La última propuesta de Emilio Monzó que el gobierno de Mauricio Macri asumió como propia nació de una visita que hizo al despacho de Miguel Ángel Pichetto. Era lunes a la tarde, 6 de marzo, cuando el presidente de la Cámara de Diputados miró por la ventana del despacho del senador y vio una movilización de mujeres que reclamaban por el derecho al aborto. Al día siguiente, en la reunión de coordinación en Casa de Gobierno, Monzó pronunció una frase que quedará en la historia si el proyecto de despenalización que hoy se debate se convierte en ley: “Señores, el aborto está golpeando las puertas del Congreso y va a ser imparable”.
El Gobierno venía apremiado por dos meses de malas noticias y en poco tiempo le dio vía libre a la discusión, con un golpe de timón que sorprendió a casi todos. La anécdota es ilustrativa. Monzó no hizo más que mirar hacia la calle, algo que le cuesta horrores al gobierno que todavía integra. Fue su vínculo permanente con la oposición peronista, incluso con el jefe de la bancada del Senado, el que lo llevó a abrir una puerta que golpeaba sin éxito el movimiento de mujeres desde tiempos de Cristina Kirchner y que le permitió a Macri descomprimir el día a día de la política en un año de los más complicados.
La gran jugada maestra que se le atribuyó a Jaime Durán Barba había surgido de uno de sus detractores más encarnizados, adversario declarado, además -por cuestiones religiosas-, de la despenalización del aborto.
Aún con esa capacidad, Monzó transitaba el inicio del año a pura frustración. Ni siquiera los viajes y las charlas que compartía con el Presidente alteraban una certeza íntima: estaba afuera de las decisiones políticas, recluido en el rol distinguido de bombero en la Cámara de Diputados, la más esquiva para el oficialismo, que es minoría. Lo que para la mesa chica del poder era una verdad inapelable resultaba, para él, un castigo difícil de soportar. Tenía más vínculo con la oposición de los gobernadores y el massismo residual que con el bloque oficialista, donde delegaba funciones en Nicolás Massot y Silvia Lospenatto.
Como todo el Gobierno, pero más que nadie, el político de Carlos Tejedor que se inició en la Ucedé y se educó en el peronismo había terminado 2017 con la lengua afuera por la eclosión que generó la reforma previsional que Cambiemos aprobó con un despliegue represivo inédito en las inmediaciones del Congreso. Lo que no se había logrado con política, ante un ajuste innegociable, había salido por la fuerza.
POLÍTICOS AL DIVÁN. Respaldado por Elisa Carrió -otra enemiga de Durán Barba- y Mario Negri, respetado por todas las variantes del peronismo, Monzó había perdido la batalla interna dentro del PRO con Marcos Peña y con María Eugenia Vidal. Aunque en Casa Rosada lo devalúan como un político que cayó ante la reina bonaerense, la discusión había sido en torno a la estrategia de Cambiemos para tomar decisiones y gobernar. Al lado de Monzó, graficaban desde hace tiempo cómo se había encerrado el Presidente. Del trípode que, decían, funcionaba en la Ciudad, con Horacio Rodríguez Larreta, Peña y Monzó, al actual esquema en el que la gestión y la política están gobernadas por el jefe de Gabinete. La gestión junto a los CEOs Mario Quintana y Gustavo Lopetegui; la política, junto a Larreta y Vidal. El presidente de la Cámara de Diputados reclamaba estar sentado en ese lugar, discutir como hacía antes y -sobre todo- incidir. Con su renuncia anticipada, sólo sobreviven dos políticos criados en el peronismo con llegada a Macri: Rogelio Frigerio, subordinado en un juego mayor que lidera Peña, y Rodríguez Larreta, concentrado en su territorio, pero con una capacidad que todos le reconocen puertas adentro del macrismo. El resto es parte del experimento PRO, donde abruma la presencia de los CEOs y los funcionarios incubados en las ONGs.
NUNCA MENOS. 2017, el mejor año electoral para el oficialismo, fue el peor que vivió Monzó en más de tres décadas de política. No sólo estaba al margen de las decisiones y la discusión principal; además, había quedado apartado de una campaña electoral por primera vez en su vida. Encerrado en su amplio despacho del Palacio. La derrota de Emilio había sido tan elocuente que hasta él reconocía en privado que Marcos se había “recibido de político” con el triunfo de Cambiemos en las legislativas. Su problema principal era la opción del Presidente por el dúo Peña-Durán Barba. Consultados por Letra P, al lado de la gobernadora, niegan por estas horas el mensaje que baja desde Balcarce 50: que el problema de Emilio era con María Eugenia. Esa disputa que perdió Monzó fue en 2015, cuando propagó -dicen- la candidatura de Sergio Massa como candidato a gobernador de la alianza Cambiemos. Pero el problema era su presente, devaluado al rol de lubricante en Diputados para facilitar el apoyo opositor ante las medidas que ordenaba el comando central del macrismo, entre cuatro paredes.
Porque, se sabe: el Gobierno gana las elecciones haciendo campaña contra el peronismo, pero después gobierna con el PJ. Lo necesita para todo.
Monzó tenía una idea para 2019 con miras al ambicioso objetivo de ganar en primera vuelta. Sumar a un “peronismo disecado” como parte de la alianza gobernante con la intención de llegar al 45%. El mismo criterio que provocó un estruendo a fines de 2016 y principios de 2017, cuando le dijo a Perfil que Durán Barba “tiene muy poca idea, casi nada de política” y recomendó incorporar a dirigentes como Juan Manuel Urtubey, Florencio Randazzo y Omar Perotti al andamiaje oficial. Aunque a Monzó lo atacaron entonces las termitas del macrismo duro, como contó Letra P, su plan viene siendo ejecutado por Frigerio de manera sigilosa, en conversación con intendentes que pueden ser candidatos a gobernadores de Cambiemos en 2019.
La diferencia es de fondo y trasciende -incluso- las presidenciales del año próximo. Mientras Monzó plantea recrear el bipartidismo, en línea con el fallido de Massot, el núcleo duro del Gobierno se cree la idea de que el macrismo es parte de una nueva lógica política, que no tiene nada que ver con el peronismo. Y, en el fondo, tampoco con el radicalismo que adoptó a Macri como su líder. La versión más extrema e impúdica surge de los labios de Durán Barba cuando habla de que Macri es un “antisistema” de “izquierda”.
FUTURO INCIERTO. La noticia de la renuncia anticipada 20 meses precipitó un escenario del que no se sabe demasiado. Aunque en el Gobierno reconocen que el vínculo entre Macri y Monzó es sincero, cercano desde lo personal, e incluye a sus familias, parece terminado desde lo político. Nadie en Casa Rosada se anima a confirmar si sigue en su puesto hasta diciembre de 2019. Prescindir del presidente de la Cámara de Diputados no será fácil para un gobierno en minoría que depende del respaldo de la oposición y el arte del acuerdo para aprobar las leyes que precisa. O para evitar la zozobra de un veto como el que, según dice -a través de sus voceros-, el Presidente ya tiene preparado si muerde el polvo con el tarifazo en el Congreso.
Sin embargo, el anuncio ultraprematuro de que Monzó no quiere ser reelecto en su cargo, en momentos en que la alianza todavía cruje por el radicalismo y Carrió, deja a todo el oficialismo en una situación de debilidad en la Cámara baja. Ante los planteos de que Emilio sólo quería ser escuchado, el Gobierno responde con una frase que ya es casi una muletilla: “A todos nos gustaría ser más”.
A los 52 años, el político de Carlos Tejedor cree que merece un destino más trascendente, ahora mismo o más adelante. La embajada, si es que se la dan, sería un premio consuelo para que pudiera desensillar hasta que aclarase. Si Macri obtuviese el pasaporte a un segundo mandato, Monzó volvería al país sobre el final en busca del protagonismo perdido. Para participar en serio en una nueva etapa del proyecto Cambiemos o, directamente, en otro espacio, ligado al peronismo y más cercano a su instinto. Falta una vida.