontal, sino también vertical. Todo espacio de poder, por mínimo que sea, alucina a la casta; lo seduce como las infernales sirenas al heroico Ulises. En síntesis, no son solo los puestos clave los que encandilan a la Casta, sino cualquier ámbito donde pueda aparcar un microscópico enclave de poder.
La Casta argentina es menos una posición de privilegio que una forma de ser.
Desde el ansiado regreso a la democracia, en el lejano 1983, las administraciones se organizaron a través de favores. Un gran centro de reclutamiento de vínculos por afecto o interés, en La Plata, se emplazó en la denominada Junta Electoral de la provincia de Buenos Aires, que ejercía sus funciones desde el vetusto edificio del ex Hotel Provincial, ubicado en 8 entre 50 y 51. (Un asunto que merece otro artículo, porque ese inmueble venía de ser rematado por la dictadura, durante el gobierno de Ibérico Saint Jean, el 1 de diciembre de 1978. Lo dejamos para otra oportunidad).
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El ex Hotel Provincial de La Plata, sede de los tribunales federales y de la Secretaría Electoral.
Lo cierto es que la Junta Electoral, con razones ajustadas a la confección de los nuevos padrones de la democracia, requirió de una importante cantidad de personal. ¿Ese personal ingresó por concurso? Buenos salarios y una tarea de rutina resultó una verdadera seducción para ¿miles? de jóvenes y no tanto que accedieron a su primer trabajo rentado y con aporte jubilatorio. Claro, había que conocer a alguien de peso para ingresar. El acceso se tornó arbitrario. Otra vez esa palabra. Unos lo lograron, otros no.
Es solo un ejemplo. Lo mismo sucedió en otras (acaso todas) reparticiones del Estado. Quien esto escribe fue uno de los beneficiarios de conseguir-un-trabajo-a-través-de-un-conocido.
Esa condición, como sucede con todo lo anómalo en la matriz de la burocracia, creció hasta la exageración y se deformó. Ya no solo se trataba de trabajo, sino de lealtad. Una copa de brandy marcha a la mesa del militante, siempre acrítico y sonriente.
Así las cosas, la pandemia de 2020 vino a colmar la copa, el líquido viscoso cayó sobre la mesa y escurrió su color ante la mirada hastiada de las personas sedientas de diferentes sabores, con otros paladares, más humildes, que juraron venganza; no justicia, venganza.
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Javier Milei es casta, pero reunió a las masas destratadas por la Casta sedientas de venganza.
Y sucedió la Casta
Entonces, una parte de la sociedad que consideraba que los privilegios de la Casta no eran tan perniciosos, porque en definitiva alguna vez los podría tocar con la punta de su bastón, recordó con menos fervor las veces en que quedó afuera del reparto y, más, las tantas ocasiones en que la Casta, desde un imaginario palacio del medioevo, la había ninguneado, maltratado.
Ese tipo que vivía al lado de su casa y había dicho “no puedo” cuando le pidió que le acelerara un trámite de jubilación; esa mujer emperifollada que le ocupaba el garaje al amparo de una credencial oficial; ese empleado que le había perdido su documentación imprescindible y que lo obligaba a reconstruirla sin culpa y todas aquellas promesas y expectativas que no se habían cumplido, por las que nadie pagaba y que solo a él lo tenían de rehén, construyeron la Casta.
Javier Milei la vio
Ahora, la batalla es contra la Casta. Es una pelea tan confusa que hasta la Casta riñe contra la Casta. Hay microcastas con líderes enfrentados para dejar en claro quién es menos casta, porque les cuesta horrores dejar de ser casta.
Un hombre desde el Mediterráneo toma fotos de su amante, mientras la nave de la Casta se pierde en preguntas que no tienen una respuesta fácil; lamentan igual que sus modernos prometeos el monstruo que crearon; sueñan con volver… la Casta, amigos, es una forma de ser, un gesto, una actitud; una consuetudinaria indiferencia; la Casta somos nosotros, no los otros.