No era Sergio Massa. Para el 44,35% del electorado -el colectivo más o menos heterogéneo que el 19 de noviembre se unió en la empresa de evitar que Javier Milei llegara a la Casa Rosada-, el mejor candidato era Horacio Rodríguez Larreta.
No era Sergio Massa. Para el 44,35% del electorado -el colectivo más o menos heterogéneo que el 19 de noviembre se unió en la empresa de evitar que Javier Milei llegara a la Casa Rosada-, el mejor candidato era Horacio Rodríguez Larreta.
El 13 de agosto, en las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (las PASO, ahora en vías de extinción), el candidato de La Libertad Avanza obtuvo el 29,86% de los votos, Juntos por el Cambio (JxC) acumuló 28% y Unión por la Patria alcanzó el 27,28%.
Larreta perdió la interna: obtuvo el 11 y pico por ciento del global de los votos válidos emitidos contra el 16 y pico por ciento que cosechó Patricia Bullrich. Distinta habría sido la historia si los votos que fueron a parar a la canasta de Massa -se puede incluso prescindir de los que captó Juan Grabois en la interna de UP, surgidos de una barra ultra K que no digería ni siquiera al hincha de Tigre- hubiesen terminado en la cuenta de Larreta: el entonces alcalde habría sido el postulante más votado de las PASO, con casi 33 puntos, y se habría quedado con la candidatura presidencial de JxC.
Es lícito suponer que en las generales, con Milei pisándole los talones, habría recibido el respaldo del peronismo y habría alineado al grueso de su coalición, más allá de las conspiraciones de Mauricio Macri. En esa inteligencia, es lícito también suponer que se habría quedado con la mayoría de los votos de Bullrich. Larreta habría sido consagrado presidente sin necesidad de ballotage.
La simulación contrafáctica tiene una falla de origen que merece ser expuesta. El escenario electoral se puso patas para arriba cuando Milei dio el batacazo en las primarias: llegó para ser tercero y sacó medalla de oro. ¿Por qué la muchachada peronista votaría a un dirigente del PRO si no existía, todavía, el Riesgo Milei -la amenaza de un régimen de ultraderecha que prometía un ajuste feroz, aunque juraba que iba a pagarlo la casta-?
Sin embargo, tampoco es un escenario tan descabellado. En la previa de las PASO, el voto a Larreta era una alternativa que analizó mucha gente cuya opción natural era Massa: representaba el mal menor ante la acenchanza de una derecha dura encarnada por Bullrich.
La simulación contrafáctica permite suponer, también, que, instalado en Balcarce 50, el exintendente porteño estaría sentando las bases de un programa liberal de ajuste, pero uno de alcances más razonables y compasivos.
Es lícito suponer, además, que no estaría gobernando como un emperador: que no habría echado mano a un decretazo sin necesidad ni ugencia para desmontar a martillazos todo el sistema de protección de derechos de la clase trabajadora; que no estaría pretendiendo clausurar el Congreso para arrogarse superpoderes superextraordinarios que le permitieran legislar a tiro de lapicera. "Así, no", dijo Larreta frente al decretazo de Milei.
Es razonable estimar que el hombre que había hecho campaña con la promesa de terminar con la grieta -aunque aclarando que con el kirchnerismo no iba ni a la esquina- estaría tejiendo acuerdos para alcanzar esa mayoría del 70% con la que decía soñar; que estaría intentando replicar el sistema de alianzas que había construido en la Ciudad, donde gobernó al mando de un arca que tenía ejemplares de las más variadas especies políticas.
Es dable creer que no se le hubiera ocurrido pretender que tres personas tuvieran que pedirle permiso al Estado -¡al Estado!- para reunirse en una plaza.
Hoy, con Larreta instalado en Balcarce 50, la hinchada más o menos heterogénea del 44% que votó a Unión por la Patria estaría quejándose por un plan de gobierno que irritaría su paladar progresista -¿no le estaría pasando lo mismo con Massa?-, pero no estaría sintiendo que le falta el aire frente a un abismo de profundidades impredecibles.