Algunos datos duros van a ilustrar esta nota. El sistema educativo de la provincia de Buenos Aires es probablemente uno de los más grandes de América Latina. Con cerca de 5 millones de alumnos y 600 mil docentes y auxiliares, es un sistema complejo, desigual y extenso. Tiene una superficie similar a los de países completos como Alemania o Francia y una pobreza estructural y crónica que el último informe del Observatorio de la Deuda Social ubica superando el 40%. Para dar un dato local: en la ciudad de La Plata, uno de los distritos que rondan los 800 mil habitantes, 340 mil son pobres.
Si enfocamos los números sobre el sistema educativo, en su complejidad y desigualdad, un dato es elocuente: el promedio de docentes por alumno en el interior de la provincia es de 1 cada 15. En el conurbano es 1 cada 35. Es evidente ahí que estamos hablando de sistemas educativos distintos. Si en el conurbano la pobreza infantil supera el 63%, en el interior baja significativamente. Son desafíos incomparables enseñar en el corazón de la patria agropecuaria en distritos como Tres Arroyos o Pergamino, que hacerlo en Florencia Varela o La Matanza. Es indudable que esto requiere enfoques diferentes y políticas específicas.
Las políticas educativas no vienen con la cigüeña
Si miramos brevemente hacia atrás, podemos colegir que las políticas educativas en la Argentina posteriores a la crisis de 2001 surgieron predominantemente de dos ámbitos. Flacso fue la usina durante la primera gestión del kirchnerismo (gestión Daniel Filmus), con sus aspectos modernizantes en los que se buscó restituir una mirada nacional al sistema (allí están las leyes de Financiamiento Educativo de 2005 y la Ley Nacional de Educación de 2006); en la etapa del gobierno de Mauricio Macri, los centros que definieron sus políticas educativas fueron las fundaciones (Cippec) como las universidades privadas (Universidad Torcuato Di Tella) de donde surgieron la mayor parte de sus funcionarios. La mirada allí estuvo puesta en la intención de eficientizar el sistema (renegociación de las políticas de licencias que permitió bajar significativamente el ausentismo como desnudar nichos de corrupción), incorporar una mirada promercado a la educación (emprendedurismo) y ampliar los mecanismos de evaluación. El resultado fue, más allá del éxito de algunas de esas iniciativas, un ajuste de 1,5 puntos de la inversión educativa que llevó a esa administración a incumplir con la Ley de Financiamiento que obligaba a una inversión del 6 % de PBI.
Hoy la situación producida por la pandemia genera una agenda de emergencia nueva. Recuperar cerca de 1 millón y medio de estudiantes que dejaron la escuela y volver con presencialidad plena a las aulas. Si enfocamos la mirada en la provincia de Buenos Aires que se lleva más del 40 % de la matrícula, esto implica cerca de 400 mil alumnos. Tarea prioritaria como la definió el ministro Jaime Perczyk, acompañada de las acciones tendientes a recuperar aprendizajes: cerca del 17 % como señaló recientemente la ministra Agustina Vila a la agencia de noticias Telam. Clases los sábados y maestros de apoyo. ¿Cuánto tiempo nos llevará este esfuerzo? Una hipótesis que ronda los pasillos del Palacio Pizzurno establece un plazo de 3 años.
¿Esto solo es lo que hay que hacer?
Somos de la idea de que enfrentar la crisis con estas medidas no es suficiente. Hay deudas que el sistema tiene con las familias que son anteriores a la pandemia y que surgen centralmente de la situación histórica del mismo sistema implosionado por la pobreza estructural y los desafíos de la mutación tecnológica a la que asistimos: cambios que afectan al mundo del trabajo, al de la organización familiar, como de los saberes socialmente válidos que debe impartir la escuela.
En este marco, no hay otra alternativa que impulsar una transformación profunda del sistema, sin pensar por ello que haya que tirar por la borda lo ya hecho. Y señalo algunos de los capitales que debemos seguir defendiendo con indiferencia de los gobiernos que los han impulsado. Por un lado, la idea de que Argentina tiene un sistema nacional de educación con responsabilidades ejecutivas diferentes por jurisdicciones; en segundo lugar, que los procesos de evaluación del funcionamiento del sistema son una política de Estado con continuidad desde las reformas impulsadas en los años noventa.
Especialmente aquellas que se materializaron en la constitución de agencias de seguimiento y producción de estadísticas educativas que desarrollara la ministra Decibe para el sistema de educación básica como las que impulsó Juan Carlos del Bello para el sistema universitario, con la creación de la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria.
Si pensamos en la reciente designación del ministro Perzcyk, proveniente del ámbito universitario, rector de la Universidad de Hurlingham y presidente del Consejo Interuniversitario Nacional, es la primera vez que el máximo lugar de la educación argentina le corresponde a un hombre de las universidades nacionales; quizás la única excepción a esta dimensión que señalamos sea la designación durante el gobierno de Felipe Sola, de la doctora Adriana Puiggrós, a cargo de la DGEyC, pero que su trayectoria educativa y política excedía el ámbito universitario, por su larga militancia en el peronismo y las fuerzas progresistas de América Latina que se articulaban tanto en organizaciones sindicales como centros internacionales de investigación como puede ser APPEAL. Por su puesto no es una paradoja que haya sido ella la que impulsara la creación de la primera universidad docente del país como es la UNIPE.
En este sentido, hay un capital nuevo a poner en valor sobre el sistema educativo que es la vasta experiencia acumulada por las universidades nacionales. En dos niveles, fundamentalmente. El de la evaluación permanente, con definidos estándares de calidad compartidos por todos los actores del sistema, como una descentralización que no afecta su carácter nacional. Esa autonomía ha promovido en el sistema universitario una fortaleza y una raigambre estrecha en la relación que cada universidad tiene con su contexto sociocultural, productivo, económico y educativo. La aparición de nuestras universidades en rankings de evaluación internacional así lo acreditan.
¿Cómo puede entonces definirse una agenta de transformaciones?
En primer lugar, entender que el sistema educativo bonaerense debe reflejar en su estructuración las diferentes realidades socioeconómicas de su territorio, con siete regiones que surgen claramente. El conurbano sur, oeste y norte, más cuatro regiones educativas que corresponden al sur, al oeste, al noreste y centro de la provincia interior. Aquí hay que definir una articulación de subsistemas educativos con prioridades y objetivos particulares.
En segundo lugar, fortalecer las competencias distritales sobre el sistema, para que las políticas educativas tengan un claro eje local, centralmente en los aspectos contextuales: servicio alimentario, infraestructura escolar, tecnologías y apoyo escolar como articulación del sistema con el mundo del trabajo. Son los intendentes, los consejos deliberantes y los consejos escolares los que deben aumentar su participación en el sistema educativo en representación de las familias.
Tercero, la formación docente y los contenidos actualizados de la educación bonaerense debe estar validada y asistida por las universidades nacionales con asiento en la provincia. Tanto en la capacitación docente en la que debemos aspirar a una formación de grado y posgrado, con alicientes económicos para los docentes, como en la actualización permanente de contenidos y programas. Las universidades deben ser el punto de apoyo científico de esta reforma educativa.
Por último, la creación a imagen y semejanza de la CONEAU universitaria de la Agencia Provincial de Evaluación y Acreditación del Sistema Educativo Bonaerense, como organismo de monitoreo permanente, institucional y académico del sistema.
Ya es un lugar común referir que las crisis son también oportunidades. Pero si bien se trata de una verdad de Perogrullo, no siembre los actores involucrados reconocen ese momento. Muchas veces, el temor de las crisis los lleva a repetir fórmulas. Otras veces a saltar sobre el abismo. Lo cierto es que la pandemia puso en evidencia varias cosas: la complejidad de un sistema nacional con múltiples realidades diferentes y desiguales (culturales, socioeconómicas, tecnológicas, jurisdiccionales); la necesidad de acuerdos multisectoriales, tanto al interior del sistema como en sus relaciones con los otros subsistemas que conforman la vida social (el ámbito laboral, el de la movilidad urbana, hasta el de la salud); es un hecho que todos constatamos en este año y medio que la escuela es un gran organizador social, del cual dependemos no sólo los que van a clases. De ahí que las miradas macro (estado nacional céntricas) puede ser valiosas, pero no son excluyentes. También sabemos que la educación no es una cuestión solo de los educadores y educandos (usando la vieja concepción freireana ahora que se cumplen 100 años de su natalicio), sino del conjunto de la sociedad.