Cuando aún se discutían las precandidaturas y el PRO estaba en el pico de su estallido interno, con María Eugenia Vidal amagando, Diego Santilli cruzando furtivo la General Paz, Jorge Macri resistiendo y muchos otros dirigentes avivando la hoguera, alguien en el corazón del conurbano mantenía la calma y hacía cuentas. Era el intendente Néstor Grindetti sacándole punta a dos virtudes que en política garpan bien: el manejo del tiempo y el culto al diálogo. Luego se calzaría el traje de jefe de campaña, pero su partida había comenzado meses antes e incluyó el movimiento de muchas piezas: cruces álgidos con su par de Vicente López, horas de teléfono, llamados de su antiguo jefe Mauricio Macri, decenas de reuniones y asados de ablandamiento. Finalmente, con paciencia de orfebre logró zurcir las partes de esa tela amarilla que aún lleva la marca borroneada de su creador. Pero no todo es lo que parece; en el corazón del gobierno porteño, donde se gestó el Plan Canje, preocupa el rumbo que puedan tomar durante la campaña los halcones heridos. Y en eso trabaja, otra vez, el garante de Lanús.
Grindetti conoce el andamiaje del PRO desde sus inicios y a su fundador, desde finales de los ‘70, cuando comenzó a trabajar en la empresa Socma, de la familia Macri. Es el de mayor edad de toda la dirigencia de la primera línea del partido y uno de los que más entiende el razonamiento del expresidente. Todos le reconocen su militancia del consenso. “Jamás cierra la puerta”.
Pese a haber sido secretario de Hacienda de la Ciudad entre 2007 y 2015, haber intentado -sin éxito- ganar la jefatura lanusense en 2007 y 2011 y haberlo conseguido en 2015, fue en 2019 cuando dio el salto. “Ahí se recibió de político”, afirma alguien que lo acompaña hace tiempo. El triunfo en 2015, en medio de la cresta de la ola amarilla, no vale tanto como el de 2019, cuando la aventura macrista en la Casa Rosada llegaba a su fin. Ese año, tras perder por 14 puntos en las PASO, Grindetti logró dar vuelta la elección y ganar por algo más de tres. Eso, para muchos, lo catapultó como actor político y lo puso en una posición distinta dentro del armado opositor.
Con formación de base en la ciencia actuarial, siempre fue visto -adentro y afuera de su espacio- como un tecnicista, un gestionador incapaz de salir a buscar los votos para dar vuelta una elección.
De buena relación con todas las partes, cuando en el amanecer del año electoral las tribus comenzaron a mostrar sus cartas, el intendente del Grupo Dorrego comenzó a asomar como el componedor. En su intimidad, siempre supo que el candidato era Santilli, sencillamente porque era el elegido de Horacio Rodríguez Larreta, “el proyecto” para la partida grande de 2023. “Larreta es el candidato para la Rosada, hay que rodearlo”, dice un dirigente del conurbano que ve en el Colorado el adversario “de Kicillof o de La Cámpora” en la próxima contienda ejecutiva bonaerense.
Grindetti se concentró, justamente, en separar las elecciones de este año de las siguientes. “Tenemos que ganarle al kirchnerismo, no adelantemos el 23”, repetía como un mantra en su estrategia de reunificar al PRO. El destinatario era Macri, Jorge, empeñado en sostener su postulación como paso previo para su sueño de gobernar Buenos Aires.
Dicen que le costó enfrentar al de Vicente López, que complicó la situación la amistad que los une desde hace años. “Se comió varias puteadas” y hasta la acusación de “traidor”, describió alguien con acceso a la intimidad del poder.
En Vicente López, en Lanús y en oficinas porteñas se fueron hilvanando los encuentros de intendentes, con Santilli, Larreta, Cristian Ritondo y el propio Jorge Macri. Las reuniones -muchas conocidas y otras no, y de las que no participó Vidal- entre el jefe de Gobierno porteño y Macri con la intermediación de Grindetti se intensificaron semanas antes del cierre de listas.
El momento más álgido, de mayor tensión, fue a mediados de junio, cuando el ala dura estuvo más firme; con Patricia Bullrich, Jorge y Mauricio Macri presionando. En ese momento, el punto de contacto que sobrevivía era el del celestino de Lanús con el expresidente, quien reiteraba los llamados telefónicos para exigir que se abortase la mudanza de Vidal a territorio porteño. Finalmente, luego de frenéticas negociaciones, el quiebre fue una foto: la que se sacaron los intendentes junto a Rodríguez Larreta. Fue el respaldo público de los dueños de los votos a la jugada del porteño, lo que terminó de acomodar los melones en el carro.
La crisis interna desatada en el PRO es lógica tras la salida del poder. Se debate si es verdaderamente un partido que puede trascender a su creador, si es posible matar al padre.
El parricidio está en marcha, pero el expresidente aguarda con paciencia zen el curso de la campaña electoral. Allí radica la preocupación de los habitantes del palomar, a quienes, pese a haber ganado la partida y pese a los acuerdos que incluyeron el reparto de cargos, los carcome la duda sobre cómo van a jugar los halcones heridos. ¿Cuál va a ser la postura de Bullrich? ¿Cuánto le va a poner el cuerpo a la campaña Jorge Macri?
Lo que pueda aportar el ala dura -por caso, Macri en la poderosa Primera sección, donde de todos modos les suma el salto olímpico de Gustavo Posse- cobra mayor relevancia con la avanzada del radicalismo, resucitado con Facundo Manes. “¿Cómo vamos a hacer pie en los municipios en los que se dejó el lugar al radicalismo? Radicales hay en todos lados. ¿Cómo vamos a hacer pie en el interior?”, se preguntan en el larretismo.
La dificultad para alinear a toda la tropa golpea el diseño proselitista amarillo. Si a la comunicación la ordena la política, ¿cómo planificar una campaña en un terreno sin saber cabalmente con los actores con los que se cuenta?