Después de escribir en estado de shock la crónica que nunca jamás imaginé hacer, escribo estas líneas -las escupo- con los ojos enrojecidos. Nací en el ’71. Crecí en la noche más oscura de la historia argentina. Tengo flashes de aquellos años de miedo y muerte: de mi vieja metiéndonos debajo de las camas cuando arreciaban los tiros. "Enfrentamientos". Crecí disfrutando la calle cuando la infancia era pelota y bici en la vereda, pero bajo el mandato de no levantar cajas ni paquetes del piso. Me crié a un par de cuadras del siniestro Regimiento 7 de La Plata. La guerra de Malvinas se llevó a los pibes del barrio, que se convirtió en cementerio. La violencia y la muerte como omnipresencias. Fui adolescente y joven en democracia. Soy adulto en democracia. No me asustaba el conflicto. No me escandalizaban las fricciones. Entendía a la grieta, esa entidad más vieja que el sol, como la lógica consecuencia del choque de opuestos. No tenía problema con las pasiones. No creía que la muerte pudiera volver. La muerte como plan, como posibilidad. Por eso me sorprendió que Máximo Kirchner hablara de muertos. Que lo hiciera también Aníbal Fernández. Parte de la refriega discursiva, pensé. Cerca de las diez de esta noche se me vino el mundo abajo. Un revólver en la cabeza de Cristina. Una mano que gatilla en la cara de la vicepresidenta de la Nación. Un intento de magnicidio en 2022, horas después de que analizáramos, en una reunión con compañeros y compañeras de este portal, un proyecto editorial sobre los 40 años de una democracia que hasta ahora falló porque no ha podido convertir a la Argentina en un país justo, pero que había erradicado, al menos de mi cabeza, la violencia y la muerte como instrumentos, como planes, como posibilidad, como presencia. Un tiro a la cabeza de la democracia, tituló como un martillazo Marcelo Falak. Un tiro, gracias a lo que sea, que no salió y no mató a Cristina, pero que a mí me mató algo -una certeza, acaso la inocencia- en esta noche, la más oscura de la democracia.
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