“Si Manzano se queda con la planta de San Lorenzo, nos va a tener pariendo los cuatro años de gestión y nos vamos a quedar sin dólares”. La frase surgió en una reunión que mantuvieron los que idearon la expropiación de Vicentín. La parte de la alianza de gobierno más vinculada a Cristina Fernández fue la que pensó políticamente la medida. Habituada a la desconfianza extrema, escaneó al empresario José Luis Manzano como un enemigo político y evaluó su injerencia en los negocios como un activo desestabilizante. Pensó, también, que, de ingresar el mendocino, se daría un desguace de la compañía en partes atractivas para los fondos de inversión que financiaban su aventura y que el Estado, luego, debería hacerse cargo de salvar y rescatar la crisis que no afrontarían los capitales extranjeros. La planta de San Lorenzo, en Santa Fe, era un activo de valor supremo que no solo quiso Manzano, sino, también, la propia Molinos Agro, hoy muy alineada con Fernández. Pero era el mendocino quien estaba muy cerca de adquirirla.
Esa arquitectura que cristalizó en la decisión de ir por la aceitera tuvo un contrapeso: el aterrizaje y la gestión fina de un tema tan espinoso, justo cuando se negocia la deuda con acreedores privados y el Ejecutivo quiere dar guiños favorables en la relación con el establishment, es 100% tarea de Alberto Fernández. Por sus características y su concreción, de aprobarse en el Congreso, la expropiación de Vicentín será el hito de política económica que configura al gobierno de la coalición del Frente de Todos. Con diferencias muy marcadas con anteriores expropiaciones, como la de YPF, la de Vicentín es un asalto al capital privado sin épica emancipadora, con muñeca política para aplacar un escándalo en ciernes y con la idea clara de que el caso no es la punta de lanza de una cadena estatizadora, como aseguró este martes el propio jefe del Estado.
“Quiero que trabajen conmigo, que me ayuden”, les dijo, en la noche del lunes, el interventor Gabriel Delgado a diferentes altos dirigentes de cerealeras y del campo en relación al tema. Cuando el ministro de Desarrollo Productivo, Matías Kulfas, y el jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, lo convocaron para la misión, él aclaró que no podía participar si la idea era una intervención de hecho al mercado de granos.
La idea inicial de una parte de la coalición era crear la Compañía Agropecuaria del Estado. “Yo les sugiero que vayamos con YPF Agro, una división que trabaja muy bien y es muy reconocida por los productores”, dijo y los convenció para que se hiciera una especie de fusión de compañías. En la letra fina del texto que irá al parlamento trabajaron esos ministros y Anabel Fernández Sagasti, la pívot de CFK en el experimento, una especie de garante del sostenimiento de la idea inicial y, a la vez, mujer de confianza del Presidente en cuanto a criterios de racionalidad.
La mano de Delgado ya logró algunos avances. Las grandes cerealeras, que serán afectadas por la mayor competencia, se reservaron la posibilidad de salir con un comunicado explosivo contra la decisión. En privado, optaron por mostrar que la mayoría cree que no era el momento de hacer esto, pero que ahora sólo queda ayudar en lo que se pueda. Ese sector del agro siempre fue más afín a Fernández, pero la gestión y el nombre de Delgado allí es garantía de una certeza importante: entre los agroexportadores, nadie cree que sea una venezuelización del sector granario.
El raíd “calmando al Círculo Rojo” también es potestad de Kulfas, que tuvo que filtrar llamados a su celular por la alta demanda de consultas. El ministro deberá trabajar para que la generación de inversiones, en un escenario de pandemia, recesión y expropiación, no cambie de eje. La decisión, a todas luces espinosa y para largas discusiones, es fundacional de una manera de ver la economía y la política de alianza gobernante.