“Aunque discrepo totalmente con el resultado de la elección y los hechos me sostienen, de todos modos habrá una transición ordenada el 20 de enero”. Con esa frase, Donald Trump salió este jueves a retroceder en chancletas tras el estropicio institucional –insospechado en la que presume de ser la democracia más sólida del mundo– que había propiciado un día antes. Lo hizo a través de un comunicado, claro: Twitter y Facebook tienen bloqueadas sus cuentas debido a sus incomprobables denuncias de fraude y a su incitación permanente. Más allá de lo formal, con todo, salió a precaverse de movidas en pleno desarrollo, tanto en el Congreso como dentro de su propio gabinete, según informa la prensa de los Estados Unidos, para apartarlo ignominiosamente del cargo. ¿La razón? Un posible delito de sedición y, dicen, su aparente insanía mental. Insospechado.
Copamiento del Capitolio; gente armada circulando por sus pasillos y amedrentando a guardias y legisladores; diputados y senadores evacuados de urgencia; tiros y cuatro muertos; una sesión de confirmación del resultado de las elecciones del 3 de noviembre interrumpido por la fuerza durante horas; policía sobrepasada, toque de queda y despliegue de la Guardia Nacional en Washington… Aunque el presidente saliente prometa ahora una “transición ordenada”, eso ya resulta inverosímil.
¿Es imaginable que el miércoles 20 asista a la jura de Joseph Biden con una sonrisa, que le ofrezca su diestra al mandatario entrante y que este la acepte con amabilidad? El demócrata deberá cabalgar en los próximos cuatro años, con sus 78 años a cuestas, sobre un potro salvaje desatado por una ultraderecha que, al fin, mostró su verdadero rostro.
Más allá de las extravagancias de presidentes elegidos para sorpresa de muchos, los estadounidenses conocieron el miércoles el peligro real de esa ideología, que gusta de presentarse como defensora a ultranza de las libertades individuales, pero que no es más que la imposición del autoritarismo del más fuerte. Un autoritarismo de mercado, para más datos. Si una Constitución dieciochesca garantiza la portación de armas a los ciudadanos para que actúen como guardianes en su defensa, lo visto en el Congreso de Washington ilustra lo absurdo de ese principio en el siglo XXI. El viejo derecho deviene, hoy, en simple matonismo.
El mundo, en realidad, comprendió al fin el peligro del extremismo de derecha, revestido de motes cool como alt right que pasteurizan su imagen. ¿Lo habrá hecho?
Pese a las evidencias, acaso el Brasil de Jair Bolsonaro tenga aún unos cuántos capítulos por leer de ese libro de terror y la propia Argentina siga incubando –en canales de TV desaprensivos y redes sociales desmadradas– el huevo de esa serpiente que, con astucia, logra convertir su extravagancia en sentido común.
Lo visto en el Congreso de Estados Unidos resulta tan humillante para ese país que hasta Venezuela e Irán se han permitido la ironía de hacer llamamientos en defensa de la democracia norteamericana. Lo que muchos temen, mientras tanto, es que ambos países puedan ser blancos de un show final de Trump, un hombre sin control que, cabe recordar, mantiene todavía el botón nuclear debajo de su índice derecho.
Esa visión, sumada a la violencia que propició, explica que algunos legisladores hablen de impeachment y que la prensa reporte movimientos dentro del gabinete en pos de la aplicación de la 25a. enmienda de la Constitución, aprobada en 1967, que plantea en su sección 4 un mecanismo alternativo, más veloz, para apartar del cargo a un presidente
La Constitución de 1788 habla poco de “rebelión” y, de hecho, no la define. Clara en la tipificación del delito de “traición” –“hacer la guerra contra los Estados Unidos o prestarles ayuda y comodidad a sus enemigos”–, menciona aquella otra figura, dándola por conocida, en la 14a. enmienda, aprobada en 1868, no curiosamente tres años después de la guerra civil. “Las personas que habiendo prestado juramento previamente en calidad de miembros del Congreso, o de funcionarios de los Estados Unidos, o de miembros de cualquier legislatura local, o como funcionarios ejecutivos o judiciales de cualquier Estado, de que sostendrían la Constitución de los Estados Unidos, hubieran participado de una insurrección o rebelión en contra de ella o proporcionando ayuda o protección a sus enemigos no podrán ser senadores o representantes en el Congreso, ni electores del Presidente o Vicepresidente, ni ocupar ningún empleo civil o militar que dependa de los Estados Unidos o de alguno de los Estados. Pero el Congreso puede derogar tal interdicción por el voto de los dos tercios de cada Cámara”, dice en su sección 3. Donald, teléfono.
¿Realmente incitó el presidente a sus seguidores el miércoles, ante quienes habló a sabiendas de que ese acto era simultáneo al tratamiento en el Congreso de la formalización del triunfo de Biden y que los posteos en las redes sociales habían sido abundantes en las semanas previas sobre amenazas de copamiento del legislativo?
Basta para responder ese interrogante repasar algunas frases del discurso que les brindó:
- “Todos los que hoy estamos aquí no queremos que los demócratas radicales envalentonados nos roben nuestro triunfo electoral”.
- “Nunca nos vamos a rendir. Nunca vamos a ceder. Eso nunca va a pasar. Uno no concede cuando hay un robo. Nuestro país ya ha tenido suficiente y no lo vamos a soportar más”.
- “No les vamos a permitir que silencien sus voces. No vamos a dejar que eso ocurra”.
- “Espero que Mike haga lo correcto. Eso espero porque si Mike Pence hace lo correcto, vamos a ganar las elecciones”.
- “Después de esto, vamos a bajar caminando hasta el Capitolio y vamos a animar a nuestros valientes senadores y congresistas”.
El vice, al final, decidió no apartarse de la ley, no ignorar la ausencia de elementos que justifiquen las denuncias de fraude y acatar los fallos y actos administrativos estaduales que certificaron los resultados y se dispuso a presidir la sesión de confirmación de Biden. Ese hecho fue la señal que esperaban los “prestos a asaltar el cielo”.
¿Habrá entonces, finalmente, una “transición ordenada”? Parece tarde para eso. La pregunta es cómo terminará la aventura de la ultraderecha instalada en la Casa Blanca, si será el 20 de enero o antes y si, en todo caso, los más críticos de Trump se atreven a embestir contra el héroe de esa ciudadanos armados hasta los dientes en defensa de una libertad que solo ellos amenazan.