LA QUINTA PATA

El amor a la patria (ajena)

Instigación al éxodo. De 2001 a 2020, de los desesperados a los argentinos de baja propensión al pago de impuestos. La libertad (tributaria) brilla tras el río.

Como patos que se excitan cuando entran juntos al agua, los chicos charlan y se ríen a los gritos. Sus guardapolvos están más blancos y mejor planchados que nunca. Algunos llevan trajecitos de época o vestidos y peinetas de dama antigua. Otros, las caritas pintadas con corcho quemado y hasta enternece encontrar a un French o a un Beruti de ojos rasgados. Todos parecen tan felices… Entrar a una escuela en cualquier 25 de mayo implica sumergirse en un ritual conmovedor de nudo en la garganta, piel de gallina y ojos brillosos. ¿Será eso el amor a la patria?

 

No hace falta ser K para validar una feliz expresión de Cristina Kirchner: “La patria es el otro”. El problema surge cuando se define a ese “otro”; para algunos, en ese punto el amor muere.

 

En este momento de crisis y recrudecimiento del conflicto argento-argentino, algunos compatriotas descalifican a otros con una saña conocida, aunque acaso mayor: los segundos son planeros y fiolos del Estado, que viven a expensas de los impuestos que paga (ojo, que jamás evade) la parte realmente trabajadora de la sociedad.

 

En un clásico que nunca defrauda, las calles y las plazas se llenan de banderas nacionales (nunca partidarias, tan repudiables), apropiación que, en el caso de los verdaderamente ultras, pone a los “negros” fuera de la argentinidad deseada. A no engañarse: ese y no otro es el mal que el país arrastra desde hace (mucho más que) 75 años y un día.

 

 

La argentinidad que se presume distinguida suele frustrarse con el “país de mierda”, pero solamente cuando el fracaso es del otro palo. Los errores propios, aunque repetidos e históricamente determinantes, son presentados como parte inevitable del camino para eliminar el virus del populismo.

 

 

 

Sus megáfonos mediáticos aturden desde hace meses con la idea del éxodo, del abandono de un país condenado. Los altavoces son variados, pero, al menos en un caso, el fundador de la historiografía argentina y de un diario que debía ser “tribuna de doctrina” para la afirmación de la nacionalidad, Bartolomé Mitre, volvería con gusto a la muerte en caso de que se le ofreciera observar semejante campaña.

 

 

 

El éxodo del que se habla no se parece al de 2001, compuesto en su mayor medida por desesperados, sobre todo de clase media empobrecida, que reventaban el último ahorro para encontrar en otro lado una vida digna. Aquel, que nutría colas frente a las embajadas de Estados Unidos, España y otros países, era uno dolorido. En el de hoy, en cambio, si es que existe y más allá de la legión de los efectivamente dañados por las crisis superpuestas, hacen punta argentinos acomodados y cansados de jugar al gato y al ratón con la AFIP. O, como dicen algunos de ellos, hartos de pagar tanto en impuestos.

 

Estos encuentran como aliada la política de mala vecindad del más novedoso de sus héroes seriales, el presidente del Uruguay, Luis Lacalle Pou, quien pretende descremar el universo de contribuyentes de la Argentina en base a incentivos impositivos que reverdecen la fama de su país (superada con esfuerzo por los gobiernos que lo precedieron) como un paraíso fiscal.

 

 

No es cierto que se haya encontrado El Dorado, cinco siglos después, en Montevideo. 

 

 

Uruguay es un país maravilloso, pionero en la región en materia de reconocimiento de derechos civiles y laborales. Recientemente, la sucesión de gobiernos de izquierda que precedieron al de Lacalle Pou supo mantener, a diferencia de la Argentina kirchnerista que culminó en 2015, el crecimiento económico y una inflación relativamente elevada, pero controlada y estable en torno al 10%.

 

De acuerdo con un panorama elaborado por el Banco Mundial hace un año, cuando la pandemia aún no estaba en los cálculos, “Uruguay se destaca en América Latina por ser una sociedad igualitaria, por su alto ingreso per capita, sus bajos niveles de desigualdad y pobreza y por la ausencia casi total de indigencia. En términos relativos, su clase media es la más grande de América y representa más del 60% de su población. Uruguay se ubica entre los primeros lugares de la región en relación con diversas medidas de bienestar, como el Índice de Desarrollo Humano, el Índice de Oportunidad Humana y el Índice de Libertad Económica. La estabilidad de las instituciones y los bajos niveles de corrupción se reflejan en el alto grado de confianza que tienen los ciudadanos en el Gobierno”. 

 

“La economía uruguaya ha experimentado tasas de crecimiento positivas desde 2003, con un promedio anual de 4,1% entre ese año y 2018. Aunque con una marcada desaceleración, el crecimiento económico continuó siendo positivo incluso en 2017 y 2018 a pesar de las recesiones experimentadas por Argentina y Brasil, alejándose de antiguos patrones en que el mismo se mostraba fuertemente sincronizado con el de sus principales vecinos”, añade.

 

“De acuerdo con la medición oficial, la pobreza moderada pasó del 32,5% en 2006 al 8,1% en 2018, mientras que la indigencia o pobreza extrema ha prácticamente desaparecido, reduciéndose del 2,5% al 0,1% durante el mismo período”, enfatiza.

 

 

Fuente: Banco Mundial.

 

 

Incluso la pandemia es muelle en el entrañable “paisito”: hasta el último jueves, apenas registraba 2.417 contagios y 51 muertes, muy poco incluso para una nación de tres millones y medio de habitantes. El saldo es doblemente meritorio por haberse logrado en base a medidas de prevención en gran medida voluntarias, éxito probablemente atribuible al número reducido de habitantes, las mejoras sociales que redujeron el hacinamiento y la conciencia de la propia población. El impacto es moderado incluso en lo económico: lo que en todo el mundo es una depresión dramática, allí sería, según se proyecta, una recesión de menos del 3% este año (contra 12% en la Argentina) con un rebote asegurado en el próximo.

 

Sin embargo, no es cierto que se haya encontrado El Dorado, cinco siglos después, en Montevideo. 

 

Por un lado, Uruguay es un país caro para vivir o, incluso, para pasar unas “vacaciones fiscales” que justifiquen un cambio de residencia tributaria. Pero hay rasgos más densos que lo hacen menos hospitalario que lo pensado.

 

El número de homicidios creció en marzo un 23% interanual en un país tradicionalmente tranquilo y Uruguay es, hoy, el cuarto más inseguro de Sudamérica, solo por detrás de Venezuela, Brasil y Colombia. Tras el inquietante pico de 2018, según datos del Ministerio del Interior, la tasa de homicidios bajó el año pasado a 11,1 por cada 100.000 habitantes, pero, así y todo, fue 50% mayor que la de 2016 y más del doble que la de la Argentina.

 

 

Fuente: Ministerio del Interior de Uruguay.

 

 

Asimismo, según estadísticas compiladas por el diario económico español Expansión, Uruguay sigue siendo un país que expulsa población. “Tiene 633.439 emigrantes, lo que supone un 18,36% de la población. Si miramos el ranking de emigrantes, vemos que tiene un porcentaje medio-alto”, indica. “Los principales países de destino de los emigrantes uruguayos son Argentina, donde va el 21,32%, seguido de lejos por España (11,93%) y Estados Unidos (8,88%)”, añade. Según esa fuente, “en los últimos años, el número de emigrantes uruguayos ha aumentado en 274.716 personas, un 76,58%”.

 

 



Fuente: Expansión.

 

 

Como comparación, de acuerdo con la misma fuente, “Argentina tiene, según los últimos datos publicados por la ONU, 1.013.414 emigrantes, lo que supone un 2,27% de la población. Si lo comparamos con el resto de los países, vemos que tiene un porcentaje de emigrantes medio-bajo dentro del ranking”.

 

De ese modo, el vecino, que no deja de expulsar población de bajos recursos, busca, con Lacalle Pou, importar desde la Argentina una nueva y más rica. Los beneficios fiscales que le ofrece casan perfectamente con la escasa propensión marginal al pago de impuestos de ese grupo.

 

El “éxodo argentino” es casi una sección fija en varios medios nacionales, aunque los datos duros no lo confirmen.

 

 

 

De acuerdo con información de la Dirección Nacional de Migraciones, en lo que va de 2020 se registraron 25.765 egresos de argentinos hacia Uruguay a través de los pasos fronterizos (una misma persona pudo haber salido y entrado más de una vez) y 29.193 ingresos. ¿Entonces?

 

Más precisamente, de lo que se habla es de una emigración por razones impositivas, lo que, dadas las facilidades brindadas por Lacalle Pou, ha recibido el nombre de “vacaciones fiscales”. Según la Agencia Federal de Ingresos Públicos (AFIP), entre enero y septiembre último, 504 argentinos cambiaron su residencia fiscal, frente a 498 de todo 2019. De aquellos, 229 la trasladaron a Uruguay. ¿Aumento? Sí. ¿Éxodo? No parece.

 

“Observamos un incremento de la cantidad de personas que tramitaron el cambio de residencia fiscal, pero eso está lejos de manifestar una conducta generalizada de los (contribuyentes) argentinos”, le dijo a Letra P una fuente de la AFIP. “Monitoreamos en forma permanente el cumplimiento de las condiciones estipuladas en la ley para el cambio de residencia fiscal con el objetivo de evitar maniobras elusivas”, añadió.

 

 

 

Todos los países tienen sus rituales, su tradición, sus paisajes, sus símbolos, sus victorias y derrotas, sus dolores y sus injusticias. Ninguno es mejor que otro y todos provocan en su gente sentimientos similares. Es verdad que este, la Argentina, suscita frustraciones en abundancia y desde hace demasiado tiempo, pero ocurre que la patria no es un activo financiero que se vende cuando comienza a perder cotización. El amor, cuando es tal, hace arder el deseo de cambiar las cosas.

 

Joaquín Blanco, nuevo presidente del socialismo en Santa Fe.
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