El Gobierno tomó la decisión de convertir la carencia en virtud. Convencido de que el final de la corrida cambiaria está cerca, ya traza planes para apurar el mal trago y soñar con una reconstrucción de su imagen a partir de agosto. ¿Recae en el eterno fetichismo del “segundo semestre”?
Esa confianza se comprueba con dos señales. Una, vinculada a la propia crisis: el dólar mayorista, el que mueve el grueso del mercado, no parece tener combustible para irse mucho más allá de los $25 fijados por la megaoferta de 5.000 millones de dólares que el Banco Central puso sobre la mesa el lunes y este martes. Otra, política: las salidas a la cancha de María Eugenia Vidal, la figura a cuidar, no suelen coincidir con los puntos más críticos de la trayectoria gubernamental.
Para que esos indicios sean realmente el prólogo de la recuperación de la calma, el gobierno de Mauricio Macri y del averiado pero, pese a todo, incombustible Marcos Peña decidió apurar los deberes que el Fondo Monetario Internacional ya sugirió en los diálogos preliminares: acelerar el ajuste fiscal y, sobre todo, completar una devaluación del peso suficiente para restablecer un mínimo equilibrio en las cuentas externas del país. Eso, creen, les permitirá transmitir la idea de que acudir al organismo no tiene costos en términos de “condicionalidades” y que, al revés, es pura ganancia por permitirle al país financiarse a tasas más convenientes.
Descuentan que la estrategia permitirá recuperar pronto el favor del Círculo Rojo, que en los últimos días pareció tomar sospechosa distancia del apestado. Esos sectores aplaudirán que se aborden por fin tareas que, según mascullaban hasta hace poco, habían sido peligrosamente postergadas en aras de un gradualismo que solo podrá seguir viviendo en algunos discursos trasnochados.
Como a principio de año, entonces, cuando se decidió juntar todas las malas noticias en el primer semestre, con los aumentos de tarifas a la cabeza, la actualidad muestra al Gobierno haciendo un reajuste de sus objetivos, incluyendo en ese combo la brutal licuación de los ingresos de la población producto de la escapada del dólar. Nada menos... El Mundial de fútbol, en esa línea, será el bálsamo que permitirá, luego, reconstruir la imagen y el liderazgo de Macri, tan pronto como a partir de agosto.
Sin embargo, lo ocurrido dejó secuelas. Una, clave por la importancia del personaje, en el propio Peña, cuyo rol sigue siendo eminente pero que, mientras se procesa el golpe, deberá hacerle lugar en la mesa chica de las decisiones al renacido Emilio Monzó, a Rogelio Frigerio y a los radicales Alfredo Cornejo y Gerardo Morales, además de algún “lilito” que, es de esperar, patee menos en contra que la propia Elisa Carrió con sus torpezas discursivas.
El gran perdedor, sin dudas, es el vicejefe de Gabinete Mario Quintana, que pagará por haber metido tan mal la mano en la economía al inspirar el fatídico “plan de los santos inocentes”, esto es, la decisión de flexibilizar la política monetaria a fines de diciembre, escenificada, para peor, en una conferencia de prensa que puso por primera vez en duda la autonomía de Federico Sturzenegger frente al Banco Central.
En contraposición, se salva Gustavo Lopetegui, apenas por no haber tenido responsabilidad en ese paso en falso. Éste festeja haber conseguido por primera vez, con mínimo esfuerzo, separado su imagen de la de su par a los ojos de Macri.
Pero las urgencias por el ajuste impactarán más abajo. No solo la periferia habla de posibles cambios de ministros.
El titular del Sistema Federal de Medios, Hernán Lombardi, ya es un abonado a las críticas de sus superiores (Peña) y a las versiones de salida, que se renuevan. Se le sigue reprochando no haber hecho el ajuste de gastos necesario y se lo conminará a que actúe de inmediato. Pero qué más se puede hacer que despedir gente y que dejar a los trabajadores sin aumento de salarios en este año dramático, preguntará él.
Otro que sigue en la mira, por los costos políticos que genera y las nulas soluciones, es el ministro de Agroindustria, Luis Miguel Etchevehere.
Los planes optimistas no implican que hayan vuelto al gabinete las “buenas ondas” que reprochó tan amargamente Carlos Melconian ni el “plan perdurar” de la etapa de la inocencia.
Pero esos dibujos oficiales en la arena son obra de quienes no perciben la profundidad de lo que acaba de ocurrir. No responden, seguramente, al fetichismo de portaligas y tacos aguja que les genera a los estrategas del Gobierno la idea fija del “segundo semestre”. Simplemente recaen en dos de los pecados que los trajeron a este punto: el exceso de confianza y la subestimación de los efectos de sus políticas.
El “plan agosto” requerirá una reconciliación difícil con la clase media, su gran base electoral. Ésta recibió en las últimas semanas varios golpes, los que, lejos de las esperanzas oficiales, se harán más duros en lo sucesivo.
Las decenas de miles de familias que tomaron créditos hipotecarios atados a una inflación que se disparará constituyen una parte de éstos.
Los tenedores de plazos fijos en pesos que vieron licuados sus ahorros por esta devaluación brusca son otros.
Los industriales y comerciantes pyme sufrirán la dificultad del acceso al crédito, la rigidez de la cadena de pagos y la era de hielo que se avecina para el consumo.
La totalidad de los asalariados, que sufrirán un brutal recorte real de sus ingresos, son otro, mucho más abarcador.
El Gobierno ya admitió que habrá que evaluar la revisión de paritarias que quedaron fijadas en un promedio del 18%, pero eso no ocurrirá sino hasta cuando el año se acerque al final y de ninguna manera compensando la inflación que se avecina. Ésta es la principal condición del ajuste que se le va a presentar al Fondo como una decisión ya en curso.
Tanto en lo económico como en lo político, el estrago es fuerte. El año parece jugado y 2019, muy comprometido. El Gobierno tendrá mucho más trabajo del que imagina para reparar lo que rompió en estas semanas de furia.